martes, 16 de diciembre de 2008




No sé cómo tuve fuerzas para arrastrar el cuerpo y cubrir el agujero. Nate siempre había insistido en lo de cuidar de Maude y la niña. “Si algo me pasa: sea lo que sea” no dejaba de repetir. Y no podía decirle que no, tampoco que sí. Eso también es cierto. Me limitaba a escucharle con mirada grave entre trago y trago. Brindábamos por nosotros y por la familia, por la parte de mi vida que él envidiaba, por la parte de la suya que yo anhelaba y no quería reconocer -que no podía reconocer-, en definitiva, brindábamos por Maude. Ahí fue que tomé la decisión, al apurar el último trago, manteniendo la mirada en el brindis, y creo que él también lo supo. En honor a la verdad, debo decir que, quizás porque era mi hermano mayor apenas ofreció resistencia.

Imagen: © Tread

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sábado, 29 de noviembre de 2008




Cuando los gatos del callejón se marchen, y la noche rompa en un quejido nuevo, los ratones harán una fiesta para celebrar que has vuelto.

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lunes, 10 de noviembre de 2008




Tantas curvas tenía y tan sinuosas todas, que no había manera alguna de acercarse a aquel cuerpo de hembra poderosa sin resbalar o caer malherido por cualquiera de sus pendientes.

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miércoles, 22 de octubre de 2008


Levantábamos el circo todas las tardes en tu dormitorio: la carpa y la doble pista central, las sillitas plegables y el puesto de algodón de azúcar, justo entre tus muslos —en el repecho final— y tus caderas. Luego llegaban los payasos muertecitos de la risa, los malabaristas y el hombre bala, el más envidiado de todos porque era el único al que se le permitía acariciar tu colección de lunares. Luego nos contaba historias de cosmonautas perdidos en el final de tu espalda, que nos hacían romper en llanto.

Tu número favorito era apilar los sueños y trepar hasta lo más alto de un balancín que coronaba la carpa, siempre dispuesta a dar piruetas imposibles, a mantener el equilibrio allí donde nadie era capaz, jugándote el tipo sólo por una risa o una exclamación. De ese modo se sucedieron las funciones una tras otra hasta que, un día de amanecida, la niña que llevabas dentro se marchó para siempre con el hombre bala, dejando una estela de aplausos y de bocas abiertas.

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miércoles, 1 de octubre de 2008


No sabría decir cómo llegó hasta arriba de la silla, pero le gusta estar bien lejos del suelo, para que los miedos no le coman los deditos de los pies. Por eso y porque la silla queda a la misma distancia del cielo, cuando en realidad el cielo no es otra cosa que el techo de la habitación decorado con estrellitas adhesivas, constelaciones enteras de estrellitas adhesivas que compra por catálogo y que suele poner, de vez en cuando, para tener dónde mirar cuando cae la noche. De todas las costumbres, la favorita siempre fue quedarse en la silla y esperar, esperar sin saber muy bien el qué, pero esperar, al fin y al cabo, hasta que le empiezan a doler las articulaciones y los pensamientos, y más tarde terminar encogida en la silla, llegando a la conclusión de que, a lo mejor, quién sabe, lo que espera queda al otro lado de la ventanita que hace de mirador de los sueños.

En frente de ella, la ventanita queda alta, alta y lejos, lejos como el suelo, lejos como los miedos, apartada de su mundo como aquella constelación de estrellas adhesivas. Entonces el corazón de esponja se le escapa por debajo del vestido, encaramándose al dobladillo y saltando luego desde uno de los pliegues, para tomar impulso en las rodillas y dejarse caer, casi aterrizar, en el suelo y salir corriendo, sorteando los miedos, las hebras de pelo, el polvo. El caso es que ella quiere quedarse, se cuida de mantener intactos los deditos de los pies y, al mismo tiempo, el corazón a hurtadillas que sabe de fotosíntesis y de jardinería, toma la forma de semilla y se hace planta, con idea de llegar a ser enredadera, platanera o malvavisco.

Desde la silla ella se pregunta cómo hacer para llegar hasta arriba, día tras otro, divisa el corazón que crece, que escapa, que ahora es un corazón aventurero que mira la ventana, como quien mira una caseta de feria llena de premios, y el corazón que se despide con el ánimo decidido y que promete que, en cuanto encuentre una oficina de correo, manda una postalita y algunas de líneas contando cómo es la vida allá afuera.

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lunes, 15 de septiembre de 2008




(A continuación, un texto de David Foster Wallace, un tipo que escribía estupendamente y que decidió colgarse del pescuezo el pasado domingo)

Y cuando encontraba algo que estaba nuevo o cuando limpiaba el cobertizo de las máquinas o la bodega a menudo papá descubría que tenía algún trasto que ya no quería y del que tenía que librarse y como estaba muy lejos para llevarlo en la camioneta hasta el vertedero o a la tienda Goodwill del pueblo llamaba por teléfono para poner un anuncio en el Trading Post del pueblo para regalarlo a quien lo quisiera. Porquerías como un sofá, una nevera o una caña vieja. El anuncio decía: Es gratis ven y llévatelo. Y aun así siempre pasaba un tiempo desde que lo ponía hasta que alguien llamaba y el trasto se quedaba en el porche molestando a papá hasta que uno o dos tipos del pueblo llegaban por fin a casa para echarle un vistazo. Y resultaba que se mostraban desconfiados y ponían una cara impenetrable como si estuvieran jugando cartas y daban vueltas alrededor del trasto y lo tocaban con la punta del zapato y decían: Dónde lo has encontrado qué le pasa cómo es que tienes tantas ganas de librarte de él. Negaban con la cabeza y hablaban con su parienta y dudaban todo el tiempo y sacaban a papá de sus casillas porque lo único que él quería era regalar una caña vieja a cambio de nada y sacarla del porche y en cambio allí seguían robándole su tiempo y obligándole a dar más y más rodeos con aquella gente para convencerlos de que se la llevaran. Hasta que se cansó y entonces cada vez que quería librarse de algo lo que hacía era colocar un anuncio en el Trading Post y poner cualquier precio idiota que se inventaba sobre la marcha cuando hablaba por teléfono con el tío de Trading Post. Cualquier precio idiota que fuera prácticamente nada. Rastra Vieja Con Dientes Un Poco Oxidados $5, Sofá Cama JC Penny Verde y Amarillo $10 y rollos por el estilo. Y entonces pasó que llamaba la gente el primer día que el Trading Post publicaba el anuncio y se acercaban desde el pueblo y hasta venían de otros pueblos más lejanos donde también se recibía el Trading Post y aparcaban removiendo toda la grava y apenas miraban el trasto e intentaban que papá se quedara con los cinco dólares o los diez dólares como fuera antes de que alguien más se lo pudiera quedar y si era algo pesado como el sofá yo les ayudaba a cargarlo y se lo llevaban en un santiamén. Ponían una cara distinta, igual que sus mujeres en la camioneta, estaban contentos y sonrientes y cogían a la parienta por la cintura y se despedían de papá con la mano cuando se alejaban. Muertos de felicidad por haberse llevado una rastra vieja por prácticamente nada. Le pedí a papá que me explicara cuál era la moraleja de aquello y me dijo que debía ser que no se podía enseñar a cantar a un cerdo y luego me dijo que fuera a sacar la grava de la zanja con el rastrillo antes de que se le jodiera el desagüe.

