sábado, 23 de diciembre de 2006




Hay que darse la vuelta. Es aconsejable situarse totalmente del revés los días pares y repetir esto mismo los impares. Si uno no es muy dado a las volteretas o las maniobras imposibles, puede solicitar ayuda en el teléfono que a continuación le ofrecemos en sus pantallas.

Previamente usted habrá llenado los bolsillos de todas las cosas que le sobran o no hacen falta. Casi nada hace falta, o casi nada que entre en un bolsillo. De paso se aprovecha y se mete lo inservible, lo que quedó viejo, lo gastado, incluído el teléfono de aquel tipo que le mira raro desde la fila de atrás y que se insinúa de manera descarada, día sí, día también. Es necesario darse la vuelta como a un jersey antes de echar a lavar, perder la cabeza, vomitar incluso los miedos. Uno se queda mejor cuando caen al suelo los domingos trabajados y las declinaciones conjugadas a lo largo de toda una vida. Si usted es una mujer presumida, también dese la vuelta, deje caer las barras de carmín gastado.

¿Escucharon alguna vez el tintinear de un manojo de pesares?, ya lo creo que sí, suenan como llaves, pero son sólo eso: pesares. El caso es dejar un charco de pesares alrededor y perder la orientación, mirar al suelo desde la postura del murciélago, cuando los tejados quedan lejos y a desmano. El mosaico de baldosas bien descifrado es un pequeño mapamundi con señales que dicen que todo hay que tomarlo -que mirarlo- del revés, sólo hay que dejar que caigan las bolitas de naftalina y los billetes de lotería que nunca tuvieron premio, el contenido entero de una vida resumida en dos o tres capítulos pésimos.

Conviene, eso sí, despedirse con elegancia de lo que a continuación desecharemos para siempre. Usted no volverá a ver las cosas del mismo modo.

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viernes, 15 de diciembre de 2006




Un corazón que palpita pero casi reposando, que parece que no late, un corazón a punto de detenerse, no necesariamente un corazón enfermo o malherido, simplemente un corazón cansado o pasado por agua. Un corazón aplastado contra el suelo que acaba de ser barrido por la brigada de limpieza de una ciudad cualquiera en el turno de mañana, que una vez en el contenedor se junta con otros corazones de desecho, palpitando todos ellos pero casi reposando, que parece que no laten y a punto de detenerse o de ser prensados. Un corazón coagulado, con parches aquí y allá, ventrículos de segunda mano y remiendos a la altura del miocardio que quedó tocado hace años por exceso de excesos o de ausencias. Un corazón que salta en un semáforo y se escapa por los pelos de ser atropellado por un autobús escolar que nunca llega a la hora, un corazón recogido por un agente del orden público que tiene que decidir entre grúa o ambulancia, ambas en camino en lo que será su primer servicio del día. Alguien conectará el corazón a los bornes de una batería oxidada, un niño con mocos que mira desde el paso de cebra pensando que nunca antes vio un corazón estrujado, luego recuerda que el de su madre se le parece un poco, ella se lo quita cada noche y lo deja sobre la mesita, lo contempla cómo aletea despacio durante un rato, el tiempo justo que dura el recuerdo de un hombre que ya no está, entonces apaga la lamparita y el corazón, quedando a oscuras y sin sentir. El niño que sigue mirando, el agente que desvía el tráfico, el corazón agitado como un pez japonés fuera del acuario.

Lo que dura un corazón, un instante o una vida, es difícil de saber o predecir. Lo cierto es que los corazones rotos y los aburridos se sobreponen tarde o temprano y viven más que los que no recibieron jamás el impacto de una bala de plata o un mordisco en la yugular, quizás porque aprenden a seguir latiendo, bien sea por despecho o por desdén, sólo para no tener que contar a los otros corazones lo que en realidad están pensando o sintiendo, que para el caso es lo mismo.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2008)

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lunes, 27 de noviembre de 2006




En el comienzo, viene la idea lejana de cómo ha de romper todo en varias mitades, lo pretendido, el lugar exacto donde se quiere llegar. Brotan los personajes con un movimiento preciso de varita, ocupan su lugar en la historia a través de una serie de automatismos propios, complicados, de manera que tarde o temprano son libres y no me pertenecen. Remotamente vemos llegar el cuento, existe alguna escena definida y determinados planteamientos absurdos que pueden llegar a ser útiles en algún momento pero que desconozco. Escribo y reescribo, dos, tres veces al principio, meto cosas con calzador, voy quitando otras que considero vanas, huecas: la idea es alumbrar algo de lo que no avergonzarme. Lo dejo reposar, vuelvo al texto a deshoras, normalmente para descubrir que no es digno ni hermoso. Pongo y quito cosas que ya había puesto y quitado. Reescribo una decena de veces, voy a la barbería y le corto el pelo al cuento, me explico: los flecos y algunas puntas estropeadas, lo peino bonito, que no me visite el arrepentimiento si lo doy a conocer. Pasan los días y lo que antes se antojaba meritorio ahora me resulta poco apropiado. Entonces, y esto es lo peor de todo, envuelvo el cuento en una mantita de hilo y lo dejo abandonado en la puerta de algún escritor de verdad. De inmediato, echo a correr sin mirar atrás.

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sábado, 18 de noviembre de 2006


Yo me iría (te juro)
detrás de unos pasos de gacela resentida,
siguiendo la estela de un tranvía verde
que anuncia un diario con noticias
más bien poco habituales,
conjugando verbos
que apenas tengo por costumbre emplear,
hablando solo acerca del tiempo
bajo una lluvia aciaga de ciudad
y el paraguas descuidado en el maletero
como por olvido pero aposta
tarareando una melodía familiar
de película antigua
y dando todo lo mismo,
mirando una aeronave que pasa
en maniobra de aproximación,
sobrevolando oficinas, azoteas,
putas que esperan,
-creo que viene de Italia- hubieras dicho
el año próximo iremos
en un avión como ese
con el cinturón abrochado
leyendo revistas
o mirando por la ventanilla
el suelo firme
aunque para entonces,
apuesto lo que quieras,
habremos dejado de fumar
y de apetecernos tanto.

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domingo, 12 de noviembre de 2006


Un cuerpo (el mismo cuerpo) cambia, cambia como una riada, la misma corriente de agua que nunca es igual, nunca la misma, como nunca lo es un cuerpo cuando corrige su forma o su intención. No es igual. Sabes que no. Ni el cuerpo ni las caricias que te abordan, porque los cuerpos -como los barcos- son abordados por caricias que no piden permiso y algunas, algunas hay que se saltan todas las medidas preventivas, todas las fronteras, todos los cuidados. Lo mismo un temblor, no siempre se tiembla igual . Nada que ver. Como nada tuvo que ver nuestra primera vez. Nos quedaba aprender un poco del otro , nos quedaba esperar y mientras tanto avivar el recuerdo con la piel en guardia, alzada en armas y la colchoneta triste, muy triste, aguardando tirada en el centro del saloncito aquel, nuestro primer territorio atrincherado y la colchoneta crujiendo, soportando nuestra gravedad, nuestros asaltos a diez rounds, dejándonos querer, aterrizando y acariciando, benditos gerundios casi a ras de suelo y nosotros en nuestra barquita hinchable, remando y abrazados para que no se hundiera nada de aquella habitación, nada de aquella primera vez, nada de aquellos cuerpos nuestros a la deriva .

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sábado, 21 de octubre de 2006


La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se encuentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.

(Augusto Monterroso)



Estoy leyendo algunos cuentos de Silvina mientras tomo de forma suave la mano de Pilar. A veces coge mis dedos como para no soltarme, quiere agarrarse fuerte a nosotros, como quien está a punto de caer desde una cornisa al vacío. Se está apagando. Ahora sí. Llevamos escuchando toda la semana que no esperemos que pase de esta noche. Así que cada vez que me despido de Pilar pienso que es la última. Cómo puedo ser tan egoísta y querer retenerla. Hasta hace poco era una bolsa, desde hace una semana es un vegetal. Todos sabemos que lo mejor es que se duerma y, a pesar de todo, cada minuto con ella está siendo un regalo. Los médicos no se explican tanto aguante: “tiene el corazón fuerte”, dicen, y a nosotros nada de eso nos sorprende.

