Un corazón que palpita pero casi reposando, que parece que no late, un corazón a punto de detenerse, no necesariamente un corazón enfermo o malherido, simplemente un corazón cansado o pasado por agua. Un corazón aplastado contra el suelo que acaba de ser barrido por la brigada de limpieza de una ciudad cualquiera en el turno de mañana, que una vez en el contenedor se junta con otros corazones de desecho, palpitando todos ellos pero casi reposando, que parece que no laten y a punto de detenerse o de ser prensados. Un corazón coagulado, con parches aquí y allá, ventrículos de segunda mano y remiendos a la altura del miocardio que quedó tocado hace años por exceso de excesos o de ausencias. Un corazón que salta en un semáforo y se escapa por los pelos de ser atropellado por un autobús escolar que nunca llega a la hora, un corazón recogido por un agente del orden público que tiene que decidir entre grúa o ambulancia, ambas en camino en lo que será su primer servicio del día. Alguien conectará el corazón a los bornes de una batería oxidada, un niño con mocos que mira desde el paso de cebra pensando que nunca antes vio un corazón estrujado, luego recuerda que el de su madre se le parece un poco, ella se lo quita cada noche y lo deja sobre la mesita, lo contempla cómo aletea despacio durante un rato, el tiempo justo que dura el recuerdo de un hombre que ya no está, entonces apaga la lamparita y el corazón, quedando a oscuras y sin sentir. El niño que sigue mirando, el agente que desvía el tráfico, el corazón agitado como un pez japonés fuera del acuario.
Lo que dura un corazón, un instante o una vida, es difícil de saber o predecir. Lo cierto es que los corazones rotos y los aburridos se sobreponen tarde o temprano y viven más que los que no recibieron jamás el impacto de una bala de plata o un mordisco en la yugular, quizás porque aprenden a seguir latiendo, bien sea por despecho o por desdén, sólo para no tener que contar a los otros corazones lo que en realidad están pensando o sintiendo, que para el caso es lo mismo.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2008)
Lo que dura un corazón, un instante o una vida, es difícil de saber o predecir. Lo cierto es que los corazones rotos y los aburridos se sobreponen tarde o temprano y viven más que los que no recibieron jamás el impacto de una bala de plata o un mordisco en la yugular, quizás porque aprenden a seguir latiendo, bien sea por despecho o por desdén, sólo para no tener que contar a los otros corazones lo que en realidad están pensando o sintiendo, que para el caso es lo mismo.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2008)
7 desvaríos:
Los corazones rotos y aburridos son más sabios, quizás en tristeza.
Precioso relato.
Un saludo
precioso!
Eres un personaje con mucha sensibilidad.
me encanta!...
Hola, llegué por aquí por casualidad... Precioso tu blog.
Y es verdad eso que pones, los corazones se hacen más fuertes después de una tantas heridas de guerra, de las que aunque la mente se engañe, finalmente, se recupera.
Saludos desde Chile.
Estaba buscando imágenes de borraja y he desembocado en este lugar. Todo un descubrimiento
saludos, maño
Qué bello está este post.
Saludos,
Joanne
Enhorabuena por la historia Jorge, es preciosa. Sinceramente todos los corazones durarían un poco más si tuvieran un hermoso puzzle que recomponer con tus palabras.
Es una delicia leerte.
El corazón debería poder quedarse en la mesita de noche para siempre. O, mejor, en el cajón de los recuerdos, ese que nunca vuelves a abrir y que alguien tira a la basura cuando te vas, sin abrirlo siquiera.
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