jueves, 25 de enero de 2007




Un avión tiene nombre de ciudades o países, de poetisas o escritores importantes. A Jacobo Fuentes le gusta volar en aviones plateados cuyos nombres se parecen a “Enrique Anderson Imbert” o, mejor aún, a “Julio Cortázar”. Son nombres estupendos para esos aviones. Posiblemente existen y nunca Cortázar cuando tomaba alguno de los vuelos transoceánicos con destino a París, podía imaginar que los aviones llevarían nombres como el suyo y un tal Jacobo Fuentes viajaría en ellos. Jacobo rumbo a festivales de jazz en Montreux -o al mismo París-, Jacobo y sus pentatónicas tristes silbando a Pastorius en los baños de clase turista. Jacobo Fuentes tomando tierra en aeropuertos de capitales europeas dentro de la panza del mismísimo Julio Cortázar.

Fotografía: © Susana Salguero

Publicado por Puzzle a las 23:37
Etiquetas:

3 desvaríos  

lunes, 15 de enero de 2007




Como cada lunes, Paco el cartero, atraviesa la puerta de casa y de manera ceremoniosa, hace entrega de las cartas en forma de bolero, la misma carta escrita una y otra vez con diferentes temblores de mano, con restos de lágrimas aplastadas contra el papel en márgenes también diferentes pero con el mismo sabor amargo de las demás lágrimas. Lágrimas de mujeres despechadas y olor a perfume caro.

Paco se queda mirándome fijo, como si estuviera contemplando la sombra de una persona y no a una persona. Al principio no decía nada, qué iba a decir, pero con los días se fue arrancando con saludos melancólicos pero cada vez más cercanos, como si hubiese decidido que mi vida es aún más triste que la suya, o por lo menos igual de triste, con la salvedad de que -al menos- a él no le queda más remedio que peregrinar por las calles y las avenidas cada día en su particular entrega de facturas vencidas y propaganda comercial, y de ese modo la ciudad le regala algún tipo de esperanza o de empujón hacia un tiempo que él quiere creer que será mejor y que no tardará en llegar.

Como cada lunes le invito a pasar. Preparo café y Paco busca las tazas y el azucarero en la alacena. Coloca todo sobre la mesa mientras esperamos a que la vieja cafetera italiana, que vino con Laura y se quedó después de que ella hiciera la maleta, estornude precariamente. Permanezco sentado en el sillón orejero, con la cabeza entre las piernas como un avestruz con zapatillas de fieltro. Paco sirve un poco más de leche. Al fin y al cabo se ha convertido en mi único vínculo con el exterior. Es él quien trae las cartas de Celia, los reproches de Laura, el quejido lejano de Violeta, la infinita alegría de Silvia ahora que –finalmente- ella es feliz junto a otro hombre que de verdad la merece. Todos esos despechos en mi buzón o en las manos de Paco, cuando soy yo quien parece un bolero, quien se está transformando en alguien cada día más triste, un tipo a punto de extirparse el ombligo, si es que el ombligo puede volver a ser extirpado una segunda vez, cansado de oír la misma letanía, el rezo de todas las mujeres que he ido conociendo, obsesionadas con mi ombligo – el nunca bien ponderado ombligo- y con mi puñetera manía de tener otras vidas en esta, como si una cosa fuera incompatible con la otra. Mujeres, al fin y al cabo, que se enamoraron de lo que más tarde tendrían que despreciar.

Paco vacía el saco con las cartas sobre el canapé abatible que preside el dormitorio, como una piñata mustia a la que le duelen los palos que le acaban de dar. Conoce casi tan bien como yo el contenido de las mismas, a veces, incluso me ayuda a rasgar los sobres, aspira conmigo el perfume de todas aquellas mujeres que desde algún lugar mejor se encargan de enseñarme religiosamente que el tiempo vuelve a por mí una y otra vez, como cada lunes, y me pregunta por ellas, como Paco, que poco a poco quiso saberlo todo: quién era la más dulce, la más complaciente bajo las sábanas o quién de ellas era la portadora de la ropa interior más diminuta, de modo que una a una voy evocándolas a todas, bajo la mirada atenta de Paco, que asiente con la cabeza o dibuja alguna mueca de contrariedad que sincroniza de manera exacta con los aspavientos de mi cara que se va desencajando con cada recuerdo. Paco sabe cómo me abandonaron, cómo salieron de mi vida y cómo han ido reapareciendo en forma de carta. Al tiempo averigué que Celia reunió a todas las mujeres que habían sufrido el mismo infortunio y constituyeron más tarde una asociación de damnificadas. Desde entonces, todos los lunes, Paco me trae las cartas, las separa lealmente en la oficina para que no se mezclen en el mismo paquete de las facturas, sabe que son importantes porque no representan otra cosa sino el destino que ha sido escrito para mí - y nunca mejor dicho- por eso Paco aparta las de Celia y las de Laura, las de Silvia y las de Violeta, todas dicen lo mismo, son las portadoras de un único mensaje, un bolero epistolar que comienza a sonar en cuanto se abren las cartas y que de manera enfermiza va vistiendo la estancia de notas tristes, las voces quejosas de las mujeres que no supe cuidar, y Paco carraspeando quieto, muy quieto, escuchando las cartas, recogido en sus pensamientos y preguntándose, como cada lunes, si en vez de un bolero, para variar no podría ser un blues o un fado, entendiendo poco o más bien nada, porque no se imagina ni por asomo, que la vida al lado de según quién, sólo puede ser un bolero y no otra cosa.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Febrero 2007)