Resulta imposible no decirle ciertas cosas, decírselas todo el tiempo, la doctora comenta en un susurro que estar en coma sigue siendo un misterio para todos, un estado de sueño en el que nadie puede asegurar que Pilar escucha. Yo le hablo igual, precisamente porque nadie puede asegurarme que Pilar no escucha. Le acaricio el pelo (nuestro juego favorito) y le digo que está tan guapa como siempre. No es mentira, hay cosas que no se dicen por decir: yo he visto cómo le brotan las lágrimas o cómo parpadea con los ojos cerrados. Lo mismo mueve el pie o el brazo, se revuelve como si no estuviera conforme con lo que le ha tocado vivir últimamente. Le decimos lo guapa que está, que la queremos, que permanecemos a su lado, que no la dejaremos sola ni un solo instante. Pienso que esa mujer parece imposible por su fortaleza. Mi último beso es en sus manos hinchadas y blandas.

Todas las noches he soñado con Pilar. Me despierto cada dos horas, tres o cuatro veces en la madrugada. Sueño con Pilar llorando, con Pilar despidiéndose desde el balcón cuando le hacía visitas los domingos, con nuestros gestos de complicidad, despeinándola o hablándole de todas las novias que nunca tendré. Sueño con hospitales donde todos los pasillos son el mismo pasillo. Sueño de forma difusa con la respiración leve de Pilar, con su fragilidad y con una silla de ruedas que ya no ocupa nadie. Cada dos horas, tres o cuatro veces. Todas las noches.

La abuela ha muerto. Lo dice papá entrando en la habitación y casi tirando la puerta abajo. Todo sucede rápido, como en una película mal contada, hacemos el camino en coche (el mismo camino de la última semana todos los días) en silencio, escuchando el noticiario en la radio. Creo que papá y yo pensamos cosas parecidas, estamos recordando todo lo compartido con Pilar. Quizás los últimos siete días nos han hecho más fuertes, quizás simplemente nos han hecho menos egoístas y hemos aprendido a decir adiós. Papá lleva americana y se ha afeitado. Son los signos que aprendí de él y que me gusta hacer míos; a su manera piensa que, en ciertas situaciones, uno tiene que llevar americana y afeitarse. Son señales que aprendemos y perpetuamos. Es como el capitán que obliga a los oficiales a ponerse la corbata para cenar cuando llevan todo el día sucios y con ropa de camuflaje, rodeados de heridos o de muertos, pero luego cenando con corbata. Cuando murió el abuelo, papá llevaba americana y estaba recién afeitado. Es su manera de preservar la poca humanidad que queda entre nosotros.

La mujer más guapa del mundo está en la cama con los ojos cerrados. Hay quien piensa que la muerte es cuando los ojos se convierten en párpados. No hace ni una hora que Pilar es sólo párpados. Tiene todo el cuerpecito cubierto menos el rostro. Las sábanas parecen recién puestas. Le acaricio el pelo. Una de sus hijas entra en la habitación y esconde la cabeza sobre su pecho. La señora que ocupa la 313 B lee revistas al otro lado de la cortina. Ahora no tendrá visitas nocturnas que le molesten a la hora de dormir -me asusta pensar cosas así- pero en cierta manera todos sabemos cuándo es bueno hacerse invisible detrás de la cortina que divide la habitación en dos. Una mujer se ha dejado un paraguas en el cuarto de baño. Después, una enfermera nos pide con delicadeza que salgamos de la habitación.

La abuela nos contaba siempre la misma historia: que conoció al abuelo en un entierro, el padre del abuelo era el “tío forastero” y el abuelo enseguida fue bautizado en Torrero como “el forasterico”. Al abuelo todo le parecía bien, la abuela tenía más mala leche. El abuelo era flaco como un hilo, la abuela estaba tremenda y hermosa. Los dos últimos años se quedó en nada, pequeña y gastada por la vida. Decía todo el tiempo que se quería morir, que para estar así mejor se iba con el abuelo. El abuelo se jubiló siendo acomodador en los cines de la empresa Parra. La abuela sacó adelante la casa. Ella tenía más carácter que él, pero los dos eran un trozo de pan. Guardo las gafas de la yaya que aún conservan la marca de sus dedos temblorosos -son las últimas que tuvo- y quizás pueda aprender a mirar la vida a través de los cristales de Pilar. Estoy seguro de que el abuelo Lorenzo ha salido a recibirla con una de sus camisas remangadas hasta el codo, con su delgadez infinita y su cara de buena persona, la llamará “Chatica” y ella se las arreglará para echarle la bronca por cualquier tontería, “soso”, le dirá, "mas que soso" y finalmente se alejarán por los pinares de Venecia, Lorenzo con un cucurucho de helado de limón en una mano (el favorito de Pilar) y la mujer más guapa del mundo en la otra.

(En recuerdo de Pilar y Lorenzo)

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2006)

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lunes, 9 de octubre de 2006




A ella le gusta ponerme pruebas. Digamos que es una afición que mantiene desde que estamos juntos y que se encarga de cuidar de manera diligente. Normalmente descubro que alguna de las pruebas ha sido establecida una vez que estalla la tormenta entre los dos, justo cuando es claro que no ha sido superada. La tormenta tiene forma de ausencia, de silencio o de llanto amargo, a veces de un aislamiento absoluto. Entonces ella se refugia en su acuario durante largos periodos de alejamiento hasta que decide perdonar mi ineficacia.

Es necesario prestar atención a la hora de reconocer cada uno de sus experimentos: son delicados y silenciosos. De nada sirve mantener la mirada fija en la suya e intentar averiguar si lo que vendrá a continuación es un ensayo o el experimento definitivo. Lo hace cuando se arroja en brazos de algún desconocido en las fiestas que organiza el decano todos los segundos viernes de cada mes, lo hace incluso arrojándose en brazos del decano. Utiliza como excusa su torpeza o los tacones de aguja, flexiona las rodillas y alza las caderas como dándose a mostrar, revelando toda su feminidad y su mejor sonrisa postiza. Ese es el señuelo. Ella acostumbra a definirlo como “el difícil arte de la pesca del pez Bobo” y es automático porque enseguida se ve rodeada de un grupo deseoso de nuevas capturas. Me busca con su mirada-flecha que clava en el centro exacto de mi manzana-pecho, es su manera de elevar la apuesta. Luego me presenta ante los demás como un simple amigo o un familiar (esa es la primera de las variantes) de modo que algunos peces se atreven a ser más lúbricos y resbaladizos. Algunos señuelos parecen simples mecanismos, otros la concepción de una auténtica artista o la pesadilla de un inventor.

La prueba ha comenzado, no sabría decir el momento exacto, pero ya está en marcha y las consecuencias son inesperadas: quizás sea castigado por comportarme como un pez payaso, por no acudir atento y protector, criticará mi aparente desgana y con una languidez sólo propia de ella, insinuará que no me entrego con la pasión que demanda. Si, por el contrario, me acerco al grupo como un escualo tintorera convencido de mis posibilidades -seguro de haber sabido detectar a tiempo el experimento- me hunde con su indiferencia y se dedicará a provocar al pez tropical más vistoso, tonteará con él, hará comentarios de lo encantador o interesante que resulta y reprochará (normalmente en público) mi inseguridad infantil. Es casi seguro que después de esa escena pedirá un taxi y abandonará la fiesta.

Los tanteos son aleatorios e infinitos: enferma repentinamente, por ejemplo. Si la colmo de cuidados me critica no haber acudido a un buen doctor, ataca mis métodos poco acertados de dispensar atenciones, el orden en que le suministro las píldoras o le coloco el termómetro. Si llamo a un especialista en enfermedades imposibles, tengo que escuchar que ella es un estorbo del que no me quiero hacer cargo. En ocasiones sugiere que todos sus males desaparecerían si recibiera más cariño de mi parte. En cualquier caso, si decido con carácter juicioso adelantarme a sus reacciones y prever cualquier inconveniente, ella deseará estar sola porque quizás no actué con el apremio necesario.

El peor de los experimentos se realiza en el dormitorio cuando baila para mí y se quita la ropa a cámara lenta hasta que, desnuda por completo, se despliega a mi lado en la cama. Suele suceder cuando llevamos semanas sin hacer el amor. En cuanto me abalanzo sobre ella se da la vuelta ofendida porque asegura que sólo anhelo su cuerpo y que además, mi deseo no es limpio sino lujurioso. Lo dice desde el otro lado de la galaxia mientras observo su espalda desnuda y su constelación de lunares, en el instante en el que se abre un agujero negro desde el plisado oscuro de las sábanas y nos engulle a mí y a mi erección como a dos estrellas enanas blancas.