Imagen: © Johnny Klemme

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lunes, 1 de septiembre de 2008


En octubre empiezo una nueva aventura como profesor de Guión audiovisual, por un lado, y Redacción y estilo, por el otro. Será en la Escuela de Escritores de Zaragoza, que dirige el poeta y novelista Julio Espinosa. Me alegra mucho que se me haya dado la oportunidad de poder compartir con otras personas tardes de lectura, de historias, de guiones, así como el hecho de contar con unos estupendos compañeros de trabajo: Julio Espinosa, Catalina Merino y Patricia Esteban Erlés. Ojalá nos veamos por allí…

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sábado, 23 de agosto de 2008




Lo que no saben el príncipe y la princesa es que, antes de darse el primer beso (aquel que rubricará definitivamente su amor), han sido condenados de por vida a un maleficio que —básicamente— se resume en que sus labios quedarán pegados para siempre una vez que se toquen. La autora intelectual del hechizo es el hada madrina, despechada ella porque tiene un "affair" con el Rey que a su vez le ha prometido abandonar a la Reina, aunque para algo así necesita tiempo y poder hacer las cosas del modo menos traumático, es decir: una vez que concluyan los festejos por el casamiento de los chicos. El hada, por otra parte, padece algún tipo de complejo de Medea —pero sin llegar exactamente a serlo— aunque bien es cierto que detesta la felicidad amorosa ajena. No hay nada que le joda más. En su currículo figura que posee un MBA en hechizos que quiere rentabilizar antes de cumplir los cincuenta y poder demostrar así sus habilidades gerenciales adquiridas. Cuando se plantea el posible maleficio, maneja todo tipo de alternativas: desde un vaporoso vestido envenenado a una corona ardiente que chamusque los delicados bucles dorados de la princesa, algo que sea un poco más imaginativo que lo de la transformación en rana. Finalmente decide que, de todos los embrujos, el más cruel sin duda es el de los hocicos sellados.

Tras el “puedes besar a la novia”, los labios de los príncipes se unen como deliciosos gajos de mandarina. Todos los presentes se dan codazos mientras comentan emocionados que nunca se ha visto un amor tan grande: mira tú cuánto se quieren que no quieren separarse. En un principio, la anécdota resulta encantadora y, por qué no decirlo, romántica e inesperada. Después, el asunto se complica en el momento en el que los belfos reales se van transformando poco a poco en dos ventosas adheridas que no quieren despegarse. El hada madrina le sostiene la mirada al Rey que se piensa lo peor, cosas del tipo “esta me quiere joder” o “ten cuidado Arturito que las hadas de este reino son todas unas retorcidas”.

La primera noche después del casamiento es digna de recordarse como una de las más arrebatadas de todas las historias de amor que se conocen. La segunda ya empieza a ser penitencia y la tercera un suplicio. La princesa descubre que su amado padece de halitosis, algo que el futuro Rey había mantenido en secreto pensando que tal vez hallaría un remedio mágico para su aliento. El príncipe descubre una virulenta picazón en sus morros que se va extendiendo desde el nacimiento de la boca de la princesa hasta la comisura de sus propios labios. A ella no le queda más remedio que confesar que su vida antes del príncipe no era tan incólume y virginal como había dado a entender y que la picazón no es otra cosa que un herpes que adquirió no se sabe muy bien con quién porque fueron unos cuantos los que probaron la miel de sus labios.

Así es como se van sucediendo los acontecimientos en el reino. El Rey es despachado por la Reina que le pone los arcones en la calle porque alguien filtra la noticia de la doble vida del monarca. Los príncipes se pasan la vida adheridos, babeando reproches e insultos que derraman como una sopa amarga por las estancias de palacio. Reciben en audiencia pegados, duermen pegados intentando cerrar bien sus bocas para no contagiarse del hedor mutuo que desprenden. El príncipe no puede acudir a las batallas importantes porque lleva una princesa pegada a los morros y le viene un poco mal para matar a los insurrectos. Tampoco pueden darse festines pantagruélicos porque se atragantan. Y para qué decir nada de sexo oral o de la disolución del matrimonio. ¿Cómo romper algo que Dios ha unido para siempre a la altura de los morros?. El hada madrina presenta el maleficio como proyecto de tesis y se doctora en perversidad. La leyenda cuenta que viajó de reino en reino dando conferencias acerca de cómo ser mala malísima y cosechó innumerables éxitos y emolumentos allá donde fuera que estuvo.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2007)

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jueves, 14 de agosto de 2008




La uña se había enquistado en el dedo gordo de la mano izquierda. Le dolía y le gustaba el dolor. Si es que acaso pueda decirse que existe un tipo de dolor agradable, que conviene padecer porque nos hace más fuertes o nos redime de algo. Pero vete tú a saber. A él le gustaba comparar la hinchazón del dedo con cosas más cotidianas: su relación con Ana, por ejemplo, y cómo se había ido deformando con los días. Las diferencias entre ellos se habían abultado al mismo ritmo que su dedo, que comenzaba a tener un aspecto repulsivo y verduzco en su extremo, como de estar a punto de reventar o de desprenderse de la mano.

Le gustaba llevar las cosas a los extremos, que el vaso rebosara. Esperaba que el desencadenante para cada una de esas situaciones fuera totalmente inesperado. El no cogerle el teléfono a Ana, por decir algo, era el equivalente a dejar que su dedo infectado por una uña que había crecido mal, traspasando los límites que le correspondían, se hinchara cada vez más, germinando en él esa extraña sensación de placer que proporciona el dolor y el control que sobre ese dolor ejercemos a voluntad. Se iban espaciando las llamadas de Ana; los primeros días tras la última discusión fueron los más intensos, Ana insistía a todas horas, pero, con el tiempo, ella parecía entender que Collin quería distancia, espacio o lo que fuera que Collin quería dar a entender con su negativa a comunicarse con ella. Con su silencio sobreentendido, el silencio de algo que infecta y que se extiende entre los dos.

Y ese era el tipo de pensamiento que alumbraba Collin en la media penumbra de su buhardilla, en la cual se refugiaba para leer o escribir, para redactar simulacros de cartas de despedida para Ana o, quizás, cartas definitivas que terminaba arrojando al cesto de los olvidos. La buhardilla con gato incorporado, el rincón a salvo desde el que contemplar la deformidad de su dedo, el terrible aspecto que le proporcionaba el absceso verdoso bajo la uña, visto desde la limitada perspectiva de un tragaluz que vomita, de tarde en tarde, un tímido chorro de luz que se despide al final de la jornada con una estudiada desgana. La misma desgana del gato que acepta la presencia de Collin mientras se deja acariciar el espinazo.

Collin y su vida plagada de carencias, y un dedo a punto de reventar de dolor, imaginando el líquido viscoso y verde que se derrama por su pulgar deforme y desproporcionado. Esto es el dolor, pensaría, únicamente esto, tanto acumular las cosas para llevarlas al extremo, para que en apenas un instante la infección escape por una fisura y el dolor remita y entonces no quede constancia de nada, del dolor, de la hinchazón, de la resistencia que uno pone a la cosas durante tanto tiempo para que, al final, termine cediendo en un instante.

El teléfono sonó rompiendo la quietud de la buhardilla. Collin no podía saber el tiempo que había transcurrido desde que había reventado su dedo con la cabeza de un alfiler. Tampoco necesitaba saberlo. Sabía que quien llamaba era Ana. Sabía que si atendía la llamada sería como reventarse el absceso con la punta de un objeto punzante y volver a caer en lo mismo, regresar a lo de siempre. Ahora sabía que podía mantener el dolor alojado en su interior el tiempo que deseara, que podía postergarlo a su antojo, manejarlo con pericia. Sabía eso y que Ana dejaría de llamar algún día, que se daría por vencida, que simplemente entendería.

Del tragaluz venían los reflejos de algunos automóviles que maniobraban cerca, en mitad de la noche. El teléfono siguió sonando media docena de veces. Ana, al otro lado, se sentiría quizás estúpida o servil, pero tarde o temprano se cansaría, sucedería algo dentro de ella, conocería a alguien que le devolviera las llamadas, pero estaba claro que algo tendría que ocurrir, una señal, algo, el detonante que hiciera que las cosas, definitivamente, apuntaran en otra dirección.

