Todos los pasillos de hospital son el mismo pasillo de luz verde fluorescente y hormigas blancas entrando y saliendo de boxes y cajones con personas apagadas. Apagados los que están y los que van a ver a los que están. Luego se cuentan por cientos los que se rinden y los que no. Los que se ven en el papel de perfectos mercenarios del dolor y los que piensan enfrentarse a sus dragones de cada día.
La luz verde se hace blanca cuando Pilar sonríe. Cada vez sonríe menos, así que los momentos de luz son los menos. Las personas tienen la particularidad de encoger cuando están hospitalizadas, como si les quitaran el arrojo en el momento en el que entran por la puerta junto con las pertenencias y los anillos. Encogen de tamaño y de presencia. Les encoge la cara y el alma. Como a Pilar, que no parece Pilar porque no la recuerdo tan chiquita ni tan desfigurada, “Oigan , esta señora no es mi abuela”, pero si te fijas bien , si aprendes a mirarla, ves que sigue siendo la mujer más guapa del mundo y la reconoces. Siempre he dicho que Pilar es todo ternura, me cuesta contemplarla apagada sin sus enormes gafas de persona humilde y buena. Va empezando a tener el aspecto de alguien que está más en otro lado que aquí con nosotros, de alguien que ha emprendido ya el viaje y que va teniendo prisa por llegar. Al fin y al cabo, rendirse y dejarse querer requiere cierta humildad.
Así que me vuelvo más egoísta que nunca y hago mil fotografías mentales de su carita de tortuga arrugada, de sabiduría infinita y de bondad. La bondad que te da el paso de una vida entregada a amar incondicionalmente. Sus manos guardan la forma crispada de siempre, pero están encogidas, como agarrándose a una idea; la de marcharse con el abuelo. En realidad me gusta imaginarlos de nuevo juntos, como cuando ella le llamaba abuelo (nunca por su nombre) y él la llamaba chata . Chatica. Me gusta imaginarlos discutir con paciencia y aceptación mutua, conociéndose de nuevo por primera vez y dándose por entero el uno al otro. Echo de menos al yayo, los paseos por el parque recogiendo piñones caídos del cielo, su manera de andar las calles con su porte de galancito fino y delgado, sus lágrimas de impotencia cuando éramos traviesos en casa y su orgullo infinito cuando gané mi primer torneo de ajedrez. El mismo orgullo que sentí cuando supe que lo primero que hizo al salir del coma (que decían irreversible) fue preguntar por mí. La vida te muestra cierto tipo de milagros protagonizados por héroes verdaderos que no se pueden olvidar.
Por eso me quedo al lado de Pilar, besándole la frente mientras duerme y susurrándole un “te quiero mucho” al oído -no me oye- , así que guardo las sonrisas para cuando abra los ojos y me diga con un hilo de voz que ella también me quiere y apenas se le entienda porque le salen las palabras gastadas y rotsa. Le acaricio el pelo, nuestra manera particular de tener algo que es sólo nuestro. Se enfada a su manera. Le pongo el pelo de punta y protesta. “Abuela, pareces una bruja con esos pelos y los tres dientes que te quedan”. Abre los ojos buscando con la mirada y sonríe. Otra vez la luz que alumbra en ella a la hermosa mujer que cantaba en el patio mientras resucitaba flores y mañanas de posguerra. Es hermosa. Hermosa y noble. “Cuánto mal doy, hijo mío”. Sonrío y le susurro al oido que se quede un poquito más. Todavía es pronto.
Los pasillos se vacían de bullicio en el cambio de turno y los coches vuelven a la ciudad llenos de personas cansadas de ver a los suyos sufrir. No tengo prisa. Quiero llenar mis días de ella, de su hilillo de voz, de sus manos garfio y su carita de tortuga sabia, de todas las veces que decida sonreír y guiñarnos el ojo con gesto travieso. De su brillo y sus broncas cariñosas. Darle toda la risa que me quepa dentro para cuando deje de estar encogida entre las sábanas y se levante por su propio pie, el día en que el abuelo venga a buscarla y desaparezcan a la vuelta del pasillo, saludando con las manos y despidiéndose de todo el personal de planta mientras los ocupantes y las hormigas blancas rompen en un aplauso infinito y feliz.