Dejo que pasen los días sin atreverme a ponerle la mano encima, temo su reacción y por nada del mundo querría incomodarla. A continuación ella se aleja y se enfría, señala que he perdido el interés o que no me muestro tan apasionado como antes. Suele doblar la apuesta nombrando a otros peces que seguro darían lo que hiciera falta para ocupar el lugar que yo ocupo en su vida, en su confortable pecera llena de anzuelos.

-Hoy saldré con un amigo- me dice – No me esperes despierto. Lo comenta levemente mientras chapotea en la piscina y se va alejando hacia la parte profunda, esperando mis preguntas inquisidoras. Sería peor, lo sé y guardo silencio. Le gusta aumentar la distancia que nos separa impulsándose con un dócil aleteo de pez manta, viendo cómo pasan los aviones que sobrevuelan la urbanización, agarrándose a veces los pechos, como si le preocupara que también en el agua fueran a perder su verticalidad. Los dos sabemos que ella no tiene amigos, que todos los peces de su vida son antiguos amantes y que, indefectiblemente, yo perteneceré algún día a ese mismo grupo. Hombres bobos fáciles de pescar que aún la desean y a los que pondrá a prueba en lo que será otro nuevo experimento contra mí.

Nunca nos damos cuenta de las cosas importantes cuando ocurren, quizás ese es el motivo por el que no sabría decir en qué momento el chapoteo de sus pies se ha vuelto desordenado y torpe, como si no siguiera un patrón concreto. Ella está en la parte profunda y no puedo escuchar bien su murmullo. Agita los brazos, parece asustada pero su actuación es del todo incomprensible. Desde mi posición no termino de entender sus gritos cada vez más ahogados, alzo mi copa de vermú y sonrío, hago un gesto de brindis, como si quisiera decirle que está bien, que entiendo la situación y acepto el farol. A pesar de ser una experta nadadora, pretende simular una indisposición o un desvanecimiento: si actúo pronto, tendré que soportar su burla de más tarde, si me entretengo, me acusará de ser lento y despreocupado. Ha dejado de gritar, no es lo habitual en ella pero tampoco me sorprende, apenas puedo distinguir una de sus manos luchando (o que parece que está luchando) por mantenerse fuera de la superficie, como una tarántula del revés y sobrecogida que acaba de desprenderse del fino y delicado hilo que nos separa y nos aleja una y otra vez. Tomo otro trago de vermú. El pez manta se detiene y se instala suavemente sobre el fondo. Me empiezo a sentir cómodo en mi papel de eterno examinado, quizás ése sea el secreto de nuestra relación: nunca sabes lo que puede pasar, cuál será la prueba ese día y si, en realidad, el verdadero éxito depende de lo lejos que deseemos

(Publicado en su primera versión en la revista cultural "El Desembarco" , Noviembre 2006)

Publicado por Puzzle a las 12:33
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domingo, 3 de septiembre de 2006


En noches como esta, tiene un sudor tan pegajoso y dulce que podrían hacerse caramelos con él. Es una especie de sopa en las sábanas, se revuelve y no concilia el sueño. Recuerda entonces a aquella chica de las tetas de plástico que le olisqueaba el pecho y las axilas, se acurrucaba como una bola de brazos cálidos y le decía cosas del tipo: me gusta tu olor. Luego se ponía con el culo en pompa y se dejaba hacer. De ella destacaría su colección de tangas de estampados felinos y la constelación de lunares que le nacían en el ombligo. Eso y en todo caso, la facilidad que tenía para sacarle de quicio.

Decide que para conciliar el sueño se podría masturbar un rato pero enseguida se aburre y no puede terminar. A ella también le gustaba su sabor, su sabor y su olor dulce y pegajoso, que le cogiera fuerte de las caderas y le dijera cosas sucias al oído. Cosas sucias alternadas con cosas delicadas. Un día ella se cansó y dejó de ver en él todo lo que antes le parecía exquisito e interesante. En realidad, lo que ocurrió es que lo que al principio le atrajo de manera poderosa, luego le produjo un rechazo infinito. Hay que joderse.

Cae en un letargo suave, está empapado en una sopa dulce que sabe bien. Piensa en lo de casi siempre, lejos de preocuparse o asustarse, se tranquiliza, porque en cierto modo sabe que vendrán otras mujeres que le dejarán en la mesita de noche, los mismos reproches, la misma vieja y conocida sensación de haber vivido aquello una y mil veces.

Publicado por Puzzle a las 5:25
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sábado, 12 de agosto de 2006




Todo lo que puedo decir es que te hacía dibujos en servilletas de papel (yo, que nunca supe dibujar nada) y que te hice llorar en Nochevieja. Puedo verlo ahora que hace tiempo que dejaste de creer en nuestra casa de paredes de cristal, cuando me brotaban los delirios de la boca y a ti los sueños del ombligo, ¿recuerdas?, quería ser arquitecto de construcciones imposibles, tú una abogada famosa. Buscábamos escondites para estar juntos, hasta que una noche tu señor padre (con sus dos cojones y la pistola reglamentaria) me amenazó con volarme la tapa de los sesos si te seguía viendo. Quisiste dejar la ciudad, ir a cualquier lugar con tal de no estar buscando madrigueras a cada rato, puede que a Barcelona, un cabo primero te hizo compañía en la cafetería de la estación protegiéndote de las miradas sucias y los corazones calientes, hasta que perdió el tren por esperarte. Luego os mandasteis algunas cartas y nunca más se supo.

Me jodía que te gustara David. David era mucho más guapo, se sentaba en la primera fila y os tenía locas a todas, además era mucho más golfo. Él también te hubiera roto el corazón. El problema es que yo reincidía, te hacía dibujos en servilletas de papel y te hacía llorar en Nochevieja todo el tiempo. Aún así apareciste un año después en el portal, con dos copas y un mini de cava para brindar por tiempos mejores, ahí fue cuando supe que seguías siendo noble a pesar de mí.

Nos volvimos a ver años después en el Carrefour a la salida del trabajo, en Gran vía paseando a Greta, en algunos restaurantes de la ciudad, en tantos sitios, siempre volviéndome la cara, haciendo como que no me veías y a lo mejor no viéndome, incapaz de reconocer a la persona que había sido y en la que me transformé con el tiempo.

No hace mucho, en la fiesta del manager que decía que nunca se iba a casar pero que al final se casó, alguien me dio tu número. Lo guardé en una bolita de servilleta. Ten cuidado -me dijeron- ahora es madre y esposa, le va bien, es feliz. Estaba eufórico de noche, lo admito, me quedé con la mirada perdida en las luces de color, viendo nuestra historia en diapositivas, tú saltando de alegría en el sofá y devorando una bolsa de patatas fritas, escribiendo un libro que hablaba de nosotros o simplemente cuidando lo que teníamos, sintiéndote orgullosa de nuestra casita de cristal, esa que nunca llegamos a levantar.

Desde entonces, siempre te pongo como ejemplo, un ejemplo triste: la única mujer a la que le volé el corazón y con la que nunca tuve la delicadeza, ni siquiera, de preguntar en cuántos pedazos.


(Publicado en la revista cultural "El Desembarco" , Octubre 2006)

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martes, 1 de agosto de 2006




Dormía en la cama donde siempre había dormido con su mujer. Seguía ocupando el lado izquierdo del colchón, como si la mujer ocupara el derecho. La verdad es que, a pesar de estar muerta, de alguna manera todavía lo ocupaba, porque todas las noches, quizás en sueños, lloraba a su lado, lo acariciaba, le decía que era desdichada sin él y que lo esperaba ansiosamente.

O si no, decía:
-No olvides que tu mujer te espera. Abro los brazos para recibirte.
Y también:
-Morir no es horrible; lo horrible es estar separados. No tardes.

Después de mucho tiempo llegó el día en que el viudo conoció en un club a una muchacha. Esta lo acompañó a su casa y se quedó a vivir con él. La primera medida que tomó la muchacha fue cambiar el viejo colchón por uno nuevo. La muerta no persistió en sus visitas.

(Adolfo Bioy Casares)

Publicado por Puzzle a las 16:59
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miércoles, 26 de julio de 2006




Siempre quise recibir los aplausos de niños y mayores, dejarlos boquiabiertos a todos y tener mi propio espectáculo de magia, mis propias partenaires (imagino una delicada Marta Cibelina y una hermosa Rex Canela) y un ayudante de escena disciplinado, quizás un Gigante Blanco de Bouscat.

