sábado, 23 de agosto de 2008




Lo que no saben el príncipe y la princesa es que, antes de darse el primer beso (aquel que rubricará definitivamente su amor), han sido condenados de por vida a un maleficio que —básicamente— se resume en que sus labios quedarán pegados para siempre una vez que se toquen. La autora intelectual del hechizo es el hada madrina, despechada ella porque tiene un "affair" con el Rey que a su vez le ha prometido abandonar a la Reina, aunque para algo así necesita tiempo y poder hacer las cosas del modo menos traumático, es decir: una vez que concluyan los festejos por el casamiento de los chicos. El hada, por otra parte, padece algún tipo de complejo de Medea —pero sin llegar exactamente a serlo— aunque bien es cierto que detesta la felicidad amorosa ajena. No hay nada que le joda más. En su currículo figura que posee un MBA en hechizos que quiere rentabilizar antes de cumplir los cincuenta y poder demostrar así sus habilidades gerenciales adquiridas. Cuando se plantea el posible maleficio, maneja todo tipo de alternativas: desde un vaporoso vestido envenenado a una corona ardiente que chamusque los delicados bucles dorados de la princesa, algo que sea un poco más imaginativo que lo de la transformación en rana. Finalmente decide que, de todos los embrujos, el más cruel sin duda es el de los hocicos sellados.

Tras el “puedes besar a la novia”, los labios de los príncipes se unen como deliciosos gajos de mandarina. Todos los presentes se dan codazos mientras comentan emocionados que nunca se ha visto un amor tan grande: mira tú cuánto se quieren que no quieren separarse. En un principio, la anécdota resulta encantadora y, por qué no decirlo, romántica e inesperada. Después, el asunto se complica en el momento en el que los belfos reales se van transformando poco a poco en dos ventosas adheridas que no quieren despegarse. El hada madrina le sostiene la mirada al Rey que se piensa lo peor, cosas del tipo “esta me quiere joder” o “ten cuidado Arturito que las hadas de este reino son todas unas retorcidas”.

La primera noche después del casamiento es digna de recordarse como una de las más arrebatadas de todas las historias de amor que se conocen. La segunda ya empieza a ser penitencia y la tercera un suplicio. La princesa descubre que su amado padece de halitosis, algo que el futuro Rey había mantenido en secreto pensando que tal vez hallaría un remedio mágico para su aliento. El príncipe descubre una virulenta picazón en sus morros que se va extendiendo desde el nacimiento de la boca de la princesa hasta la comisura de sus propios labios. A ella no le queda más remedio que confesar que su vida antes del príncipe no era tan incólume y virginal como había dado a entender y que la picazón no es otra cosa que un herpes que adquirió no se sabe muy bien con quién porque fueron unos cuantos los que probaron la miel de sus labios.

Así es como se van sucediendo los acontecimientos en el reino. El Rey es despachado por la Reina que le pone los arcones en la calle porque alguien filtra la noticia de la doble vida del monarca. Los príncipes se pasan la vida adheridos, babeando reproches e insultos que derraman como una sopa amarga por las estancias de palacio. Reciben en audiencia pegados, duermen pegados intentando cerrar bien sus bocas para no contagiarse del hedor mutuo que desprenden. El príncipe no puede acudir a las batallas importantes porque lleva una princesa pegada a los morros y le viene un poco mal para matar a los insurrectos. Tampoco pueden darse festines pantagruélicos porque se atragantan. Y para qué decir nada de sexo oral o de la disolución del matrimonio. ¿Cómo romper algo que Dios ha unido para siempre a la altura de los morros?. El hada madrina presenta el maleficio como proyecto de tesis y se doctora en perversidad. La leyenda cuenta que viajó de reino en reino dando conferencias acerca de cómo ser mala malísima y cosechó innumerables éxitos y emolumentos allá donde fuera que estuvo.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2007)

Publicado por Puzzle a las 23:14
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jueves, 14 de agosto de 2008