Imagen: © Giulio Volo

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Noviembre 2008)

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lunes, 21 de julio de 2008




"Me gusta el olor a lluvia. En realidad el olor que queda después de la lluvia". Eso es lo último que dijo antes de dar un último trago al Martini. Luego me dejó y no la volví a ver. Después de aquello me dediqué a buscar tormentas, a memorizar el olor que dejan a su paso; a veces pensaba en ella oliendo la lluvia y mirando el mundo desde su ventanal galaxia.

Poco más puedo decir, ahora creo que soy sonámbulo, o algo así, vacío la nevera de madrugada, me visto con mi mejor traje y la corbata que me regaló el último aniversario y llego en coche hasta su portal. Otras veces llevo flores que dejo en el maletero, encima de la barquita hinchable, llamo a su puerta a las horas más intempestivas.

Siempre me abre otro que no soy yo.

(Fotografía: © Parke Harrison)

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sábado, 12 de julio de 2008




Tengo un libro impermeable que aguanta todos los diluvios. Violeta se muere por mojarlo y todo porque en la tapa dice que es resistente al agua, un libro de esos que si se mojan se pueden seguir leyendo como si nada. Quiere echarle un vaso grande de agua por encima y esperar a ver qué pasa. Me niego, pensando en el libro y en su bienestar, a que tarde o temprano el libro pueda reprocharme algo, un resfriado por ejemplo, y ya no quiera mostrarme sus historias porque nadie impidió que acabara bajo un grifo o un final peor.

Yo sé que Violeta espera agazapada con un ojo medio abierto a que nos quedemos dormidos el libro y yo, para tomarlo por sorpresa y darle una buena ducha, ponerlo quizás al baño María o en la ventana a la intemperie, sufriendo los primeros azotes de una tormenta primaveral. Desde que sabe que el libro aguanta lágrimas de cocodrilo incluidas, Violeta está más revuelta, con la respiración contenida y maquinando fechorías que no quiero ni pensar. Me pregunta si me iré pronto al trabajo o si puedo dejarle echar un vistazo al relato de la página veinte, mientras esconde bajo el pliegue de la falda una toallita húmeda o un dosificador de perfume que emplea para refrescarse en verano. Ayer por la tarde, sin ir más lejos, apareció en casa con una manguerita y un aspersor, una regadera para las flores que curiosamente acaban de ser trasladadas al lado de la estantería de los libros y unos moldes para fabricar cubitos de hielo en forma de estrellitas de mar.

Lo que más me inquieta es su última adquisición, una pecera en la que apenas entra un pececillo. Violeta dice que si todo sale bien, comprará otra más grande y la decorará con piedritas de colores y un enorme barco pirata en su interior. ¿Qué estás leyendo?, susurra. Oh, ya veo, el libro ese que no se moja. Luego sonríe medio descarada y se aleja por el pasillo canturreando, como si algo muy bueno fuera a ocurrir.

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domingo, 6 de julio de 2008




Como cada día, el intrépido hombre bala aparece en el centro de la pista. Permanece iluminado bajo los focos durante un leve instante, es el centro de atención y el público observa la escena con el corazón hecho un nudo. Con aire solemne se introduce en el cañón y prende la mecha. Lo de la mecha es de mentirijillas, pero acojona un poco. En realidad, el trabajo duro lo realiza un gran muelle que a modo de resorte le catapulta a la oscuridad de la carpa. El intrépido hombre bala, escribe cartas de amor en la soledad de su camerino, el tipo de cartas de amor que acostumbraría a escribir un intrépido hombre bala. Firma siempre con sus mejores deseos: Simpleton, o algo así. Las palabras fluyen de su pluma como si fueran renacuajos. Sabe perfectamente que lo que está escribiendo junto con unas delicadas gotas de perfume barato -perfume de intrépido hombre bala- le confiere cierta gravedad a la declaración de amor que, por otra parte, desembocará en alguna situación futura más o menos desgraciada. El amor es ciego, sordo y mudo, pero nunca importa, eso apenas cuenta, porque el intrépido hombre bala siempre cae en los brazos de alguna mujer que le recoge de cada caída, a esa mujer le escribe las cartas de amor, es una mujer –digamos- conceptual, algo genérico, ahora es esta mujer, pero podría ser otra. El caso es que el intrépido hombre bala anda por la vida como si patinara sobre ruedas, claro que eso solamente ocurre cuando tiene los pies en el suelo, el resto del tiempo se lo pasa siendo proyectado desde su cañón y desplomándose en los brazos de alguna mujer. Eso conviene recalcarlo, porque sea cual sea el modo en que termina cayendo, aterriza en los brazos de la espectadora más hermosa del lugar, una de las muchas mujeres que ocupan un asiento bajo la gran carpa de doble pista. ¡Qué gran dilema! qué mujer elegir para la caída. Durante el trayecto ascendente, a pesar de la velocidad y del silbido de olla express en sus oídos, tiene tiempo para detectar a la mujer sobre la que se desplomará y a quien, más tarde, redactará cartas de amor victoriano desde su caravana, aunque no esté bien hacerlo, porque lo cierto es que ese tipo de historias no están nada bien, tan previsibles y tan de verse venir, no señor, nada bien, pero qué puede hacer, si el intrépido hombre bala adora cometer errores y una mujer, es uno de los errores que más a gusto se pueden cometer.

En uno de esos vuelos descendentes, además de caer en los brazos de una nueva mujer, hermosa e interesante como todas, cuando menos se lo esperan, se produce el milagro de la vida, ya saben, un nacimiento por accidente y el espectáculo guionizado aumenta en expectación e interés. Los futuros padres no piensan esperar a nadie, es más, con lo que son los asuntos familiares, incluso la madre del intrépido hombre bala llega tres semanas tarde al sacramento bautismal y bueno, el párroco del lugar, un tal Mason, asiendo fuerte su crucifijo bautiza al bebé con ginebra y regaliz, una encantadora manera de ocultar -de intentar ocultar- los pecados cometidos en el hueco que dejan las caries sobre una dentadura que se pudre poco a poco. Así que desde fuera, se puede decir que la sensación es que nuestro héroe, el intrépido hombre bala, se va a dar un buen traspiés de un momento a otro, eso que dicen de las ramas del árbol que están a punto de romperse. Pero al intrépido hombre bala le da igual un camino que otro, porque escoja lo que escoja volverá a caer, a tropezarse, y aterrizará de nuevo en los brazos de alguna mujer mientras siga representando la función diaria en pases de siete y nueve, porque a él, lógicamente le encanta cometer errores, a poder ser uno nuevo cada tarde. Y ahora él ya tiene otro error que cometer, un flamante error de más de un metro de pierna (si se le mide desde el nacimiento de la cadera) lo sabe a mitad del vuelo, en el punto más álgido de la parábola descrita, cuando a la vista de los demás es tan solo un proyectil. Eso sí, el tipo avisa, avisa que será mejor que su nuevo error, le recoja cuando caiga sobre su falda, se lo explica de manera sutil, con gestos en el aire, con ese tono de intrépido hombre bala, medio guasón medio temerario, le pone algún símil del tipo, tu espalda es como un tobogán dulce, un trampolín de azúcar por el cual deslizarse antes de caer, y ella, el error de metro de pierna, sonríe mientras él termina de caer sobre sus rodillas, rendido de amor, aunque sea algo que esté mal, porque esa otra historia también está mal, pero él adora cometer errores. Y ella ahora es su nuevo error, y mientras lo comete, se olvida o no tiene en cuenta que en ese mismo instante un bebé recién nacido es amamantado en la soledad del camerino del intrépido hombre bala, el lugar donde solía escribir osadas cartas de amor.