Todo comenzó a tomar forma cuando me di cuenta que lo de salir de la chistera no era suficiente para que consideraran llevarme con ellos a los mejores viajes. Era evidente que mis intervenciones sólo tenían cabida en espectáculos de alcance menor, y de ese modo decidí ampliar algunos conocimientos mágicos por mi cuenta. El jefe no lo sabe pero, cuando me dejaban a solas entre bambalinas, aprovechaba para aprender poco a poco a zafarme de la jaula, perfeccionando primero y dominando después las técnicas más complicadas del noble arte del escapismo.

He leído (incluso confieso que he devorado) las páginas de los mejores libros de magia de escena así como cualquier cosa que caía entre mis patitas y tenía que ver con el asunto: suscripciones a revistas especializadas, entrevistas a ilusionistas de uno y otro lado del planeta, reportajes de congresos nacionales e internacionales. Perdí mucho pelo y pasé noches enteras en vela intentando asimilar los nuevos y fascinantes conocimientos.

Ahora puedo decir que estoy preparado para realizar los más maravillosos efectos de ilusionismo de alta competición. Soy capaz, entre otras cosas, de levitar sobre la hierba humedecida por el rocío de la mañana, manipular ramilletes de tréboles frescos y teletransportarme de una madriguera a otra reapareciendo después en lo alto de alguna ermita abandonada. Estocolmo será, sin duda alguna, mi lanzamiento definitivo al estrellato y quedarán atrás los días de salir de la chistera y trabajar para otro.

Tendré mi propia maletita de mago y un trajecito de gala a medida (con pajarita y todo) para recibir los aplausos y los premios. Tendré eso y ropa de temporada para el viajecito a Los Alpes del año que viene. Que ya les vale, dejarme olvidado la vez aquella, con la ilusión que me hacía.

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jueves, 20 de julio de 2006




Aprendí a olvidar todo lo que tenía que ver de una manera o de otra contigo en cuanto alcancé a comprender todo lo que habías roto. Primero fue un silencio roto, después nuestra complicidad de juguete, aquella tarde que llené tu alcoba de globos de colores y no te gustó nada.

Luego sería un manojo de verdades rotas, algunos pedazos de papel y las cartas en papel malva, mi orgullo herido –y roto- la lealtad y mi confianza entera, todo roto. Pequeños objetos y detalles cotidianos: una entrada de teatro o para la filmoteca, la carátula de un disco antiguo de Serrat, las zapatillas de estar por casa, unos labios resecos, tu fragilidad y la puerta desvencijada a patadas que nunca más volveríamos a abrir. Todo roto y orbitando a tu alrededor como diminutos satélites fuera de todo orden.

El día que quisiste volver con aquella cajita en las manos llena de fragmentos rotos y un botecito de cola de contacto, te hubiera ayudado a recomponer las piezas. Pero no hubo forma de encajar ninguna.

(Ilustración: © Nicoletta Ceccoli)

Publicado por Puzzle a las 23:59
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viernes, 14 de julio de 2006



Todo iba bien. Nos queríamos de manera desmedida desde el primer instante, hacíamos el amor con la ferocidad de los hambrientos y nunca faltaron aquellas cajitas de música en las que guardaba alguna sonrisa recién horneada que hacía aparecer como un ilusionista intrépido. Todo el mundo estaría de acuerdo en afirmar que nuestra vida era un circo de tres pistas. Los demás iban asistiendo a las funciones, aplaudían y vitoreaban cada una de nuestras piruetas, admiraban aquella naturalidad tan nuestra de ser dos tan distintos pero tan bien ensamblados.

Enumerábamos las cosas que creíamos ser y que a lo mejor éramos: ...un castillo de Lego, un rompecabezas de dos piezas, un par de zapatos de charol... y toda la pista para nosotros. Nuestra favorita -la central- era la más grande y luminosa y allí caímos rendidos de tanto bailar bajo las luces que bañaban nuestras vidas como una cascada feliz.

Un balancín y un carrusel, dos caballitos de mar, ahora me domas tú ahora te domo yo. Y luego los aplausos y las reverencias bajo la lluvia de confeti. Nos quitábamos el sudor y volvíamos a empezar. Nunca nos hizo falta nada más.

Llegó el día en que empezó a germinar la idea de un nuevo número distinto a los demás, el más difícil todavía, al principio pensé en un triple salto mortal o en salir proyectados desde un cañón gigante. Dos proyectiles enamorados. Una dama y un alfil, un director de orquesta y una violinista rusa. Apenas hubo tiempo para ensayar la función, apareció en el centro de la pista con un anillo y una sonrisa de satisfacción casi indecente. Le tendí la mano improvisando algún movimiento grácil y quedé a la espera, con un gesto suyo de encantador terrible el anillo aumentó de tamaño, se escucharon algunas exclamaciones de asombro en la pista, entre ellas la mía, me detuve como un colibrí a punto de cambiar de dirección en el aire, un lanzallamas y una niña con trenzas infinitas, para entonces el anillo se estaba transformando en un gran aro metálico y la gente pataleaba en el suelo de tabla a modo de bramido hostil, por un momento (sólo por un momento) creí ver de nuevo su mirada-cervatillo, pero se desdibujó por completo y enseguida fuimos simplemente una mujer vestida de blanco y un completo desconocido en chaqué. Una serpiente y un ratón.

Hizo restallar las diez puntas de su azote y con una graciosa voltereta atravesé para siempre el grillete de metal.

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lunes, 26 de junio de 2006




Hagamos un experimento. Usted se encuentra desnudo y privado de toda visión (le hemos colocado un antifaz) sobre un gran colchón en el centro exacto de una habitación bien iluminada y acogedora. Le acompañan tres mujeres también desnudas y abiertas, abiertas sin duda como un océano que se navega en muy raras ocasiones, un océano privilegiado. Usted, por supuesto, no puede ver a esas mujeres y viceversa.

Ninguna de ellas lleva perfume alguno, en general nada que pueda ayudar a su reconocimiento. Lo único que se le permite saber acerca de sus acompañantes es que la primera tiene nombre de huracán, la segunda bien podría ser una de sus muchas amantes despechadas y la tercera es su mujer. El orden, por supuesto, es arbitrario. Las tres harán exactamente lo mismo: se sentarán durante apenas un instante sobre su cabeza encajando el sexo sobre su cara. Tendrá que adivinar mediante el sentido del gusto quién de ellas es su esposa. Se le permite como única excepción acariciar una sola vez los pechos de la mujer que usted considere acertada y por tanto única.

Si acierta, la mujer que ama recuperará la fe perdida en usted, rechazará posibles amantes venideros -ninguna mujer en su sano juicio sería infiel al hombre que es capaz de conocer mejor que nadie su sabor secreto- y volverán a sentirse como la primera vez que se degustaron mutuamente.

Si falla, su mujer pasará a ocupar una habitación contigua en la que sobre un gran colchón situado en el centro exacto de la estancia, esperarán tres hombres desnudos y privados de toda visión y cuyo único rasgo en común es que hace mucho tiempo que no navegan.

(Fotografía: © Dominic Rouse)

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miércoles, 21 de junio de 2006




Escribía todo el tiempo para no tener que decir nada que no hubiera brotado antes de la punta de sus dedos, escribía para encontrarse, para escapar de las tormentas y los tsunamis del alma aturdida, escribía para explicar cosas que de otra manera no tenían sentido porque sólo mirándolas desde la distancia tomaban formas caprichosas que se acercaban a la verdad, formas de caballito de mar o de telas entretejidas por manos delicadas y orientales -que al caso venían a ser lo mismo-, escribía para escapar de los injustos y los cobardes, para olvidar antiguos amores que no serían de otra materia sino de papel, amores que volvían de vez en cuando en forma de un mal sueño o de un recuerdo borroso. Escribía para zafarse de noches tan largas como estelas de aviones que nunca aterrizan, siguiendo aquella voz interior que le gritaba por dentro y que decía ser de tarde en tarde la voz del mismo Parménides. Escribía para romperse en otros como él y en otros totalmente distintos, para vomitar palabras que hablaban de todo aquello que le robaba la luz y la mirada de niño, palabras esparcidas como esporas tristes, palabras que nunca hubiera podido escupir de mejor modo que no fuera ese.