Publicado por Puzzle a las 2:50
Etiquetas: ,

3 desvaríos  

viernes, 5 de enero de 2007


Greta acostumbra a pintar estrellas y palacios orientales en noches como la de hoy, le gusta hacerlo en la madrugada del cinco al seis de Enero, pinta cuadritos y postales para el resto de los niños del hospicio. Allí es donde supo que en realidad no se llamaba Greta pero que podía bautizarse como ella quisiera, el lugar donde los mayores se inventaban las normas cada día y todo era posible, lo malo y lo peor, el sitio donde había aparecido en forma de paquete extraviado en la puerta, envuelta en papel de periódico, tiritando y de color azul, allí donde tuvo mucho tiempo –todo el tiempo- para pensar en el nombre definitivo que le fuera a juego con sus enormes pestañas estupefactas, hasta que finalmente se quedó en Greta.

Greta guardando un secreto. No deja de pintar palacios y estrellas, lo hace todo el tiempo, afila los lápices gastados y se asoma para contemplar la quietud del extrarradio. Lo hace cada noche de Reyes, espera el encuentro de todos los años sin saber muy bien qué es lo que tiene que ocurrir, como en la secuencia final de alguna película francesa, como en una canción que habla de la mujer que aguarda a un amor lejano. Greta busca en el perfil iluminado de la ciudad, en la ciudad en sí misma, en el hueco vacío que forman las manos de Nico.

Nico el protegido de Greta, su mejor amigo. Nico el niño rubio como un sol, caucasiano de ojos tártaros y salvajes, ojos que no son otra cosa que dos abismos instalados en el fondo de sus pupilas, dos acertijos oscuros desde los que nunca brota nada, un chaval que no conoce ninguna regla, que no está vacunado todavía contra la vida. Por eso es el predilecto de Greta, por eso y porque siempre le hace las preguntas más difíciles, las que no tienen respuesta. Nicolás está flaco como un hilo, Greta dice que es por comer únicamente pan, repollo y té. A Nico lo encontraron en la calle cuando acababa de cumplir los once. En esa época, acostumbraba a pedir bocadillos en los bares. Se comía la mitad y el resto lo envolvía en servilletas de papel que dejaba luego en los cubos de basura para que otros niños como él encontraran comida limpia entre los desperdicios. De todos los palacios que pinta Greta, el más bonito es siempre para Nico.

Los dos guardan el secreto, prometieron no revelarlo jamás. Siguen esperando como cada año, acechan desde la ventana mirando los coches que salen al encuentro de amores fugaces, los autobuses que no van a ninguna parte, gente que busca gente. Miran y esperan alguna señal. Depositan toda su esperanza acumulada en un vaso lleno de moscatel que dejan preparado por si acaso. Al día siguiente por la mañana encontrarán algunos regalos usados y sopa caliente en el comedor, saben que no pueden desvelar el secreto, hicieron un juramento pinchándose los pulgares con un alfiler y juntando luego sangre con sangre. Un juramento secreto para que nunca los otros chicos descubran la verdad: que los padres no existen.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Enero 2007)

Publicado por Puzzle a las 23:10
Etiquetas: ,

2 desvaríos  

lunes, 1 de enero de 2007




Con la idea instalada e inamovible en la cabeza de cambiar de una puñetera vez, la cena de fin de año fue un muestrario triste de miradas bajas al plato junto con la consabida colección de buenas intenciones, entre las que destacaba sobre las demás la de dejar de pertenecer para siempre a ese lugar, a esa rara especie en extinción. La próxima vez correría lejos, buscaría otras caras largas con muecas diferentes que explorar por vez primera, otras familias si hiciera falta, pero esa desde luego no. Tenía que elaborar un plan, tenía que empezar a prepararlo todo desde ese mismo instante para que nada de lo que estaba repitiéndose en aquel nefasto tirabuzón de tiempo volviera a suceder. Buscaría un empleo en otro país, mataría a alguien si fuera preciso con tal de no pasar otro comienzo de año en el callejón de los tristes, preferiría enjabonarle la espalda a un camionero vicioso antes que comer sopa de pescado con sabor a reproches. Se buscaría una novia danesa y se compraría un trajecito tirolés que estrenaría cada veinticinco de diciembre. Lo que fuera. El resto vendría después y se daría por añadidura. Todo iría bien. Al menos eso es lo que pensaba y de ese modo podría conciliar el sueño, porque como todo el mundo sabe, lo bueno de fijarse metas -aunque no se consigan- es que se duerme más tranquilo. Vaya usted a comparar.

Publicado por Puzzle a las 1:12
Etiquetas:

1 desvaríos  

 
>