jueves, 23 de diciembre de 2010


He dormido el resto de la noche sin desvelarme. Las pastillas que Clara me dio han cumplido su propósito. Sin embargo, no logro recordar ninguno de mis sueños. Mientras desayuno, busco en el prospecto los efectos secundarios. Clara, todavía con legañas en los ojos, me pregunta si he vuelto a soñar con aquella mujer, si todavía se me aparece desnuda en mitad de la noche. Le digo que no recuerdo nada, que no sé de qué mujer está hablando. Entonces, Clara sirve un poco más de zumo, mordisquea la esquina de una tostada y sonríe complacida.

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domingo, 31 de octubre de 2010


Nunca me muero en viernes. El lunes ya comienzo a ponerme un poco nervioso. Cierro los asuntos más urgentes en la oficina. No querría dejarle a Villuendas la pila de papeles y los clientes más difíciles. Así que me quedo hasta las tantas y adelanto el trabajo de toda la semana. El martes le intento explicar a Carmen que no pienso volver con ella, que quiero a mi mujer y que no sé manejar dos historias a la vez. Me preocupo por Carmen pero no como a ella le gustaría. Carmen parece que no lo entiende, no acepta mi negativa semanal. Le gusta gimotear una disculpa entre sollozo y sollozo, pero luego insiste con lo de volver. El miércoles invito a desayunar a mi padre, él lo considera una buena costumbre, sorbe el chocolate a través del hueco vacío que tiene entre dos dientes. Me pregunta por mamá, si ella está bien, si se está viendo con otro hombre. Papá siempre se come tres churros y deja dos en el plato. Me pide prestado algo de dinero. Nos despedimos con un apretón de manos y una palmada en el hombro. Conforme avanza la semana, no puedo evitarlo, estoy pendiente del teléfono, por si aquella voz desconocida vuelve a llamar para decirme que moriré otro día que no sea viernes. Pero no, lo dijo bien claro, morirás en viernes. Y colgó. El jueves es el día de mamá. Quedamos para comer un menú de esos baratos. Ella siempre llega antes que yo. Me espera en la barra mientras se toma un carajillo. No ha terminado de recuperarse de la operación de rodilla y esta semana le dan los resultados. Para no preocuparla con lo de mi muerte le digo que el domingo iré a comer a casa y que llevaré el postre. El viernes madrugo sin necesidad de despertador. Llamo entre susurros a la oficina y digo que no me encuentro bien, que no me esperen. Marisa duerme, o hace como que duerme, a mi espalda. Me doy una buena ducha y me afeito despacio. Vuelvo a meterme en la cama. A Marisa le encantan los viernes porque dice que hacemos el amor como si fuésemos a desaparecer del planeta. No tomamos precauciones porque a mí me encantaría dejarla embarazada de nuestro primer hijo. Después de remolonear un poco, hago el desayuno y pongo una lavadora. Nos ponemos cómodos en el sofá y miramos las fotos de cuando éramos jóvenes. Observo a Marisa de reojo, mientras hace algún comentario de lo flacos que estábamos y la formidable mata de pelo que sobresalía de mi cabeza. Qué guapo estabas, me dice. Saco a pasear al perro y recojo el correo del buzón. Nunca sé a qué hora se muere los viernes. Imagino que será después de la siesta. Pero no me muero y el sábado y el domingo no puedo evitar sentirme engañado. Noto que me cambia el carácter. Será la próxima semana, pienso. Aquella voz dijo que sería en viernes. Y yo le creí. Nadie te llama para decirte que vas a morir en viernes y miente. El lunes comienzo a ponerme un poco nervioso y adelanto el trabajo de toda la semana en la oficina.

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2 desvaríos  

viernes, 25 de junio de 2010


El hombre que toma capuchinos en un café tranquilo mientras lee relatos de Cortázar o de Carver, y que ya lleva tres capuchinos con sus correspondientes tres aguas minerales, sonríe de vez en cuando ante alguna frase deliciosa que le llama la atención. “Qué cabrones” piensa, “qué cabrones”. También levanta la cabeza y mira a las mujeres del café tranquilo. Se pregunta si alguna de ellas podría ser la m-u-j-e-r —con todas las letras— que pondrá patas arriba su rutinaria vida. Piensa a su vez en lo hermosa que es la palabra mujer. Se recrea en esa palabra. La paladea. Se recrea en eso y en lo cabrones que eran Cortázar y Carver. Piensa en otros cabrones que escriben y que él nunca llegará a ser así de cabrón. Quien haya leído a Cortázar, Carver o Chéjov sabe a lo que se refiere el hombre que toma capuchinos. Sin duda se refiere a algo bueno, superlativo.