Tanto escribía que dejó de necesitar hablar, descubriendo que de ese modo, nadie jamás envilecería sus palabras dichas (y no las escritas) puesto que lo escrito siempre resultaría puro y hermoso y lo dicho podría ser malinterpretado o puesto en juicio. Escribía, por tanto, para no perder la fe, para seguir creyendo en algo más grande que todo lo conocido y todo lo venidero. Tanto escribía y de forma tal que empaquetó cada una de sus palabras en un par de maletas, doblándolas con cuidado como si fueran camisas de seda y ese fue todo su equipaje. Sucedió de forma tal, que terminó por perder la voz y enmudeció para siempre, transformándose en alguien que sólo quiso escribir.

(Ilustración: © Claudia Moya)

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lunes, 19 de junio de 2006




En Estocolmo no hay tréboles, hay otras cosas: hay museos y tiendas, un acuario, líneas de autobuses, metro, zoo y muchas islas, hay un salón azul donde entregan unos premios, pero nada de tréboles, y yo me estoy viendo venir lo de la otra vez, cuando se fueron a los Alpes y me dejaron en casa, con las orejas gachas y luego pretenden que salga de la chistera con la misma cara feliz de todas las tardes, mientras pasan los días y ellos ensayan sus bailes y sus gestos elegantes, la manera de recibir los aplausos, sus amplias sonrisas y sus milagros, creo que esta vez irán en avión, esa es la otra excusa, que no hay tréboles y que no se admiten conejos en los aviones, pues que vayan pensando en otro Manolo, porque creo mi último número será bien pronto, desapareciendo entre el backstage (dichosa palabrita) o camuflado entre los peluches del carromato de tiro al blanco, y todo porque en Estocolmo no hay tréboles, hay un Campeonato del Mundo de Ilusionismo, y ya está casi todo preparado, todo menos mi caja de transporte y mi billete, sí -ya sé- no se admiten conejos en los aviones, bailarinas sí, conejos no.

Nota: Si quieres saber cómo es el rostro del único mago capaz de viajar a Los Alpes sin su conejo, esta tarde en Aragón Televisión a partir de las 18:30. Prometo mordisquear todos los mandos a distancia.

(Garabatos: © Cecilia Varela)

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domingo, 21 de mayo de 2006


Nubes

Me leyeron tu vida en mis manos, aprovechando el rastro de las últimas caricias que dejaste olvidadas antes de marcharte al congreso aquel de Buscadores de Tesoros. Luego nunca más se supo. Alguien me dijo que habías encontrando un trébol de cuatro hojas, una caja de Pandora y alguien que te susurrara al oído cada cinco minutos lo bonita que estabas con tu vestidito y tu canesú.

Gasté mi última pregunta en querer saber si te iría bien: las líneas de mis manos tristes hablaron de edenes y de constelaciones con tu nombre, decían que llegarías lejos, tan lejos como para vivir en tu nube y no querer bajar al mundo otra vez, todos te echarían tanto de menos que les resultaría insoportable vivir sin tu risa fácil, esa que olvidaste en el cuarto de los secretos donde solías esconderte cuando todo se ponía feo y te entraban los miedos por debajo de la falda. Ya por aquel entonces acostumbrabas a decir que algún día crecerías y te harías grande, que dejarías de llorar por tonterías y aprenderías las lecciones más importantes. No dejabas de repetir lo distante que estaba todo lo que querías alcanzar y que tarde o temprano lo atraparías con tu cazamariposas azul.

Y tenías razón, toda la razón del mundo, aprendiste las lecciones, el hombre que vendía prismáticos en la plaza se hizo millonario, yo guardo los míos en un cajón - uno de ellos con visión nocturna- para poder mirarte en tu nube, ahora que sé que cuando lloras llueve a mares y que el cielo no resultó lo bastante lejano para ti.

(Ilustración: © Cecilia Varela)

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domingo, 14 de mayo de 2006




Con lo que pasa es nosotras exaltante. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente lanzado Cañaveral americanos Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.

(Julio Cortázar)

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lunes, 8 de mayo de 2006


Lo único que realmente importa en la vida es mantener un trozo de cielo azul sobre nuestras cabezas, aunque luego vengan los aviones y lo emborronen todo con sus estelas, aviones que vienen de lejos, de muy lejos, y se entremezclan con las nubes, sobrevuelan alguna playa -digamos australiana- naciendo de sus entrañas cuerpos nubosos tan grandes como un país o como un amor que no se olvida, y entonces miramos, nos preguntamos en voz alta qué será de los ocupantes de las aeronaves, imaginamos que se cogen de la mano antes de elevarse, o que dicen algunas oraciones cuando el comandante anuncia que se agotaron las bebidas alcohólicas y que las azafatas ya no harán el amor en los lavabos, siempre con la mirada y el corazón orientados hacia algún lugar, hacia algún destino, ajustando el cinturón y los asientos en posición vertical, ojeando alguna novela, alguna de las obras maestras, una de Proust por ejemplo, esa en la que dice que lo único que realmente importa en la vida es mantener un trozo de cielo azul sobre nuestras cabezas y entonces pensar que debería ser algo más -ya sabes- la vida o lo que nos contaron que era la vida: saborear algunas derrotas, superar adicciones que nunca debimos tener, conocer el placer de un cuerpo desconocido, ser grandes para los nuestros y dejar una estela de luz en la mesita de noche de la mujer que amamos.

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martes, 2 de mayo de 2006




No me amaba y nunca lo hubiera hecho. Acababa de fulminarme con su arrogancia de niño bien que todo lo sabe, sustentándose en alguna de sus malditas certezas, con la insolencia de alguien que nunca obtuvo una negativa por respuesta, sabiendo que era el predilecto de las doncellas, que podría señalar con el dedo a la futura madre de sus hijos y que esta le sería entregada sin remilgos, aquella a la que engañaría con otras menos selectas, aquella a la que colmaría de desdichas y maltratos, aquella que sería la elegida. A mí, y lo recalcaba con sorna, no me amaba ni me amaría. Eso dijo. Lo dijo sin levantar la mirada, soberbio y esquivo. Deletreando cada una de las negativas. Lejano como una tormenta de verano, como una galaxia a punto de disolverse. Hubiera querido encontrar un mínimo atisbo de ternura en sus palabras, un posible gesto de salvación, algo que le liberara de su destino final.

Encontraron su cuerpo con la sonrisa todavía puesta. Es lo único que no fui capaz de perdonar, su gesto complacido, su manera de rechazar mi entrega incondicional, su burla descarada. En el mismo instante en el que me prometí que no derramaría más lágrimas, le atravesé el corazón y esperé a que vinieran por mí.

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miércoles, 26 de abril de 2006


Se amontonaban las toallas limpias sobre la cama, al lado de un neceser con las pequeñas cosas de diario: el cepillo de dientes, la crema de manos y un cortauñas. Lo demás lo compraría mañana o puede que nunca. Recogería rápido, sin detenerse a ordenar la ropa interior en montoncitos iguales, sin intención alguna de remediar aquel temblor de piernas y toda esa desgana. Acarició el lomo de Greta y desdobló la nota:

"Ni contigo, amor, volveré a tener lo que tuvimos juntos"

Luego continuó deshaciéndose en pedazos mientras el grifo goteaba al fondo del pasillo.

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jueves, 20 de abril de 2006


Dile cosas bonitas a tu novia:
«Tienes un cuerpo de reloj de arena
y un alma de película de Hawks.»
Díselo muy bajito, con tus labios
pegados a su oreja, sin que nadie
pueda escuchar lo que le estás diciendo
(a saber, que sus piernas son cohetes
dirigidos al centro de la tierra,
o que sus senos son la madriguera
de un cangrejo de mar, o que su espalda
es plata viva) . Y cuando se lo crea
y comience a licuarse entre tus brazos,
no dudes ni un segundo:
bébetela.

(Luis Alberto de Cuenca)

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sábado, 15 de abril de 2006




Vivo en una tele extraña,
habitada por escritores de noticias
que recorren los pasillos arriba y abajo
”plumillas” -que diría alguien-
parecen tener prisa
y preocupaciones mayores
(alguien apresó
las máquinas de escribir,
las estilográficas Parker,
y en su lugar los ladrones
dejaron instrucciones precisas
acerca de cómo emplear
Times New Roman tamaño doce
sin que se rompa el mundo
ni la fotocopiadora)
Antes del noticiario
-Segunda Edición-
ajustan sus corbatas
y ensayan la sonrisa,
todo para que puedas
sintonizarlos cada día
en un horario incierto,
en una tele extraña.