Unos años después, el asunto como era de esperar, termina inexorablemente en tragedia. Si es que a algo así se le puede llamar tragedia. El cachorrillo de hombre bala creció y se casó con una cantante pop un poco bisexual por un lado y un poco heroinómana por el otro, y posiblemente esa fue la primera vez del chaval en materia de errores. En eso salió al padre. Y claro, ese es el tipo de cosas que suceden en algunas familias, una familia extraña, como la del intrépido hombre bala, que a pesar de sus cosas, de todas esas cosas tan reprobables que hace, sigue volando lejos, vomitado por la boca de un cañón que refulge desde el centro de la pista y que lo proyecta lejos, hacia los brazos de una mujer diferente, todos y cada uno de los días, cometiendo como no podría ser de otro modo, un hermoso y adorable nuevo error.


(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Septiembre 2008)

Imagen: © Robin Blandford
Banda Sonora: © Jellyfish - "New mistake"




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jueves, 19 de junio de 2008


Ella solía decir: qué manos más suaves tienes, ¿Cuál es el secreto para que sean tan delicadas?. Mencionaba ese detalle cada vez que él la acariciaba. Tenían la costumbre de tocarse todo el tiempo, entonces ella temblaba y su espalda se deshacía tras el paso de sus dedos de taxidermista. El chico suave aseguraba que sus manos siempre fueron así, que nunca necesitaron de cuidado alguno, lo cual era cierto, hasta el día que las cosas cambiaron y ella se marchó para siempre, sin dar tiempo a más, de puntillas, acariciando el interruptor y cerrando la puerta como en un suspiro. Entonces él comenzó a untarse los brazos de tristeza y ahora, ahora resulta que sus manos son extrañamente más suaves. Mucho más suaves.

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martes, 3 de junio de 2008




El superhéroe se halla disfrutando de unas ¿merecidas? vacaciones en las islas Bahamas cuando le llaman de la sede central para notificarle una sustitución inesperada: el hombre invisible ha sido contratado por un famoso ilusionista para su gira mundial y se ha despedido a la francesa. La oferta económica es sustanciosa y la mujer invisible, harta de sus escarceos con todas y cada una de las chicas a las que rescata, le ha puesto varias veces las maletas –también invisibles- en la puerta, así que el hombre invisible ha creído conveniente cambiar de aires durante un tiempo, de modo que los ha dejado colgados justo en mitad de temporada alta de rescates. Por eso no ha quedado otra solución que llamar con carácter de urgencia al superhéroe.

El superhéroe acepta la sustitución con desgana, es la primera vez que trabaja en turno de noche, no la primera vez en mucho tiempo, sino la primera vez en toda su vida, y no se maneja bien con los ojos en modo de visión nocturna. Además, aunque se las ingenió para hacer la pirula en los exámenes de ingreso, es rematadamente miope y eso no ayuda. Para colmo, después de tres semanas en la playa, ha cogido algo de peso y la capa no le ajusta bien. Tampoco sus aptitudes aerodinámicas son las mismas. Eso y el jet lag hacen el resto, a pesar de que el superhéroe es un tipo bastante majo y predispuesto, lo cierto es que este encargo imprevisto le coge con el aire cambiado.

Sobrevuela la ciudad un poco confuso, intentando orientarse entre los edificios más altos y los destellos de los autos que regresan a sus casas después de un largo día de trabajo, cuando su oído ultrasónico escucha unos gritos inquietantes a pocos metros de la zona que le ha sido asignada para su vigilancia. Vuela hasta un parque cerca de allí y descubre entre la oscuridad y los arbustos, a una adolescente semidesnuda y a un joven agitándose violentamente sobre su cuerpo. Ella no deja de aullar con el rostro desencajado, casi desfigurado. “¡Me matas, me matas!“, grita. El superhéroe, furioso y deslumbrado aún, se abalanza sobre el chico, y no duda en usar su láser paralizante. De inmediato, el joven novio queda convertido en un amasijo de huesos calcinados sobre la hierba, un esqueleto retorcido que alumbra la madrugada con destellos azul-eléctrico, mientras echa un espumarajo pastoso por el orificio donde antes estaba su boca. La amante asustada, se ha quedado a mitad, casi cuando iba camino del tercer orgasmo. Eso es una auténtica faena.

Al día siguiente, la noticia es primera plana en todos los periódicos. El superhéroe sabe que el rescate, o lo que él creía que era un rescate, ha sido un completo desastre. Todos le apuntan con el dedo y el sindicato de superhéroes carga las tintas contra él. No sólo faltó a su verdadera misión, lo cual le ha valido una denuncia a la central por incumplimiento de contrato, sino que ahora además debe rendir cuentas del achicharramiento del adolescente que complacía a su novia en el césped de Central Park. Además tendrá que pasar de nuevo el examen de aptitudes de superhéroe y entonces descubrirán lo de su miopía. Tampoco sabe si será capaz de superar las duras pruebas físicas a causa del sobrepeso que ha cogido los últimos días en la playa. Es el fin. El caso es que el superhéroe, que es muy majo, bastante majo como decíamos, se queda hecho polvo. Tanto como aceptar sin un solo chispazo láser la decisión de su mujer, que después de un tiempo separados , quiere convertirse definitivamente en su ex, ahora que se ha enterado de todo a través de los medios de comunicación. El superhéroe es tan majo que la separación en todo caso es amistosa, ella no le guarda ningún tipo de resquemor y le telefonea pensando que quizás le venga bien hablar o desahogarse. El superhéroe echa de menos a su esposa, se interesa por cómo están los chicos, están bien dice ella, preguntan por ti todo el rato, y progresan adecuadamente como jóvenes promesas de superhéroes. El pequeño quiere ser como su padre, y la nena, aunque tiene madera, prefiere otro tipo de ocupaciones menos estrafalarias. Si no le queda más remedio, se dedicará a lo de heroína, pero si puede evitarlo prefiere ser pianista o jardinera. Así que de momento mantiene ocultos la mayoría de sus poderes, para no tener que dar muchas explicaciones al respecto. Ha salido a ti, murmulla el superhéroe al otro lado del auricular. Y la conversación les devuelve el recuerdo de los buenos tiempos en los que las cosas no eran ni tan difíciles ni tan extrañas para todos. Su historia no es que fuera precisamente trágica, puesto que todavía sienten que les unen cierto tipo de lazos invisibles que no pueden deshacerse.

El superhéroe se pasa por casa de la madre de sus hijos, así podrá encontrarse con ellos y darles un abrazo de superhéroe. El hijo que ha salido al padre y no a la madre, le recibe con un trajecito hecho a medida que le queda muy gracioso y es muy cómodo para las prácticas de vuelos rasos que les imparten en el jardín de infancia. La chica, que aunque ha salido a la madre, siente debilidad por su padre, trepa a sus rodillas y le mordisquea la nariz. La escena vista desde fuera resulta entrañable. La mujer se esfuerza por agradar al superhéroe, prepara el plato favorito de su marido, le dedica algunos gestos cariñosos, como pasarle la mano suavemente por la espalda o besarle la frente como si fuera un pez. Después de la cena, el superhéroe finge un poco de modorra. Le encantaría quedarse a pasar la noche en su antiguo hogar. No le apetece nada dormir solo en su cuchitril de alquiler barato que la empresa pone a disposición de los superhéroes solteros o separados. Lo que sucede a continuación es que la hija del superhéroe sabe leer el pensamiento en la mirada de su padre. Sabe lo que el superhéroe está pensando, porque a pesar de que oculta sus magníficas facultades, de vez en cuando no duda en utilizarlas para alguna buena causa. Basta con que la niña se concentre un poco y apriete fuerte los puños para que afuera, en la calle, descargue un pequeño temporal. En apenas unos instantes, la ciudad parece una bañera gigante, un gran caldero de sopa. No te irás a ir ahora, con la que está cayendo, dice la mujer. Se te va a poner la capa hecha un Cristo. El superhéroe promete que se acomodará en el sofá y no molestará a nadie. Estira los brazos mientras bosteza, llevándose las manos a la boca. La lluvia no cesa. Así que se quedan un rato en la cocina, manteniendo una conversación agradable y jugando una partida de cartas. Como en los viejos tiempos. No te preocupes, le dice su ex esposa con ojos de cervatillo, puedes quedarte en el cuarto conmigo, nos vendrá bien un poco de compañía.