Una rubia de mirada lánguida —y que se muerde las uñas— cruza el café de una punta a otra como un buen presagio. Sabe que está siendo contemplada por el hombre del capuchino que lee. Se siente incluso deseada aunque esto último es una apreciación muy particular y que no se fundamenta en nada. A veces, nuestro hombre (establezcamos por convenio llamarlo X) imagina cómo sería hacer el amor con las mujeres desconocidas con las que se cruza a diario. Lo imagina con detalle y de manera intensa. Luego olvida a esas mujeres. En general tiene una clara tendencia a olvidar las cosas.

Pese a todo, recuerda con agrado a Laura. Una de las lecciones más importantes que aprendió de ella es la de cómo echar el azúcar al capuchino sin que se derrame por los bordes: haciendo primero un huequito con la cucharilla. Ese es el secreto. Después le viene a la cabeza Natalia, la camarera que dibujaba corazones de chocolate sobre la superficie cremosa del capuchino. Un día se intercambiaron el número de teléfono. Aunque él no quería nada con ella, reconocía sentirse halagado puesto que en cierta manera, nunca o casi nunca le ocurrían cosas de ese tipo. Le ocurrían a los demás, pero a él no. Con Natalia nunca imaginó cómo sería el asunto en la cama. Eso, según X, significaba algo, aunque no sabía muy bien el qué.

X siente en ese momento que no necesita nada más para estar bien. Así está todo bien, con un capuchino, un agua mineral y algunos libros de Cortázar o de Carver. Le gustan las tardes en cafés tranquilos, a ratos lee, a ratos mira a otras mujeres y anota algunas ideas en servilletas de papel. En ese momento piensa que son ideas estupendas pero poco después cambiará de idea. Satisfecho con su tarde y consigo mismo, se levanta, paga y sale del café tranquilo. La rubia de mirada lánguida que se muerde las uñas, cruza de nuevo el café de punta a punta, pero haciendo el recorrido de vuelta, como si buscara algo o a alguien. Sea lo que sea aquello que busca ya no está. Entonces su mirada se vuelve mucho más lánguida. Tanto que se le quitan las ganas de todo y se enciende un cigarro, justo ahora que se había prometido dejar de fumar y de comerse las uñas.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2010)

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miércoles, 26 de mayo de 2010




Como quien descubre de pronto en la boca del estómago el regusto agrio de una ración extra de cuernos, aparece ante él la visión espectral de una certeza: es un perdedor. Una mala racha, que diría alguien, pero que él interpreta como el más absoluto de los fracasos. Un perdedor en toda la extensión de la palabra. Desde la “pe” hasta la “erre”. Las certezas conllevan ese tipo de argumentos inapelables: se le aparecen a uno de repente y ya no hay quien te quite la idea de la cabeza. Está convencido de eso y de la existencia de un método japonés para cada cosa —bien es sabido que los japoneses desarrollan métodos insospechados para todo: para pelar un huevo, por ejemplo, o masajear los testículos, que es casi lo mismo—. Precisamente ahora, en medio de esa gran explanada abandonada que es su certeza, contempla sin perder detalle el vidrio helado de la televisión por cable, mientras un oriental enjuto y sonriente explica el método japonés para doblar camisetas en un anuncio que se repite una y otra vez. Analiza bien los movimientos. Le sorprende la aparente facilidad con la que sucede todo, el japonés extiende la camiseta sobre la mesa, la acaricia un poco, como si quisiera prepararla para lo que viene a continuación, pinza con los dedos dos puntos invisibles de tela, cruza las manos en el aire y con un movimiento de prestidigitador, ¡zas!, la coloca de nuevo ante los espectadores, perfectamente doblada, como si acabara de sacarla de su precinto original. No hay fisuras ni pliegues que rompan la estética del conjunto. Toda la maniobra sucede en menos de cuatro segundos. El anuncio se repite esta vez a cámara lenta, desafiando la inteligencia de quien contempla el prodigio. Los subtítulos garantizan que cualquiera puede hacerlo en sus casas si le pone empeño al asunto. Pero él no. Él es un fracasado. Por eso lleva toda la tarde intentando doblar sus camisetas mientras sigue, al pie de la letra, las directrices del método japonés. En todas las ocasiones ha tenido que retocar algún pliegue o rehacerlo por completo. Ha perdido la cuenta. Considera que si no es capaz de doblar una camiseta según lo establecido por un método existente, es posible que no sea capaz de dar pie con bolo en nada. No en estos días rancios. No ahora, cuando hace justo una semana que ella se marchó con su monitor de fitness. Así que permanece sentado frente al canal de televisión por cable, mientras la desidia de los últimos días, le pellizca en el codo, le anima —insidiosa— a cambiar de emisora, no vaya a ser que en el siguiente bloque de anuncios, aparezca un tipo amarillo e igual de enjuto, que haya inventado el método japonés para dejar de estar jodido.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Octubre 2007)