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domingo, 9 de abril de 2006



Jacobo Fuentes es contrabajista en un cuarteto de jazz. Le acompañan cada noche un batería borracho, un pianista con nueve dedos (el que falta lo perdió en una apuesta) y un saxofonista con anticuerpos. En realidad lo único cierto en la vida de Jacobo es su apellido: Fuentes, porque le brotan las corcheas del mástil como si fueran chorros de esperma musical. Su nota favorita es la redonda, le gusta creer que las cosas tienen nombres generalmente acertados y que la redonda –por tanto- se llama redonda por algún motivo filosófico que relaciona el concepto de verdad con la esfericidad de las formas (la bien redondeada forma de la verdad) y de los senos. Jacobo habla poco y las pocas veces que habla suele decir que los senos son redondos como verdades y que cuanto más redondos son, más verdad descansa en ellos. Jacobo toca el contrabajo porque aprendió enseguida a distinguir que el sonido que emitía aquel instrumento era como el lamento de un animal marino que llora, un bramido triste y pesado. Tiene, además, gastadas las yemas de los dedos de tanto acariciar pechos fríos y pequeños como piedras lunares.

El caso es que si investigamos más en la vida de Jacobo (porteño y amante de los gnoquis y el bifé) resulta que es amigo de emplear cosas sin cosas, o cosos sin cosos que es como a muchos argentinos les gusta decir a las cosas de modo genérico, así que Jacobo toma el café sin azúcar, alimentos que no saben a nada y lee libros (más bien los ojea) sin contenido alguno que por otra parte nunca logra entender. Además le gustan las mujeres sin sexo o sin senos, lo que viene a significar que tienen pechos diminutos o el sexo cerrado como un pistacho.

Antes de las actuaciones toma bourbon, rememora o tararea temas de Pastorius y acostumbra a tener sexo en su camastro de la pensión de Gran Vía con dos gemelas tristes también con sexo de pistacho. Es su rito particular, luego es capaz de tocar cada noche horas y horas pensando en esas mujeres lánguidas. Por eso cuando Jacobo hace llorar su contrabajo, lo hace al tiempo que piensa en mujeres sin sexo, mujeres de senos diminutos pero redondos como verdades, mujeres de catre y hostal, mujeres para ser retratadas en blanco y negro cuando suena alguna tonada triste, melodías agónicas que se le escapan de los dedos (dedos gastados por el tiempo, dedos sin yemas de tanto acariciar mujeres pistacho y las cuerdas de su contrabajo), dedos que chasquea de vez en cuando para marcar el compás o para señalar el comienzo de un solo interminable, y mientras tanto el público entregado en un silencio respetuoso, quieto, estremeciéndose de tal modo con las semicorcheas tristes de Jacobo que ya no son capaces de levantarse de nuevo de sus asientos ni de sus propias vidas.

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lunes, 3 de abril de 2006


Te visitan en la hora más oscura todos tus amores perdidos. El camino de tierra que conducía al manicomio se despliega otra vez como los ojos de Edna Lieberman, como sólo podían sus ojos elevarse por encima de las ciudades y brillar. Y brillan nuevamente para ti los ojos de Edna detrás del aro de fuego que antes era el camino de tierra, la senda que recorriste de noche, ida y vuelta, una y otra vez, buscándola o acaso buscando tu sombra. Y despiertas silenciosamente y los ojos de Edna están allí. Entre la luna y el aro de fuego, leyendo a sus poetas mexicanos favoritos. ¿Y a Gilberto Owen, lo has leído?, dicen tus labios sin sonido, dice tu respiración y tu sangre que circula como la luz de un faro. Pero son sus ojos el faro que atraviesa tu silencio.

Sus ojos que son como el libro de geografía ideal: los mapas de la pesadilla pura. Y tu sangre ilumina los estantes con libros, las sillas con libros, el suelo lleno de libros apilados. Pero los ojos de Edna sólo te buscan a ti. Sus ojos son el libro más buscado. Demasiado tarde lo has entendido, pero no importa. En el sueño vuelves a estrechar sus manos y ya no pides nada.

(Roberto Bolaño)

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jueves, 23 de marzo de 2006


Sara te vuelve la cara. Siempre lo hace. Recuerdo perfectamente la última noche, en un pequeño restaurante no muy lejos del Teatro Principal: todas las cabezas se volvían como gárgolas al acecho para mirar las piernas infinitas de tu acompañante -menuda hembra- , teníamos que andar de puntillas para estar a su altura, pero a ella no le importaba, al fin y al cabo estaba allí por ti, por nosotros y aunque parecía una Atenea recién salida de la cabeza de Zeus, no dejaba de resultar familiar y cercana, como una prima segunda a la que observas apetecible y con la que tienes algún affair de verano.

Todos menos Sara, que siempre anda volviéndote la cara, o cruzándose de acera o leyéndote a escondidas desde su mesita de despacho universitario. Sabes que ella en realidad miraba y que se cruzaron por un instante las líneas de visión y de tiempo, luego giró su rostro de facciones suaves, pudiste apreciar la mueca, el disimulo, el gesto contraído. Podías haber pasado perfectamente por su lado sin decir nada, pero le rozaste el hombro y saludaste casi en un susurro. –No te había visto- dijo, -la miraba a ella, creí reconocer a alguien conocido-, después continuó como si nada, Sara distante, Sara sorprendida, Sara que no olvida y se revuelve por dentro, como una adolescente frágil que no entiende de dónde viene el dolor. Sara mujer y Sara madre, Sara esposa. Todas las Saras en una y todas volviendo la cara. Todas negándote, negándonos a los dos, pero sobre todo a ti que soy yo.

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viernes, 17 de marzo de 2006


A veces ella es una bolsa que cuelga de una silla de ruedas,
una bolsa pequeña y desplegada,
queriendo caer,
que quiere celosamente caer
luego, alguna tarde
es una luz o un cometa
con una pulsera o un reloj nuevo
-regalo de cumpleaños-
también es un olvido,
un temblor,
una maceta descuidada
a la que puedes hablarle de cómo te ha ido el día
una ausencia que llora y te mira
que piensa que la vida no debería ser esto,
¿cómo puede ser esto?
lo más parecido a un mal sueño,
aunque cada vez importa menos
porque a ella se le están encharcando los pulmones
y a mí se me escapa la pena por los ojos
cuando me confunde con otra persona
una persona que nunca fui
pero yo le digo que soy esa persona
para que no se sienta más extraña aún
y le ajusto un poco la posición de la manta
mientras me dice cosas que a veces tienen cierto sentido
pero sólo a veces,
el resto del tiempo,
la bolsa se hunde despacio
y yo le tiendo la mano para que no se suelte.

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domingo, 12 de marzo de 2006


Necesita mirar las cosas con más detenimiento, encontrar el pulsador de la máquina del tiempo y congelar la historia (su historia) por un instante. Precisa encontrar tiempo para leer, tiempo para escribir, para todas esas cosas que le dan la vida y que está aprendiendo a olvidar -algo a lo que no debería acostumbrarse- tiempo para encontrarse en el espejo al final del día y mirarse las manos sin que le parezcan dos pájaros derrotados, dos malos presagios, dos historias bien distintas con finales diferentes.

Publicado por Puzzle a las 21:19
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miércoles, 1 de marzo de 2006




En la escuela nos dijeron que la jirafa es el animal más entrometido que existe y que por eso tiene el cuello tan largo: de tanto estirarlo para ver más allá de las nubes y las estrellas. Las jirafas, que normalmente son de género femenino (¿acaso alguien vio alguna vez un jirafo?) se enamoran de camellos o de dromedarios (género masculino) que son particularmente serios y responsables, pero muy galantes y bonachones. Además, los camellos siempre están comiendo chicle, sobre todo cuando los fotografías.

Julieta espera desconsolada a que vuelva Zacarías, que siempre está trabajando mucho dando paseos a los turistas que visitan el desierto o repartiendo los regalos de los Reyes Magos. Julieta se entretiene tejiendo bufandas o escuchando boleros, aunque lo que más le gusta hacer es jugar con sus amigas a camuflarse entre las enramadas y ponerse guapa retocando las manchas de su cuerpo con nuevos diseños. Lo más curioso de todo es que, a causa de su largo cuello, la cabeza y el corazón están tan lejos que los sentimientos le llegan con media hora de retraso con respecto a los pensamientos.