El superhéroe permanece toda la noche en vela mirando al techo de la habitación. Su ropa de faena descansa sobre el respaldo de una silla en penumbra. En cuanto amanece, besa la frente de la mujer y comienza a vestirse sin hacer ruido. A cámara lenta. Cuando está a punto de abandonar la habitación, ella, como desde el interior de una cámara acorazada, le dice que será mejor que se coloque bien la capa un poco por fuera, no sea que tropiece en cualquier imprevisto. Al superhéroe siempre le han gustado ese tipo de detalles de su mujer, detalles que le despiertan mucha ternura, como quitarle las semillas al pepino de la ensalada para que no le siente mal por la noche. Se asoma a través de la puerta del dormitorio infantil y sonríe mientras contempla el sueño inocente de sus hijos. Se mira por última vez en el espejo del recibidor, mete un poco de tripa y se plantea algunos nuevos retos, como ponerse en forma, por ejemplo, o ir al oculista o arreglarse las caries. Sabe que el incidente del parque le pasará factura y que se avecinan malos tiempos. Podría suponer un revés importante en su carrera de superhéroe venido a menos e incluso es muy posible que tenga que empezar prácticamente de cero.

De cero.

Si una cosa buena tienen los superhéroes es que puedes putearles todo lo que se te venga en gana porque ellos lo aguantan sin rechistar. Recuerda bien esas palabras, se aferra a su juramento de superhéroe. Los que son como nosotros, piensa, nunca se vienen abajo por muy mal que les vayan las cosas en la vida. El superhéroe ha pasado por situaciones así y mucho peores, y siempre ha sabido encontrar algo a lo que agarrarse. Y cuando no lo encontraba, se recordaba a sí mismo quién era él, de dónde venía y que siempre terminaba saliendo adelante con todo. Por eso se ajusta bien la capa por fuera y respira hondo todo lo dignamente que puede antes de enfrentarse a un nuevo día.

El superhéroe da por hecho que los malos tiempos pasarán y que las cosas volverán a su ser. Lo piensa firmemente desde la azotea del edificio donde se encuentra el piso que ocupan su esposa y sus hijos. El pequeño que ha salido al padre y la nena a la madre. Lo sabe a ciencia cierta, mientras emprende un vuelo ligero hacia el extrarradio. Todavía con los ojos legañosos, medio adormilado, nivela su altitud de crucero, la ideal para emprender las labores de vigilancia. Bosteza tímidamente y efectúa algunos tirabuzones acrobáticos en el aire para desentumecer los músculos. Siente el viento fresco de la mañana golpeándole en la cara, con tanta intensidad que tiene que cerrar un poco los ojos para que no le moleste. Con la velocidad a la que suceden las cosas en el mundo de los superhéroes, un reactor comercial casi a punto de tomar tierra no muy lejos de lugar, arrolla fulminantemente al superhéroe, que inmerso como está en el recuerdo de los ojos de su mujer, no tiene tiempo ni de decir, es un pájaro, es un avión, que tampoco es una expresión muy de superhéroe que digamos, pero que mientras no se nos ocurre otra mejor para terminar esta historia de superhéroes, es la que hay.

Imagen: © Paul Armstrong
Banda Sonora: © Jellyfish - "The glutton of sympathy"




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lunes, 19 de mayo de 2008



Hay un rostro en el espejo que no es el mío. Es el rostro de un hombre que no soy yo. Alguien que no quiere saber nada de mí. Sin embargo, las manos de ese hombre me pertenecen de alguna manera. Lo sé porque soy capaz de sentir el chorro de agua caliente al derramarse sobre ellas. Puedo moverlas con destreza, manejar la maquinilla de afeitar con precisión, quizás porque obedecen alguna orden. El rostro reflejado en el espejo está cubierto de espuma. Me hace pensar en escenas de cine mudo en las que te estampan una tarta de merengue en la cara. Reviso el afeitado del desconocido, me entretengo en los pliegues que se forman bajo su barbilla. El tipo no es muy cuidadoso consigo mismo, se afeita como si tuviera algo en contra de su propia cara. Las cuchillas lastiman su piel que empieza a sangrar con timidez. Su rostro desaparece tras una nube de vapor y reaparece un instante más tarde.

Seco sus manos como si me ajustara a un ritual. Una camisa recién planchada cuelga de la puerta. Marco el número de recepción y pido café, tostadas y algo de fruta. No tengo hambre, oigo que dice, pero le recuerdo que el desayuno viene incluido en el precio. Al final, mordisquea con indiferencia la esquina de una manzana. Decido recostarme en la cama. El tipo se masturba, pensando en su mujer, hasta que eyacula sobre mi ombligo.

A continuación me descerraja la cabeza de un tiro.

Soy un hombre muerto en una habitación de hotel, alguien que una vez tuvo un rostro. Mi cuerpo descansa frente a mí y puedo verlo con claridad, mientras comienza a llegar gente, alarmada por el disparo. Una de las chicas de la limpieza grita y se abraza al ejecutivo que se hospeda en una suite contigua. Dejo mi cuerpo tirado sobre la cama. Me desprendo de él. No tengo miedo. Abandono la habitación sin apenas esfuerzo. Las cosas suceden ahora con otra cadencia, me muevo sin necesidad de pies. Puedo alcanzar sin dificultad la recepción, salir a la avenida, ganar la esquina y divisar el bloque de apartamentos de mi calle; puedo acceder al portal, sin llave, soy capaz de sortear el rellano de mi edificio y visitar a mi mujer que todavía duerme en nuestro dormitorio, ajena a todo.

Estoy sentado en el borde de la cama, observo la respiración pausada de Corina. La escena es una postal, una fotografía tomada bajo una luz dócil que lo baña todo y que atraviesa la estancia pidiendo permiso. Corina se revuelve en medio del sueño, gimotea una frase inconexa, como una niña asustada. Lo hace cada noche, sin faltar una sola, desde el día en que supimos lo de la enfermedad que, como un animal salvaje que enseña las zarpas, se volvió contra nosotros sin darnos tiempo a nada. Me tumbo a su espalda, pero no me atrevo a tocarla, no tienes dedos, me digo. Ni siquiera sé si tengo voz, intento hablarle al oído, susurrarle algo. No acierto a encontrar las palabras adecuadas. Será esto la muerte, pienso, quedarse sin palabras cuando más necesarias son. Le diría tantas cosas: que no se enfade, por ejemplo, que no me lo tenga en cuenta, que no se haga demasiadas preguntas.

El director del hotel aplasta una colilla sobre la mesita de noche de la habitación que todavía ocupo. Ha acudido de inmediato. En cuanto escuchó el disparo supo de qué se trataba. Está acostumbrado a ver de todo. Contempla con desgana el rostro del hombre que yace en la cama con la cabeza abierta. Aún quedan trocitos de papel pegados sobre las heridas del afeitado exprés. Habrá que avisar a la familia, sugiere.