Publicado por Puzzle a las 15:11
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jueves, 25 de febrero de 2010





Pero claro que sí. Claro que supe ver enseguida la ausencia de mirada en Laura justo a vuestro regreso de Santander. La no-mirada de Laura en cuanto bajó del tren. Cómo no verlo, aquel enorme vacío de agujero negro instalado en el fondo turbio de sus pupilas. Y de las tuyas, Nacho, que nos conocemos desde hace tiempo y sé que no mirar es tu manera de ensayar la estrategia del avestruz. Me pregunto si tampoco miras a Sandra cuando llegas a casa, posiblemente agotado, si ahora Laura y tú habéis conformado un extraño clan de los que sólo se miran entre sí pero a nadie más.

El clan de los que se miran.

Yo sé cómo mira Laura, o mejor debería decir, cómo acostumbraba a mirar. Te sostiene la mirada como si fuera un florete en un lance de esgrima, la dócil contemplación de Laura, siempre con interrogantes de constelación antigua. Pero eso era antes, antes del congreso de Astronomía. Antes de Santander. En cualquier caso y para que no se me malinterprete, creo que lo justo aquí es agradecerte el cambio que se ha operado en ella. Veníamos de atravesar la peor de nuestras crisis, uno de esos pasadizos estelares que lo fagocitan todo en una relación y te dejan muerto de frío. Nos habíamos convertido en dos personajes anodinos que se reconocen por los pasillos pero que duermen gravitando en el extremo opuesto de la cama. En galaxias diferentes. Y que a veces, sólo a veces, hablan de cosas triviales o hacen el amor con acostumbrada desgana. Pero entonces Laura todavía me miraba, intentaba mandarme señales luminosas con su mirada terminada en punta, casi diría que me retaba, pero no pude ni supe descifrar su llamada de auxilio.

Y ahora, ahora ella se esmera tanto; es cierto que no mira, pero se esmera tanto, Nacho. Ahí fue cuando comencé a saber. En el cuidado que Laura pone para que no me percate de nada y, por encima de todo, en la ausencia de mirada. La sonrisa de Laura permanece, ha desarrollado incluso un modelo nuevo, una resplandeciente expresión de entusiasmo adolescente, esa sonrisa blanda que dibujamos cuando estamos a punto de ser descubiertos robando un paquete de chicles en el estanco o pasando un papelito arrugado por debajo de la mesa. Quizás sea la deliciosa manera de Laura de enfrentarse al remordimiento que significa descubrir que ahora nos necesita indefectiblemente a los dos. El efecto Macbeth en Laura, para quien entregarse ferozmente, es como lavarse las manos de culpa tras cometer un crimen, que si lo piensa mucho, le parece imperdonable.

Intenté ofenderme, te aseguro que lo intenté. Contigo primero, por haber dejado de mirarme antes que nadie, sincronizado con Laura en vuestra ausencia de muñequitos autómatas de factura suiza. No sabía qué era lo que habrías hecho esta vez para que tus ojos me dieran la espalda y enterraras la cabeza en la arena. Avestruz, más que avestruz. Cierto que lo intenté con ella después, pero cuando topé con la no-mirada de Laura fue que lo supe y, como una enorme carpa de circo desinflada, me sobrevino de inmediato la certeza de lo vuestro. Decía que intenté ofenderme, patalear, rebelarme contra algo de lo que, en cierta manera, yo también era responsable. Pero me gustaba esa sonrisa esquiva de universitaria recién salida del lavabo de chicos mientras se alisa la falda. Y quiero creer que ahora Laura vuelve a ser feliz. Se pone guapa para los dos, y mira Nacho, hacía tanto que Laura no se ponía guapa para mí, que tengo que reconocer que echaba en falta las cosquillas en el fondo del estómago, la electricidad de Laura, su mirada enfrentada a su mirada en el espejo mientras repasa el perfil de sus labios y prueba mil maneras de recogerse el pelo. Desde Santander no ha vuelto a mirarme. Tú tampoco Nacho. Y es raro, porque Laura ahora se esmera más en todo. Vuelve a ser cariñosa, a entregarse con la dulzura de siempre, no vayas a pensar que se ha alejado, al contrario, comenzó a acercarse después de Santander, quizás siguiendo unas instrucciones pactadas contigo, para que no me diera cuenta -imagino que le dirías- y eso también fue indicativo de algo, porque de la noche a la mañana Laura comenzó a oler distinto, más fresca, a perfume nuevo de jabón de jacinto, a abrazarme la espalda por sorpresa en el vestíbulo, a preguntarme qué tal había ido el día y buscarme a hurtadillas bajo la cúpula celeste de nuestras sábanas, aunque todo eso sin mirarme. Es inaudito estar dentro de Laura y que no me mire. Es como quien ama a un ciego.