Cuando cae la noche y no puede dormir, suele esperar subida en lo alto de una torre, porque una vez escuchó que las enamoradas siempre tienen que esperar la llegada de su galancito en sitios altos y cercanos al cielo, eso incluye también a la jirafa, aunque sea el animal más alto de todos y no necesite escaleras ni ascensores. Julieta está triste porque echa terriblemente de menos a Zacarías, que anda haciendo horas-extra transportando exploradores en la Gran Sabana, que es como un mundo perdido dentro de otro mundo perdido y así hasta que alguien lo encuentre.

Julieta llora y llora, a veces deprisa, a veces a cámara lenta, a veces se duerme y a veces descansa -siempre de pie- pero sigue llorando incluso en sueños, y las acacias (que se han quedado sin hojas porque se las comió todas Julieta) se despiertan sorprendidas y se preguntan unas a otras qué está pasando, -¡Está lloviendo! ¡Está lloviendo!- y extienden sus ramas como si fueran manos que quieren acariciar a Julieta. Pero no es lluvia, no es lluvia, son las lágrimas de Julieta que está muy preocupada porque Zacarías olvidó la bufanda y con la edad se está volviendo muy friolero.

Ilustración: © Cecilia Varela

Publicado por Puzzle a las 23:50
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martes, 21 de febrero de 2006


Salimos del amor
como de una catástrofe aérea
Habíamos perdido la ropa
los papeles
a mí me faltaba un diente
y a ti la noción del tiempo
¿Era un año largo como un siglo
o un siglo corto como un día?
Por los muebles
por la casa
despojos rotos:
vasos fotos libros deshojados
Éramos los sobrevivientes
de un derrumbe
de un volcán
de las aguas arrebatadas
y nos despedimos con la vaga sensación
de haber sobrevivido
aunque no sabíamos para qué.

(Cristina Peri Rossi)

Publicado por Puzzle a las 1:29
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jueves, 16 de febrero de 2006




Al finalizar el último round, los cuerpos seguían temblando y emanaban olor a macho y a hembra, también sonaban a bolsas de huesos rotos pero se veían hermosos en su agotamiento, en toda la extensión de la palabra rendición. Luego se recorrían la espalda, a veces sólo con las puntas de los dedos, como si diera miedo la electricidad, otras, se servían de sus bocas ávidas de sal y de sabores agridulces. Así hasta que ella se desplomaba de gusto sobre sus pechos llenos como cántaros. Claro que él no contaba con encontrarse al final de aquel tobogán de mujer, justo donde empezaba la cadera, una pequeña abertura de la que asomaba una extensión de cable fino y alargado. Siguió el cable con la mirada, salía de sus lumbares y caía a lo largo de la almohada. Un cable que nacía o aparecía del interior de una ánfora moldeada con las manos y que descendía hasta los pies de la mesita de noche, esquivaba al bueno de Faycan y abandonaba la estancia reptando como una triste inquietud.

¿Cómo podía ser que no hubiera reparado antes en algo así? Tan seguro como estaba de conocer el trazado sinuoso de aquel continente, saltó de la cama, quedó flotando sobre el cuerpo de mujer una pregunta en el aire y una nube de tabaco rubio, dobló el quicio de la puerta persiguiendo el cable, el extremo final de ella que escapaba fuera de la habitación y finalmente se encontró con una clavija culminando el extremo del cable: un enchufe en la pared era el final del trayecto, así que no pudo menos que dejarse llevar por la inercia, lanzó dos tirones secos hasta que soltó el conector y ella se apagó en un ronroneo lánguido y lejano.

Publicado por Puzzle a las 23:00
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viernes, 3 de febrero de 2006


Ten cuidado, amor, ahí afuera. Hace frío y el invierno vino con un brazalete de promesas que saltaron en pedazos contra el suelo. El ciprés me parece ahora tan poquita cosa, como un niño triste que no quiere contemplar cómo te alejas. No corras, no hay prisa, la carretera es peligrosa: una Mamba negra que acaba de morder de rabia un cuello roto por tu ausencia. Te vas con él, luego te robará la risa debajo de un Post-It gigante colgado de la fachada del Banco de España, donde alguien dejó anotada la lista de la compra o un practica el sexo todos los días.

Debería haberte dicho tantas cosas y sin embargo dije las que no debía, las menos apropiadas, como por ejemplo que estoy celoso. He probado algunas estrategias: poner cara de actor de comedia y encaramarme a tus pechos, al menos así te hago reír, después, hacerte arrumacos hasta que nos reblandecemos como masa de hornear en el sofá, a ver si con esas te acuerdas de nosotros dos jugando a ser nosotros dos y te vuelven las ganas de mí y de apetecernos tanto.

Publicado por Puzzle a las 12:36
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martes, 31 de enero de 2006




También era así, con todo lo que te gustaba y lo que no, pensando siempre en las cosas, dándole vueltas a todo, como un molinillo de papel de celofán atrapado en alguna tempestad, aunque luego nos dijeron que la culpa la tuvo el niño aquel que pensaba tanto y jugaba al ajedrez, tanto pensaba que se fue transformando poco a poco en un caballito de plomo y luego sólo en plomo y más tarde en nada.

No pienses tanto, no pienses de más, eso decías, y yo que seguía pensando y mirando al cielo, viendo cómo pasaban los aviones mientras te escuchaba hablar del equipaje que facturaste la última vez, cuando necesitabas irte lejos, para echar algo de menos o para tener la sensación de regresar a alguna parte, aunque por aquel entonces me dijeras que de toda tu valija yo tenía el lugar más preciado, y volviste y no trajiste nada, tan sólo las manos vacías y esa mueca extraña, tiritando en la terminal y una postal sorpresa que compraste a última hora, antes de facturar y tomar el camino a casa, luego tu risa nerviosa como un eco y más tarde tú, estallando de pena porque querías volver a marcharte lejos, llorando en el taxi, rodeada por una constelación de gente sola, desdibujando la felicidad que creíamos tener pero que nunca tuvimos, ni valija, ni sitios a los que volver, ni nada, sólo nosotros cruzando Manhattan sobrecogidos, también así, con todo lo que no nos gustaba pero que tanto añorábamos cada vez que embarcabas hacia ninguna parte.

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miércoles, 25 de enero de 2006




Parecía que se detenía, el tiempo en primer lugar y todo lo demás después. Y se detenía, claro que se detenía. Recuerdo con claridad la intención de saltar y luego saltar, aunque de tarde en tarde las intenciones se quedaban sólo en eso: en intenciones. Luego alguien pegaba un grito y volvíamos a la realidad. Hacía el tonto hasta la hora de la merienda en la cocina de Alicia. Me gustaba de la merienda su significado de ritual casi iniciático y mojar el pan en el café con leche. Luego nos volvíamos a casa con las rodillas y la boca sucias. Qué risa nos daba.

Regresábamos al detenimiento, a tomar carrerilla y saltar desde donde fuera, hacia donde fuera, sólo por saltar, igual que cuando miraba a Alicia -sólo por mirar a Alicia- y así iban sucediendo las cosas, precipitándose y deteniéndose en el aire, como las palabras cuando se derraman desde lo alto de una verdad bien dicha, como la risa de Alicia, como la propia Alicia y aquellas luciérnagas que atrapaba para ella en tarros de cristal y que luego dejaba escapar porque le daban pena. Mucha pena. Tantas cosas que nos asustaban: la oscuridad, las tormentas, mirar debajo de la cama, el armario del desván o la idea (tan absurda entonces y tan deliciosa ahora) de crecer algún día y hacernos mayores. Claro que eso no lo pensábamos siempre.

Lo mejor era detenerse, los instantes quietos, los saltos desde cualquiera de esos lugares, el trampolín de la piscina vieja, los brazos fuertes del abuelo, el columpio que lloraba como un camello y esa manera que tenía Alicia de atravesar la habitación de puntillas diciendo que flotaba y a todos nos parecía que era exactamente eso lo que estaba ocurriendo. Nos enseñó el delicado secreto una tarde de luciérnagas: flotar, permanecer, transformar las intenciones en algo que pudiéramos palpar o acariciar para después quedarnos, aunque sólo fuera por un instante, tan elevados, tan alejados del suelo y de los miedos tontos que luego no podíamos parar de reír y nos dolía la tripa.