Un teléfono suena inoportuno para arrebatarle el sueño a mi mujer. Un teléfono que arde desde una esquina del dormitorio y que tiene una misión. Corina se incorpora con brusquedad sobre la cama y grita mi nombre. Estoy a su lado pero no puede verme. Una mujer cubre mi cuerpo con una cortina de baño. Corina levanta el auricular. Alguien carraspea al otro lado. Ahora sé que los muertos se atragantan, que se quedan sin palabras en las despedidas.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2008)

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sábado, 3 de mayo de 2008



Llueve a las cuatro de la mañana cuando entras de puntillas por la puerta. Lo mismo llueve a las cuatro de la tarde. Llueve en la cabecera de la cama, en la mesita de noche. Una adolescente disfrazada de mujer fatal llora, pero en realidad llueve dentro de ella. Ahora arrastra unos zapatitos de tacón y llora. Los tacones son peligrosos cuando se llora y todavía ella tiene que aprender esa lección y muchas otras. Una vez tuve una tía segunda (o tercera) que decía que los pies no se debían arrastrar. Aquella tía estaba gorda como una bolsa llena de mantecados y en las reuniones familiares colocaba tarjetitas con el nombre de los comensales y la situación exacta que debían ocupar en la mesa perfectamente preparada para la ocasión. Aquella mujer se desvivía por explicar la manera de hacer siempre lo adecuado, lo correcto. Ella vive en una isla en la que apenas llueve. Yo a veces me pregunto si también vivo en una isla, pero no hay nada que indique que el mar esté cerca, salvo algunos carteles que indican Gerona a trescientos o Barcelona a un poco más o Valencia o Alicante o qué sé yo.

Llueve y los paraguas también lloran y golpean algunas cabezas, o te sacan los ojos, ñic ñic, como el ruido de una botella de champán barato al ser descorchada en una habitación de hotel también barato. Se podría matar a un hombre con un paraguas, en realidad se puede matar a cualquier persona sólo con un golpe de lluvia, con un puñetazo de tristeza en el estómago, o mejor aún, insertando el tacón de una adolescente herida en el centro mismo de su corazón abierto en canal.

Publicado por Puzzle a las 15:05
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sábado, 12 de abril de 2008





Como cada mañana de martes, —el día libre en la sinfónica— el director de orquesta y la concertino se citan clandestinamente en el parque. El director de orquesta lleva rosas recién cortadas, un gesto que a la concertino, pelirroja, metro setenta y cinco y veinticuatro años, le resulta ciertamente irritante. Como si a ella se la pudiera satisfacer con un método tan simplón. Como si quedar bien con una mujer —con cualquier mujer— fuera algo tan baladí. Recién cortadas además, no te fastidia, susurra la concertino, cuyo temperamento irlandés le resta por completo toda su delicadeza en momentos así. Si por lo menos fueran media docena de claveles chinos, o unas dalias secas. Pero no: rosas blancas. Recién cortadas. Menuda plancha.

La concertino irlandesa, formada en Alemania, Suiza y Austria, se presenta a la cita con uno de esos vestidos de volantes que le quedan tan bien y que sólo se pone para provocar al director de orquesta italiano, maduro y divorciado de su tercera esposa. Se dan un beso en la mejilla, demasiado formal, tan alejado del sexo furtivo que ambos practican en discretos hoteles europeos, tan lejos de la sed con que se buscan en mitad de alguna sinfonía.

El director de orquesta tropieza con algo parecido a un desafío en la mirada líquida, verde absenta, de la concertino, una invitación a resolver una incertidumbre. ¿Me quieres?, le pregunta desde el nacimiento de un temblor. Él, que siempre enarbola su batuta con el pulso firme de un mosquetero, enseguida se arrepiente de tamaña estupidez. Preguntar a una concertino pelirroja de veintipocos, y además irlandesa, si te ama es lanzar al aire una trampa en forma de boomerang que puede acabar rompiéndote la cara. Estúpido, piensa el director de orquesta, eres un completo estúpido. Tras un carraspeo suave, ella dirige la vista a la punta de sus pies, a sus uñas pintadas de malva, se acaricia presumida las rodillas y musita algo a medias entre un sí y un quizás. O al menos eso cree escuchar el pobre director de orquesta canoso y un tanto astigmático.

Pero, vamos, que sí.

Es un sí poco convincente, todo hay que decirlo, un poco cogido por los pelos. Un sí raquítico, desafinado, no el sí rotundo, como de ovación cerrada, que uno desea escuchar tras una pregunta de ese calado. Un sí más enclenque que el resto de síes del mundo.

No muy lejos de donde se encuentran, un chaval también pelirrojo deja escapar de sus manos algunos globos para hacer rabiar a la chica que le gusta. Después le tira del pelo y un poco más tarde le pone una zancadilla. Queda claro para el director de orquesta italiano que ya va siendo hora de comprarle a la concertino irlandesa otro tipo de flores o incluso un cactus expresionista si lo que pretende es poder seguir acariciando su cuello de arpa en alguna habitación de hotel.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", febrero 2010)

Imagen: © Manuel Da Ros

Publicado por Puzzle a las 15:09
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lunes, 24 de marzo de 2008




El tipo, que no es otro que el mismísimo Jacobo Fuentes, sólo que mucho antes de darse a conocer como contrabajista de jazz en tugurios tristes -aunque esa es otra historia-, sale de su letargo justo cuando alguien le hace ver que va cantando en voz alta por la avenida. Canta canciones que inventa o compone sobre la marcha. Over the march, que diría él. Entonces sucede que empiezan a dejarle monedas en el bolsillo del abrigo. Suceden más cosas, por ejemplo: un grupo de gente le sigue desde hace un rato tarareando al unísono las mismas canciones, sus canciones recién paridas. Porque conviene aclarar que son canciones inventadas para la ocasión. Canciones felices, optimistas, llenas de un entusiasmo renovado. Así que no tarda en brotarle (plop) una guitarra de las manos y una armónica a la altura de los labios, lo que no impide tampoco que siga garabateando melodías. A ratos en algún semáforo o en algún paso de cebra vuelve la vista atrás para ver cómo va aumentando su cortejo de seguidores, momento que estos aprovechan para tomarle algunas fotografías o preguntar dónde se pueden encontrar las grabaciones de aquellas canciones tan estupendas.

La cosa no se le da nada mal, así que se atreve con un repertorio más arriesgado, canciones con textos que poco o más bien nada, tienen que ver con sus propias experiencias vitales, pero que con algo de sobreactuación apasionada, logran dar la impresión exacta de estar relatando su propia vida en ese instante, vida que por otra parte se asemeja a la de muchos otros, que se identifican con lo que el tipo canta y que provoca en ellos la emoción de quien escucha a alguien interpretando una pieza única y cercana.

El caso es que sucede de todo.

Más ejemplos: Una mujer le pide que repita un estribillo una y otra vez, una adolescente le declara su amor a gritos, después monta un club de fans que con el tiempo fracasa por falta de afiliados –y financiación. Conviene decir que es la misma chica que un párrafo más tarde organiza una buena.

El tipo, que como dijimos antes, no es otro que el tantas veces denostado Jacobo Fuentes, ajeno a lo que le espera, cruza la ciudad de un extremo a otro con cientos de admiradores siguiendo la estela sonora de sus pasos, sus bolsillos derraman monedas como cascadas felices y sería difícil decir en qué momento es consciente de las radiantes canciones que todavía le quedan atravesadas como conejillos en la garganta. Se detiene –se detienen todos- en otro semáforo, ahora conforman una multitud ordenada pero extensa, como una sábana recién desplegada. Un músico -de conservatorio, todo hay que decirlo- va anotando sus melodías en papel pautado para luego venderlas a una editorial y –atención- la adolescente del párrafo anterior, le acusa de estar embarazada: él y no otro es el padre. Según ella, todo aquello habría ocurrido en la última señal de stop, un aquí te pillo aquí te mato y santaspascuas. Nuestro hombre –Jacobo- dice que ni hablar del peluquín, se indigna, así que a modo de protesta se desprende del abrigo, de los pantalones, del resto de la ropa. Se desnuda sin disonancias, de manera armoniosa. Llegan los agentes y le toman preso, pero sigue trinando canciones inventadas. Se repone del asunto en una celda en la que –conviene resaltar- nunca, bajo ningún concepto, deja de cantar. Poco tiempo después se descubre, con una de esas pruebas genéticas tan modernas que hacen ahora, que la adolescente miente: en realidad ella se lo ha montado con un tahúr al que le falta un brazo. Le nacen tres hijos como tres cáscaras de nuez y todos ellos mancos. Al tipo que protagoniza esta historia le da todo un poco igual. Ya se esperaba algo así. Una vez que se demuestra su inocencia, su carrera se ve impulsada con más brío, como si el hecho mismo de demostrar su honradez y su no-afición a las jovencitas le purificara y le reafirmara a él y sus canciones.

