Greta acostumbra a pintar estrellas y palacios orientales en noches como la de hoy, le gusta hacerlo en la madrugada del cinco al seis de Enero, pinta cuadritos y postales para el resto de los niños del hospicio. Allí es donde supo que en realidad no se llamaba Greta pero que podía bautizarse como ella quisiera, el lugar donde los mayores se inventaban las normas cada día y todo era posible, lo malo y lo peor, el sitio donde había aparecido en forma de paquete extraviado en la puerta, envuelta en papel de periódico, tiritando y de color azul, allí donde tuvo mucho tiempo –todo el tiempo- para pensar en el nombre definitivo que le fuera a juego con sus enormes pestañas estupefactas, hasta que finalmente se quedó en Greta.
Greta guardando un secreto. No deja de pintar palacios y estrellas, lo hace todo el tiempo, afila los lápices gastados y se asoma para contemplar la quietud del extrarradio. Lo hace cada noche de Reyes, espera el encuentro de todos los años sin saber muy bien qué es lo que tiene que ocurrir, como en la secuencia final de alguna película francesa, como en una canción que habla de la mujer que aguarda a un amor lejano. Greta busca en el perfil iluminado de la ciudad, en la ciudad en sí misma, en el hueco vacío que forman las manos de Nico.
Nico el protegido de Greta, su mejor amigo. Nico el niño rubio como un sol, caucasiano de ojos tártaros y salvajes, ojos que no son otra cosa que dos abismos instalados en el fondo de sus pupilas, dos acertijos oscuros desde los que nunca brota nada, un chaval que no conoce ninguna regla, que no está vacunado todavía contra la vida. Por eso es el predilecto de Greta, por eso y porque siempre le hace las preguntas más difíciles, las que no tienen respuesta. Nicolás está flaco como un hilo, Greta dice que es por comer únicamente pan, repollo y té. A Nico lo encontraron en la calle cuando acababa de cumplir los once. En esa época, acostumbraba a pedir bocadillos en los bares. Se comía la mitad y el resto lo envolvía en servilletas de papel que dejaba luego en los cubos de basura para que otros niños como él encontraran comida limpia entre los desperdicios. De todos los palacios que pinta Greta, el más bonito es siempre para Nico.
Los dos guardan el secreto, prometieron no revelarlo jamás. Siguen esperando como cada año, acechan desde la ventana mirando los coches que salen al encuentro de amores fugaces, los autobuses que no van a ninguna parte, gente que busca gente. Miran y esperan alguna señal. Depositan toda su esperanza acumulada en un vaso lleno de moscatel que dejan preparado por si acaso. Al día siguiente por la mañana encontrarán algunos regalos usados y sopa caliente en el comedor, saben que no pueden desvelar el secreto, hicieron un juramento pinchándose los pulgares con un alfiler y juntando luego sangre con sangre. Un juramento secreto para que nunca los otros chicos descubran la verdad: que los padres no existen.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Enero 2007)
Greta guardando un secreto. No deja de pintar palacios y estrellas, lo hace todo el tiempo, afila los lápices gastados y se asoma para contemplar la quietud del extrarradio. Lo hace cada noche de Reyes, espera el encuentro de todos los años sin saber muy bien qué es lo que tiene que ocurrir, como en la secuencia final de alguna película francesa, como en una canción que habla de la mujer que aguarda a un amor lejano. Greta busca en el perfil iluminado de la ciudad, en la ciudad en sí misma, en el hueco vacío que forman las manos de Nico.
Nico el protegido de Greta, su mejor amigo. Nico el niño rubio como un sol, caucasiano de ojos tártaros y salvajes, ojos que no son otra cosa que dos abismos instalados en el fondo de sus pupilas, dos acertijos oscuros desde los que nunca brota nada, un chaval que no conoce ninguna regla, que no está vacunado todavía contra la vida. Por eso es el predilecto de Greta, por eso y porque siempre le hace las preguntas más difíciles, las que no tienen respuesta. Nicolás está flaco como un hilo, Greta dice que es por comer únicamente pan, repollo y té. A Nico lo encontraron en la calle cuando acababa de cumplir los once. En esa época, acostumbraba a pedir bocadillos en los bares. Se comía la mitad y el resto lo envolvía en servilletas de papel que dejaba luego en los cubos de basura para que otros niños como él encontraran comida limpia entre los desperdicios. De todos los palacios que pinta Greta, el más bonito es siempre para Nico.
Los dos guardan el secreto, prometieron no revelarlo jamás. Siguen esperando como cada año, acechan desde la ventana mirando los coches que salen al encuentro de amores fugaces, los autobuses que no van a ninguna parte, gente que busca gente. Miran y esperan alguna señal. Depositan toda su esperanza acumulada en un vaso lleno de moscatel que dejan preparado por si acaso. Al día siguiente por la mañana encontrarán algunos regalos usados y sopa caliente en el comedor, saben que no pueden desvelar el secreto, hicieron un juramento pinchándose los pulgares con un alfiler y juntando luego sangre con sangre. Un juramento secreto para que nunca los otros chicos descubran la verdad: que los padres no existen.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Enero 2007)
2 desvaríos:
Nicolás no cree en los padres pero tiene esperanza,debe tenerla. un besote.
Buen relato, me ha gustado mucho.
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