La luz verde se hace blanca cuando Pilar sonríe. Cada vez sonríe menos, así que los momentos de luz son los menos. Las personas tienen la particularidad de encoger cuando están hospitalizadas, como si les quitaran el arrojo en el momento en el que entran por la puerta junto con las pertenencias y los anillos. Encogen de tamaño y de presencia. Les encoge la cara y el alma. Como a Pilar, que no parece Pilar porque no la recuerdo tan chiquita ni tan desfigurada, “Oigan , esta señora no es mi abuela”, pero si te fijas bien , si aprendes a mirarla, ves que sigue siendo la mujer más guapa del mundo y la reconoces. Siempre he dicho que Pilar es todo ternura, me cuesta contemplarla apagada sin sus enormes gafas de persona humilde y buena. Va empezando a tener el aspecto de alguien que está más en otro lado que aquí con nosotros, de alguien que ha emprendido ya el viaje y que va teniendo prisa por llegar. Al fin y al cabo, rendirse y dejarse querer requiere cierta humildad.
Así que me vuelvo más egoísta que nunca y hago mil fotografías mentales de su carita de tortuga arrugada, de sabiduría infinita y de bondad. La bondad que te da el paso de una vida entregada a amar incondicionalmente. Sus manos guardan la forma crispada de siempre, pero están encogidas, como agarrándose a una idea; la de marcharse con el abuelo. En realidad me gusta imaginarlos de nuevo juntos, como cuando ella le llamaba abuelo (nunca por su nombre) y él la llamaba chata . Chatica. Me gusta imaginarlos discutir con paciencia y aceptación mutua, conociéndose de nuevo por primera vez y dándose por entero el uno al otro. Echo de menos al yayo, los paseos por el parque recogiendo piñones caídos del cielo, su manera de andar las calles con su porte de galancito fino y delgado, sus lágrimas de impotencia cuando éramos traviesos en casa y su orgullo infinito cuando gané mi primer torneo de ajedrez. El mismo orgullo que sentí cuando supe que lo primero que hizo al salir del coma (que decían irreversible) fue preguntar por mí. La vida te muestra cierto tipo de milagros protagonizados por héroes verdaderos que no se pueden olvidar.
Por eso me quedo al lado de Pilar, besándole la frente mientras duerme y susurrándole un “te quiero mucho” al oído -no me oye- , así que guardo las sonrisas para cuando abra los ojos y me diga con un hilo de voz que ella también me quiere y apenas se le entienda porque le salen las palabras gastadas y rotsa. Le acaricio el pelo, nuestra manera particular de tener algo que es sólo nuestro. Se enfada a su manera. Le pongo el pelo de punta y protesta. “Abuela, pareces una bruja con esos pelos y los tres dientes que te quedan”. Abre los ojos buscando con la mirada y sonríe. Otra vez la luz que alumbra en ella a la hermosa mujer que cantaba en el patio mientras resucitaba flores y mañanas de posguerra. Es hermosa. Hermosa y noble. “Cuánto mal doy, hijo mío”. Sonrío y le susurro al oido que se quede un poquito más. Todavía es pronto.
Los pasillos se vacían de bullicio en el cambio de turno y los coches vuelven a la ciudad llenos de personas cansadas de ver a los suyos sufrir. No tengo prisa. Quiero llenar mis días de ella, de su hilillo de voz, de sus manos garfio y su carita de tortuga sabia, de todas las veces que decida sonreír y guiñarnos el ojo con gesto travieso. De su brillo y sus broncas cariñosas. Darle toda la risa que me quepa dentro para cuando deje de estar encogida entre las sábanas y se levante por su propio pie, el día en que el abuelo venga a buscarla y desaparezcan a la vuelta del pasillo, saludando con las manos y despidiéndose de todo el personal de planta mientras los ocupantes y las hormigas blancas rompen en un aplauso infinito y feliz.
2 desvaríos:
Me has hecho llorar. Me resulta muy difícil expresar lo que consigues en los demás cuando te leemos. Tienes magia. Un beso enorme.
Precioso. No dejes de ser así. Lleva tu magia de ilusionista allí donde vayas. La mujer más guapa del mundo tiene suerte de tenerte.
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