domingo, 31 de octubre de 2010


Nunca me muero en viernes. El lunes ya comienzo a ponerme un poco nervioso. Cierro los asuntos más urgentes en la oficina. No querría dejarle a Villuendas la pila de papeles y los clientes más difíciles. Así que me quedo hasta las tantas y adelanto el trabajo de toda la semana. El martes le intento explicar a Carmen que no pienso volver con ella, que quiero a mi mujer y que no sé manejar dos historias a la vez. Me preocupo por Carmen pero no como a ella le gustaría. Carmen parece que no lo entiende, no acepta mi negativa semanal. Le gusta gimotear una disculpa entre sollozo y sollozo, pero luego insiste con lo de volver. El miércoles invito a desayunar a mi padre, él lo considera una buena costumbre, sorbe el chocolate a través del hueco vacío que tiene entre dos dientes. Me pregunta por mamá, si ella está bien, si se está viendo con otro hombre. Papá siempre se come tres churros y deja dos en el plato. Me pide prestado algo de dinero. Nos despedimos con un apretón de manos y una palmada en el hombro. Conforme avanza la semana, no puedo evitarlo, estoy pendiente del teléfono, por si aquella voz desconocida vuelve a llamar para decirme que moriré otro día que no sea viernes. Pero no, lo dijo bien claro, morirás en viernes. Y colgó. El jueves es el día de mamá. Quedamos para comer un menú de esos baratos. Ella siempre llega antes que yo. Me espera en la barra mientras se toma un carajillo. No ha terminado de recuperarse de la operación de rodilla y esta semana le dan los resultados. Para no preocuparla con lo de mi muerte le digo que el domingo iré a comer a casa y que llevaré el postre. El viernes madrugo sin necesidad de despertador. Llamo entre susurros a la oficina y digo que no me encuentro bien, que no me esperen. Marisa duerme, o hace como que duerme, a mi espalda. Me doy una buena ducha y me afeito despacio. Vuelvo a meterme en la cama. A Marisa le encantan los viernes porque dice que hacemos el amor como si fuésemos a desaparecer del planeta. No tomamos precauciones porque a mí me encantaría dejarla embarazada de nuestro primer hijo. Después de remolonear un poco, hago el desayuno y pongo una lavadora. Nos ponemos cómodos en el sofá y miramos las fotos de cuando éramos jóvenes. Observo a Marisa de reojo, mientras hace algún comentario de lo flacos que estábamos y la formidable mata de pelo que sobresalía de mi cabeza. Qué guapo estabas, me dice. Saco a pasear al perro y recojo el correo del buzón. Nunca sé a qué hora se muere los viernes. Imagino que será después de la siesta. Pero no me muero y el sábado y el domingo no puedo evitar sentirme engañado. Noto que me cambia el carácter. Será la próxima semana, pienso. Aquella voz dijo que sería en viernes. Y yo le creí. Nadie te llama para decirte que vas a morir en viernes y miente. El lunes comienzo a ponerme un poco nervioso y adelanto el trabajo de toda la semana en la oficina.

Publicado por Puzzle a las 14:12
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2 desvaríos:

Anónimo dijo...

Y mientras espera la muerte no disfruta la vida.
Extraño, pero me ha gustado mucho.
Beatriz.

ŁıĐįĄ ßãŌ dijo...

Entre todo eso yo creo que el teléfono comunicaba.

 
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