La uña se había enquistado en el dedo gordo de la mano izquierda. Le dolía y le gustaba el dolor. Si es que acaso pueda decirse que existe un tipo de dolor agradable, que conviene padecer porque nos hace más fuertes o nos redime de algo. Pero vete tú a saber. A él le gustaba comparar la hinchazón del dedo con cosas más cotidianas: su relación con Ana, por ejemplo, y cómo se había ido deformando con los días. Las diferencias entre ellos se habían abultado al mismo ritmo que su dedo, que comenzaba a tener un aspecto repulsivo y verduzco en su extremo, como de estar a punto de reventar o de desprenderse de la mano.

Le gustaba llevar las cosas a los extremos, que el vaso rebosara. Esperaba que el desencadenante para cada una de esas situaciones fuera totalmente inesperado. El no cogerle el teléfono a Ana, por decir algo, era el equivalente a dejar que su dedo infectado por una uña que había crecido mal, traspasando los límites que le correspondían, se hinchara cada vez más, germinando en él esa extraña sensación de placer que proporciona el dolor y el control que sobre ese dolor ejercemos a voluntad. Se iban espaciando las llamadas de Ana; los primeros días tras la última discusión fueron los más intensos, Ana insistía a todas horas, pero, con el tiempo, ella parecía entender que Collin quería distancia, espacio o lo que fuera que Collin quería dar a entender con su negativa a comunicarse con ella. Con su silencio sobreentendido, el silencio de algo que infecta y que se extiende entre los dos.

Y ese era el tipo de pensamiento que alumbraba Collin en la media penumbra de su buhardilla, en la cual se refugiaba para leer o escribir, para redactar simulacros de cartas de despedida para Ana o, quizás, cartas definitivas que terminaba arrojando al cesto de los olvidos. La buhardilla con gato incorporado, el rincón a salvo desde el que contemplar la deformidad de su dedo, el terrible aspecto que le proporcionaba el absceso verdoso bajo la uña, visto desde la limitada perspectiva de un tragaluz que vomita, de tarde en tarde, un tímido chorro de luz que se despide al final de la jornada con una estudiada desgana. La misma desgana del gato que acepta la presencia de Collin mientras se deja acariciar el espinazo.

Collin y su vida plagada de carencias, y un dedo a punto de reventar de dolor, imaginando el líquido viscoso y verde que se derrama por su pulgar deforme y desproporcionado. Esto es el dolor, pensaría, únicamente esto, tanto acumular las cosas para llevarlas al extremo, para que en apenas un instante la infección escape por una fisura y el dolor remita y entonces no quede constancia de nada, del dolor, de la hinchazón, de la resistencia que uno pone a la cosas durante tanto tiempo para que, al final, termine cediendo en un instante.

El teléfono sonó rompiendo la quietud de la buhardilla. Collin no podía saber el tiempo que había transcurrido desde que había reventado su dedo con la cabeza de un alfiler. Tampoco necesitaba saberlo. Sabía que quien llamaba era Ana. Sabía que si atendía la llamada sería como reventarse el absceso con la punta de un objeto punzante y volver a caer en lo mismo, regresar a lo de siempre. Ahora sabía que podía mantener el dolor alojado en su interior el tiempo que deseara, que podía postergarlo a su antojo, manejarlo con pericia. Sabía eso y que Ana dejaría de llamar algún día, que se daría por vencida, que simplemente entendería.

Del tragaluz venían los reflejos de algunos automóviles que maniobraban cerca, en mitad de la noche. El teléfono siguió sonando media docena de veces. Ana, al otro lado, se sentiría quizás estúpida o servil, pero tarde o temprano se cansaría, sucedería algo dentro de ella, conocería a alguien que le devolviera las llamadas, pero estaba claro que algo tendría que ocurrir, una señal, algo, el detonante que hiciera que las cosas, definitivamente, apuntaran en otra dirección.

Imagen: © Giulio Volo

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Noviembre 2008)

Publicado por Puzzle a las 20:34
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