Conforme ha ido pasando el tiempo, el amor de Laura crece con respecto a ti y disminuye con respecto a mí. Eso también es una evidencia que acepto mansamente. Yo sé que ella lo sobrelleva redoblando sus esfuerzos conmigo. De esa manera se siente menos culpable, pero lo cierto es que lo nuestro se está transformando en un amor microscópico que continua latiendo como un guisante mustio y cansado.

Envidio vuestra historia Nacho, que en el fondo es un poco mía. Vuestra historia de hotel céntrico, los encuentros de palacio de congresos, vuestra historia de amor francés o italiano o vienés vivido en la reserva. Vuestra historia de señales convenidas y besos clandestinos y la triste complicidad de unos ojos que sólo sirven para mirarse entre sí pero a nadie más. Lo demás son cabezas gachas y sonrisas destartaladas. Vuestra historia de montaña rusa o carrusel, y lo mío con Laura un simple amor desgastado de noria triste y velocidad inalterable, de pareja que se queda colgada en lo alto de la rueda, mirando el paisaje a lo lejos para no tener que hablar de lo que pasará allá abajo, cuando regresen a la rutina. La resignación puede ser a veces esta extraña felicidad compartida. La dicha de admirar los tobillos de Laura cuando se desliza fuera de la cama. Laura poniéndose guapa para los dos, regresando al hogar después de entregarse a ti para entregarse a mí y combatir su culpa de máscara de carnaval. Y vuestra historia detrás, como telón de fondo, en un continuo gesto de adiós proscrito.

Imagino que celebraréis algún aniversario cuando lo de Santander y tampoco tengo nada que objetar.

Mientras tanto, y si te sirve de algo, seguiré inventando reuniones de trabajo para que Laura pueda encontrarse contigo bajo el aire de una justificación nueva, continuaré persiguiendo discusiones tontas y sin sentido para arrojarla a tus brazos, en un viaje sin escalas. A veces creo que ella se da cuenta de eso, y percibo que está a punto de agradecérmelo con una mirada de estrella fugaz. Pero me equivoco. Ella no ha vuelto a mirarme desde Santander, así que no me hagas mucho caso, serán cosas mías.

No te vayas a preocupar ahora por nada. Yo no podría cansarme de Laura, no te haría esa putada, si eso sucediera, sería la caricatura de Laura recortada al trasluz la que ocuparía sin remedio tu lado de la almohada y ella lloraría –lo sé- más temprano que tarde, una fina lluvia de Perseidas por todos nosotros y nuestra extraña carambola a tres bandas.

Eso sí Nacho, una cosa te digo, no vayas a cansarte de Laura, de lo contrario -y la conozco bien- Laura ya no sería Laura después de la siesta sino su sombra instalada en algún recoveco. Así que sobre todo, no te canses de Laura. No la dejes. No soy quién para decirte cómo tienes que manejar esto Nacho, pero no te canses de Laura. Persiste. Claro que yo recuperaría esa mirada suya que tanto me gusta y añoro, la de antes del congreso de Astronomía, la de los días repetidos e insulsos. Y entonces seríamos nosotros los que se miran. Y tú serías el tipo que sigue practicando la estrategia del avestruz, más que avestruz. Aunque estoy convencido que echaría de menos otras cosas. Quién sabe. Como la entrega de Laura y la abnegada dedicación cada vez que regresa de estar contigo. Si tú te cansas Nacho, Laura se abandonaría de nuevo y con ella a todos, y todos somos los tres, o los cuatro si contamos a la bendita de Sandra, que no se entera de nada, caeríamos de nuevo en los días tristes. Regresaríamos a la calma, a esa apatía laxa de tantos años de convivencia. Volveríamos a no reconocernos en los pasillos, a instalarnos en el otro extremo de la cama, cada uno en nuestra galaxia, y ya sólo sería posible localizar la posición de Laura vagando errática por la casa con ayuda de un astrolabio o un sextante.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2010)

Publicado por Puzzle a las 11:31
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