Empieza a amanecer en la ciudad.

Con todo lo ocurrido últimamente, Jacobo se está pensando mejor lo de ser cantante y quizás se incline por probar suerte como contrabajista de jazz. Nadie repara nunca en los contrabajistas de jazz. Tendrá que recibir unas clases, o algo, se dice, porque no tiene ni idea de lo que es un contrabajo, pero le gusta como suena la palabra. Si tuviera que decir la verdad, el tipo, que no es otro que el vilipendiado Jacobo Fuentes, sale de su letargo cuando alguien le indica amablemente que va cantando en voz alta por la avenida a las nueve de la mañana y por eso, exactamente por eso, los afectuosos ciudadanos que se dirigen al trabajo a esa hora, comienzan a mirarle de forma extraña. Eso es lo único cierto de toda esta historia, eso y que cuando Jacobo llega a casa, su camiseta todavía guarda el perfume rancio de alguna adolescente embustera.

Imagen: © Holly Northrop
Banda Sonora: © Jellyfish - "Joining a fan club"

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Abril 2008)




Publicado por Puzzle a las 16:49
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lunes, 11 de febrero de 2008




Te avistaron en la octava isla, tan inaccesible a todos nosotros como podías serlo tú. Se nos denegó el ingreso por todos los procedimientos posibles, a mí y a los demás, en reiteradas ocasiones, aunque a veces hiciéramos maniobras de aproximación más o menos desesperadas, escondiendo nuestro vuelo en lo oscuro de la noche, procurando alcanzar alguna cala que quedara al abrigo de la vegetación tosca, inadecuada para tomar tierra pero que nos protegería.

Sucedía de ese modo, una y otra vez. Lo único que codiciábamos es que el recuerdo tuyo o de la isla dejara de mordernos la garganta, es la más sencilla de las verdades, así que continuamos sobrevolando el lugar donde solían producirse los avistamientos. Sobrecogidos con cada expedición infructuosa, y por si fuera poco, de tarde en tarde la octava isla aparecería cuando sabíamos que su presencia no podía ser por una acumulación de nubes (lo mismo se divisaba los días de horizonte más claro) o de cansancio y se difuminaba al rato sin avisar. Otras veces nos empujaba alguna tempestad hacia su misma orilla, hacia tu misma orilla, que casi nos depositaba en la arena sobre la que se divisaban algunas veces unas pisadas mayores que las de un hombre normal, una cruz de madera y tres piedras conformando un triángulo.

En la última noche del mes más extraño, se desató un huracán, de modo que perdimos de vista la isla dejando algunos hombres abandonados en la espesura de la selva. La costa era errante, viajera, todo el tiempo misteriosa. Deseábamos conocer el sabor de una mujer hecha de barro y sal y hubiéramos dado la vida por nuestros sueños. Finalmente descubrimos que habías estado navegando sobre el lomo de una gran ballena y que desapareciste con ella para siempre.

Publicado por Puzzle a las 12:28
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martes, 5 de febrero de 2008




Yo si quieres te pongo una mercería en Jaca, un pisito, una carnicería, ¿imaginas?, tú detrás del mostrador, hablando de hilos y broches bonitos, de la línea de ropa interior que viene de temporada y que te quitan de las manos en esos packs de tres. Tú la reina del lugar, en tu pequeño negocio, esperándome luego en el apartamento viejo que se nos cae a pedazos por encima de las horas lentas, con sopa de cebolla y cuscurros de pan tostado, enfundada en uno de esos batines que también te arrebatan de las manos, manos de ángel cuando moldeas la masa de las croquetas, tan rechonchas las manos, tan apetecibles, tan dadas a las caricias, algo te echas en las manos que no me quieres decir, tú tan presumida, croquetita mía, ¿imaginas?, con tu delantal blanco, envolviendo solomillos de los que seguro apartarás las mejores piezas para nuestras noches de viernes o de sábado cuando puedo inventar algo para faltar en casa sin que Lucía (que está muy rara desde que su madre falta) monte el teatrillo de hija desamparada, ya sabes, que si no será demasiado pronto y que mamá nos mira triste desde una estrella desde que me veo contigo (con otra, dice) y que además, pronto lloverá porque la lluvia no es otra cosa que mamá pelando cebollas para la sopa. Porque tú no eres otra amor, tú eres tú, que yo te pongo una mercería en Jaca, un pisito, una carnicería,¿imaginas? lo que tú gustes, solo que no quiero que te enojes, espérame, espérame un poquito más, que digo que se me hizo tarde y salgo a comprar pastelillos para el té, que siempre apetecen después de las croquetas o de la sopa de cebolla con cuscurros y pan tostado. Que mañana, ya verás, desayuno con Lucía y le cuento despacito hasta que entienda.

Publicado por Puzzle a las 9:23
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sábado, 26 de enero de 2008




Hoy me acordaba de ti o me olvidaba, ya sabes, el tipo de cosas que uno pretende conseguir sin dejar que el tiempo haga el resto de manera natural, antes o después de lo que nos corresponde y claro, me sentía más cerca o más lejos, más taciturno o más dichoso por saberme en un lugar más seguro o más incierto que el resto de lugares. Quien lo diría, después de todas aquellas tardes o noches o amaneceres en las que íbamos o veníamos de habitaciones de hotel a estaciones abandonadas o repletas de voluntades tan rotas o enteras como las nuestras, donde los únicos que hacíamos parada o tomábamos el expreso éramos nosotros solos o acompañados por otros tantos como tú y como yo que también o tampoco querían comerse el mundo –empezando por la boca- o la vida a besos y se demostraban abierta o clandestinamente lo que sentían o lo que estaban dejando de sentir porque nunca o siempre podemos asegurar o refutar que el corazón sea leal o ingrato y que simplemente a veces las cosas ocurren sin motivo o con motivo y entonces no hay más que decir o que callar tratando de encontrar una explicación que nos sirva o que despeje esa oscuridad que de vez en cuando nos atrapa o nos abraza o nos devora a deshoras o por el contrario justo a tiempo para sacarnos de ese estado de torpeza o de desgana o de exultante euforia ciclotímica que no es otra cosa que un espejismo o un reflejo de lo que las entrañas quieren dar a entender o a no entender, porque en días así uno no entiende nada, ni siquiera ese pinchazo en medio de las costillas, o no quiere entender y es preferible pensar o quedarse en blanco y confirmar o desdecir eso de que el tiempo lo cura todo o no cura nada porque nada se pone en su sitio y nada es lo mismo de nuevo o todo es igual y en realidad no importa pero sí.

(Basado en un texto de Luis Britto García)

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lunes, 21 de enero de 2008




Quien me conoce sabe que soy un desastre para los recuerdos, no importa que sean selectivos o traumáticos, olvido por igual unos y otros. Fechas, aniversarios y efemérides, que de normal y en mi caso solo sirven para sacarme los colores. Esa es una de mis ocupaciones raras: olvidar los recuerdos. Disculpa, me olvidé otra vez. Y suelo comentar que me lo estoy mirando, el neurólogo dice que es habitual y Violeta que no presto atención y que se sube por las paredes cada vez que le pregunto cuántos años tiene ahora. Yo creo que los dos tienen razón, pero me lo están mirando, es cierto y me da mucho coraje porque me vienen hoy en desbandada imágenes de Las Palmas, de cuando acariciaba con los dedos la idea de ser ingeniero y levantaba por igual castillos de arena o de sueños en Playa del Inglés.