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viernes, 20 de enero de 2006




Javi se está enamorando de Trinity, lo dice su mujer, y eso que todos en la ciudad saben que Trinity es magia, es lo que dice Antonio, que sabe bien de lo que habla, se acaricia los bigotes y dispara un par de guiños de los suyos, tan de Antonio. Todos creen que habla así desde que volvió del master de cine en New York, pero a ellos les da igual porque Antonio es grande, muy grande. Luego está el chico que tiene sueños extraños, ahora mismo sueña con un gran tatuaje en la espalda, un tatuaje equivocado en toda la extensión de su significado y que ocupa todo su dorso blando, amorfo. En el sueño tiene que tomar pastillas para que desaparezca la carne agrietada. En el pasillo la máquina de café es de esas con bebida al gusto de café, pero que luego no es café, algunos dirían que hasta el mismo modelo. Dirían más cosas, otras cosas, es cierto que hace una semana pasó lo que ella decía que tenía que pasar, tarde o temprano -ya sabes- ese tipo de cosas que aquí no se pueden contar.

Ella pone los brazos en jarra y tuerce el gesto, se queda tan ancha diciendo cosas del tipo: chico y chica ya no trabajan juntos y entonces ya pueden saltarse ciertas normas o algo así. En el guión no termina de quedar claro, alguien ha desordenado la escaleta y algunas secuencias. Y cómo no, todos esos cables por el suelo, levantado como un tablero de ajedrez abierto en canal y los demás trabajando día y noche para que se cumplan los plazos, los malditos plazos. Eso y visitas, reuniones y encuentros, ah, claro, y desencuentros y los martes que no le terminan de convencer porque tienen algo que no sabría explicar -algo mitad verdad mitad mentirijilla que se descubre pasado un tiempo- como tampoco le convencen las naranjas ni la gente feliz que desaparece porque precisamente es feliz. Detesta no entender nada, los cambios de tiempo, por ejemplo, o los cambios extraños que se toman como un fenómeno cotidiano y normal. Pero vendrán tiempos mejores o llegarán, de otra galaxia, otros tiempos. Menos mal que Antonio reaparece, les presenta a James, recalcando la "jota" que suena a "elle" y James que les habla en idioma raro y todos se miran preguntándose cuántos años puede tener, y lo que sabe y qué se dará en el pelo. Claro, sigue pensando, ahora ya no trabajan juntos, por eso ella ha venido en su nave espacial y lo ha abducido. Nadie, o casi nadie, cree en esas cosas, pero mira, quién se lo iba a decir, a él o a Javi, que se está enamorando de Trinity, después está Antonio (el grande) con su risa y su bigote insistiendo en lo de Trinity, "es magia tíos, Trinity es magia", aunque en realidad no se llame Trinity y avisándoles luego con esa manera tan de Antonio, tan cercana pero tan distante en parte, "que nadie os enfile tíos, los periodistas son de otro mundo" y vuelve a sonreír. Qué grande el Antonio. Y de resto no entender, no saber de nada o de casi nada, ni siquiera los motivos que tiene el tiempo para cambiar.

Lo del tatuaje es un sueño y alguna otra cosa también, pero la nave espacial es verdad y ella vino en la suya con unas "Puma" rojas. Desde que no son compañeros son otra cosa, pero nadie sabría contestar con exactitud porque se prohibieron las preguntas y de aquí a nada seguro que se prohiben las respuestas, o las miradas, o simplemente ser y estar, o conjugar verbos, o quíen sabe, pero es lo que tiene ser abducido en viernes. Y mientras tanto Javi enamorándose de Trinity y luego Antonio, que nadie se extrañe, que también estuvo enamorado de Trinity o James y lo que se dará en el pelo y el chico que sueña con tatuajes en la espalda, que despierta a las siete, que observa cómo se aleja ese cuerpo planeta que recién acaba de orbitar. Pero sobre todo Trinity. Trinity y la nave espacial.

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8 desvaríos  

martes, 17 de enero de 2006




Nadie puede dudar de que las cosas recaen. Un señor se enferma y de golpe, un miércoles recae. Un lápiz en la mesa recae seguido. Las mujeres, cómo recaen. Teóricamente a nada o a nadie se le ocurriría recaer pero lo mismo está sujeto, sobre todo porque recae sin conciencia, recae como si nunca antes. Un jazmín, para dar un ejemplo perfumado. A esa blancura, ¿de dónde le viene su penosa amistad con el amarillo? El mero permanecer ya es recaída: el jazmín, entonces. Y no hablemos de las palabras, esas recayentes deplorables, ni de los buñuelos fríos, que son la recaída clavada. Contra lo que pasa se impone pacientemente la rehabilitación. En lo mas recaído hay siempre algo que pugna por rehabilitarse, en el hongo pisoteado, en el reloj sin cuerda, en los poemas de Pérez, en Pérez. Todo recayente tiene ya en sí a un rehabilitante pero el problema, para nosotros los que pensamos nuestra vida, es confuso y casi infinito. Un caracol segrega y una nube aspira; seguramente recaerán, pero una compensación ajena a ellos los rehabilita, los hace treparse poco a poco a lo mejor de sí mismos antes de la recaída inevitable. Pero nosotros, tía, ¿cómo haremos? ¿Cómo nos daremos cuenta de que hemos recaído si por la mañana estamos tan bien, tan café con leche, y no podemos medir hasta donde hemos recaído en el sueño o en la ducha? Y si sospechamos lo recayente de nuestro estado, ¿Cómo nos rehabilitaremos? Hay quienes recaen al llegar a la cima de una montaña, al terminar su obra maestra, al afeitarse sin un solo tajito; no toda recaída va de arriba abajo, porque arriba y abajo no quieren decir gran cosa cuando ya no se sabe donde se está. Probablemente Icaro creía tocar el cielo cuando se hundió en el Mar Epónimo, y Dios te libre de una zambullida tan mal preparada. Tía, ¿cómo nos rehabilitaremos?

Hay quien ha sostenido que la rehabilitación sólo es posible alterándose, pero olvido que toda recaída es una desalteración, una vuelta al barro de la culpa. Somos lo más que somos porque nos alteramos, porque salimos del barro en busca de la felicidad y la conciencia y los pies limpios. Un recayente es entonces un desalterante, de donde se sigue que nadie se rehabilita sin alterarse. Pero pretender la rehabilitación alterándose es una triste redundancia: nuestra condición es la recaída y la desalteración y a mí me parece que un recayente debería rehabilitarse de otra manera, que por lo demás ignoro. No solamente ignoro eso sino que jamás he sabido en qué momento mi tía o yo recaemos. ¿Cómo rehabilitarnos, entonces, si a lo mejor no hemos recaído todavía y la rehabilitación nos encuentra ya rehabilitados? Tía, ¿no será esa la respuesta, ahora que lo pienso? Hagamos una cosa: usted se rehabilita y yo la observo. Varios días seguidos, digamos una rehabilitación continua, usted está todo el tiempo rehabilitándose y yo la observo. O al revés, si prefiere, pero a mí me gustaría que empezara usted, porque soy modesto y buen observador. De esa manera, si yo recaigo en los intervalos de mi rehabilitación, mientras que usted no le da tiempo a la recaída y se rehabilita como en un cine continuado, al cabo de poco nuestra diferencia será enorme, usted estará tan por encima que dará gusto. Entonces yo sabré que el sistema ha funcionado y empezaré a rehabilitarme furiosamente, pondré el despertador a las tres de la mañana, suspenderé mi vida conyugal y las demás recaídas que conozco para que sólo queden las que no conozco y a lo mejor poco a poco un día estaremos otra vez juntos, tía, y será tan hermoso decir: Ahora nos vamos al centro y nos compramos un helado, el mío todo de frutilla y el de usted con chocolate y un bizcochito.

(Julio Cortázar)

Publicado por Puzzle a las 23:31
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lunes, 2 de enero de 2006




Para llegar hasta donde tú vives, suelo atravesar algunas montañas, casas de piedra, techos rojos. Un río verde me guía hasta el océano, allí habitan corales y delfines sonrientes. El viento me empuja hasta las nubes, me uno a una bandada de pájaros azules que cantan en las noches, cuando no hay luna. Luego conquisto la otra orilla, sigo caminando, piso piedras, me clavo espinas, me baño en los ríos, me alimento con manzanas. Duermo en un hostal compartido, con un noruego y una suiza (eso siempre cambia). Cocino las penas. Lloro entre días. Sigo caminando, toco a tu puerta y tú ya no estás.

(Cecilia Varela)

Publicado por Puzzle a las 23:37
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