Hubo tiempo para todo, pasaba la vida tomando la guagua a Tafira, la 327 creo, de las azules, cuando aún las guaguas que podías tomar en el Hoyo eran azules o verdes, unas te llevaban al norte y las otras al sur, como todos los viernes de todos los meses. Recuerdo aquella verbena de San Andrés, yo quería quedarme en casa y la pandilla me convenció y menos mal. Subir o bajar de Tafira era serpentear en aquella guagua enorme con acordeón en medio. Me gusta de las guaguas en Canarias que el conductor se llama chofer y tenía por aquel entonces potestad para dejarte en tierra hubiera o no hubiera parada, sólo con que tú le dijeras, chofer, ¿me abre la puerta? y el chofer paraba y te dejaba donde tú querías. Gracias chofer. De nada mi hijo. La 327, dime que era la 327.

Recuerdo el Guincho, mi garito preferido para tomar Tropical y tirarte los tejos. Allí hicimos mi despedida, después (o antes) de aquella excursión a Guayedra. De Guayedra recuerdo que estábamos solos en aquella cala, recuerdo el ferry que llegaba de madrugada, tan cerca de la orilla que casi podías subirte a él en marcha, tan cerca de Agaete que veías las luces del puerto allí donde doblaban y se acababan las rocas con el gran dedo apuntando al cielo abierto. Todo tan cerca. El ferry tan cerca. El cielo tan cerca. ¿Cómo se llamaba aquel lugar cerca de Las Canteras dónde íbamos a tomar botellines de tres cuartos? ¿Y el de aquellas escaleras estrechas que era una calle?. Sí, una calle y hacían conciertos. Recuerdo los conciertos en la playa, en el sur, en Alcaravaneras, recuerdo el local de ensayo de Los Coquillos y a Pedro Guerra cantando “mujer que no tendré”. Recuerdo carnavales y aquellos disfraces improvisados cada noche en el piso de Santa Catalina. Recuerdo las putas y los yonquis en el portal. Recuerdo las bibliotecas, Magisterio abajo en el obelisco o la de informática las noches de sábado, explicando las corrientes eléctricas como si fueran enanitos que montan en guagua, cuando en realidad la corriente eléctrica era ver a Bibiana reír o entrar por la puerta con su calculadora científica que nadie entendía. Pero sobre todo recuerdo la biblioteca del obelisco, lo dije antes, sentados en el patio después del desayuno en la cafetería (un leche y leche y un bocadillo de pata) mirando pasar a las chicas y aplaudiendo o silbando o, lo que es peor, haciendo la ola y devolviendo los rechazos con nuestro mejor revés. O el día que olvidaron cerrar la máquina de las chocolatinas y la vaciamos en un suspiro. Recuerdo a Sting sonando a través de los auriculares en los pupitres, tan feliz –Sting- que no podía dejar de llorar, el día que te regalé un libro de cuentos para colorear con la idea de que se te pasara (o no se te pasara) la mala leche. Tan cerca tu mala leche. Recuerdo las tardes de cine, las meriendas en La Ballena y las noches de tacones y carmín, cuando las chicas de la pandilla se ponían tan bonitas y hablaban más dulce que nunca. Como si hablar más o menos dulce fuera algo que se pudiera hacer a propósito. Creo que era la 327. Y el garito que era una calle se llamaba así, La Calle, donde siempre imaginaba que un día, tarde o temprano interrumpiríamos el tráfico para tocar con el grupo. Recuerdo cuando Elena dijo que en la foto de aquel disco parecíamos surferos retirados. Y así quedó la cosa: surferos retirados. Hoy todavía lo cuento. También recuerdo el olor a cuero del taller de Miguel, el ruido de la casa por las noches, la casa que tenía vida propia y nos contaba cosas, esquivar las chopas cuando llevábamos sandalias, te paso a buscar y estudiamos un rato. Y muchas veces estudiábamos. Y muchas discutíamos y me daba la risa y tú te enfadabas más y más, y te ibas, y volvías pero otra vez risa y te marchabas de nuevo. Luego te echaba de menos y eso ya no hacía tanta gracia.

La gente de la universidad se esfumó, no hicieron falta grandes alardes técnicos, cada uno por su lado, a Barcelona, a La Palma, donde fuera, con su vida hecha, algunos en la península, la mayoría de ellos emparejados y llenando la casa de anhelos y muebles de Ikea y jódete que en Zaragoza aún no tenéis, pero ya tenemos y sí, yo creo que era la 327, o la 317, cuando tú cogías el Utinsa o el Salcai y después las cosas cambiaron y ahora no sé de qué color son las guaguas, ni recuerdo el nombre de la compañía de transporte ni en qué momento levantaron aquella otra estación cerca de Santa Catalina. A mí me gusta el Hoyo de toda la vida, cruzar San Telmo o venir de Triana, comprar tarta de chocolate en Guirlache y elegir verde o azul y dejarme llevar por la guagua, hasta que se acabe la isla o hasta que me dé por gritarle al chofer que me bajo allí mismo, que justo acabo de recordar que el garito de las botellas de tres cuartos es el Pachichi y que si me apuro, tengo tiempo a pasar por casa y coger la guitarra. Algo me dice que la pandilla me espera, acaba de anochecer y la playa y las chicas están más guapas que nunca, con sus tacones y su carmín.

Fotografía: © Pablo Montesdeoca

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martes, 15 de enero de 2008




No se recuerda una belleza guanche tan bien dibujada como la de Nayra, porque Nayra parecía un dibujo, o más bien una fotografía antigua de una mujer que forzosamente tenía que haber pertenecido a otra época o a otro sistema solar, aunque las dos cosas bien pudieran haber sido ciertas.

Sabemos de Nayra que llamaba la atención, que en los días de panza de burra –que eran casi todos- cuando en Las Palmas apenas asomaba el sol por el parque de Santelmo, ella seguía brillando por Tomás Morales camino del obelisco como si nada de aquello fuera con ella. Dicen, y cuesta creer, que nunca se enamoró y que le encantaban los helados de hielo del puestito de Las Canteras (el de al lado de la caseta de la Cruz Roja) y el Clipper de Fresa. Terminó arquitectura en Tafira y se largó a la península un viernes de mayo para probar suerte en Zaragoza. Un verano como no se conoce, pegajoso y particularmente extraño (la ciudad más que recibir, parecía que mandaba de vuelta a Santelmo y a los días de panza de burra) sacó el lado más feroz de Nayra, que lejos de achicarse, se rehizo en el portal de un estudio (gabinete que diría el imbécil de su director de proyecto) de arquitectura. De Zaragoza le gustaba el Parque Grande, el cielo azul-Monegros y salir de tapas por el Tubo, también el Teatro Principal que le recordaba mucho (más de lo que le gustaba reconocer) al teatro Benito Pérez Galdós.

En septiembre la hicieron fija y lo celebró con un amigo al que empezaba a encontrar interesante y divertido, aunque de él destacaría otras cosas que se guardaba muy bien para sí misma y para su almohada. Durante la cena, añoró los días en Puerto de Mogán y la arena fina de Guayedra. En octubre desfiló con el traje típico el día de la ofrenda en una mañana que se le antojó fría y húmeda y echó especialmente de menos los asaderos en Tejeda. En noviembre cogió su primera gripe, no la primera del año o de la temporada, sino la primera de toda una vida y eso le hizo recordar aquel día que nevó en la cumbre y la población entera quedó con la mirada y el alma puesta en el Roque Nublo. Esa misma noche, Nayra sintió un tremendo espacio abierto entre el dormitorio que ahora ocupaba y su vida en la isla.

Nayra comenzó a desdibujarse hasta que en diciembre, una mañana de lunes, de camino a un edificio que andaba rehabilitando, un golpe de cierzo frío y punzante le congeló el corazón, que de acuerdo al informe del forense, dejó de latir más por pena que por frío.

Fotografía: © David Niles

Publicado por Puzzle a las 13:32
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