sábado, 21 de octubre de 2006


La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se encuentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste.

(Augusto Monterroso)



Estoy leyendo algunos cuentos de Silvina mientras tomo de forma suave la mano de Pilar. A veces coge mis dedos como para no soltarme, quiere agarrarse fuerte a nosotros, como quien está a punto de caer desde una cornisa al vacío. Se está apagando. Ahora sí. Llevamos escuchando toda la semana que no esperemos que pase de esta noche. Así que cada vez que me despido de Pilar pienso que es la última. Cómo puedo ser tan egoísta y querer retenerla. Hasta hace poco era una bolsa, desde hace una semana es un vegetal. Todos sabemos que lo mejor es que se duerma y, a pesar de todo, cada minuto con ella está siendo un regalo. Los médicos no se explican tanto aguante: “tiene el corazón fuerte”, dicen, y a nosotros nada de eso nos sorprende.

Resulta imposible no decirle ciertas cosas, decírselas todo el tiempo, la doctora comenta en un susurro que estar en coma sigue siendo un misterio para todos, un estado de sueño en el que nadie puede asegurar que Pilar escucha. Yo le hablo igual, precisamente porque nadie puede asegurarme que Pilar no escucha. Le acaricio el pelo (nuestro juego favorito) y le digo que está tan guapa como siempre. No es mentira, hay cosas que no se dicen por decir: yo he visto cómo le brotan las lágrimas o cómo parpadea con los ojos cerrados. Lo mismo mueve el pie o el brazo, se revuelve como si no estuviera conforme con lo que le ha tocado vivir últimamente. Le decimos lo guapa que está, que la queremos, que permanecemos a su lado, que no la dejaremos sola ni un solo instante. Pienso que esa mujer parece imposible por su fortaleza. Mi último beso es en sus manos hinchadas y blandas.

Todas las noches he soñado con Pilar. Me despierto cada dos horas, tres o cuatro veces en la madrugada. Sueño con Pilar llorando, con Pilar despidiéndose desde el balcón cuando le hacía visitas los domingos, con nuestros gestos de complicidad, despeinándola o hablándole de todas las novias que nunca tendré. Sueño con hospitales donde todos los pasillos son el mismo pasillo. Sueño de forma difusa con la respiración leve de Pilar, con su fragilidad y con una silla de ruedas que ya no ocupa nadie. Cada dos horas, tres o cuatro veces. Todas las noches.

La abuela ha muerto. Lo dice papá entrando en la habitación y casi tirando la puerta abajo. Todo sucede rápido, como en una película mal contada, hacemos el camino en coche (el mismo camino de la última semana todos los días) en silencio, escuchando el noticiario en la radio. Creo que papá y yo pensamos cosas parecidas, estamos recordando todo lo compartido con Pilar. Quizás los últimos siete días nos han hecho más fuertes, quizás simplemente nos han hecho menos egoístas y hemos aprendido a decir adiós. Papá lleva americana y se ha afeitado. Son los signos que aprendí de él y que me gusta hacer míos; a su manera piensa que, en ciertas situaciones, uno tiene que llevar americana y afeitarse. Son señales que aprendemos y perpetuamos. Es como el capitán que obliga a los oficiales a ponerse la corbata para cenar cuando llevan todo el día sucios y con ropa de camuflaje, rodeados de heridos o de muertos, pero luego cenando con corbata. Cuando murió el abuelo, papá llevaba americana y estaba recién afeitado. Es su manera de preservar la poca humanidad que queda entre nosotros.

La mujer más guapa del mundo está en la cama con los ojos cerrados. Hay quien piensa que la muerte es cuando los ojos se convierten en párpados. No hace ni una hora que Pilar es sólo párpados. Tiene todo el cuerpecito cubierto menos el rostro. Las sábanas parecen recién puestas. Le acaricio el pelo. Una de sus hijas entra en la habitación y esconde la cabeza sobre su pecho. La señora que ocupa la 313 B lee revistas al otro lado de la cortina. Ahora no tendrá visitas nocturnas que le molesten a la hora de dormir -me asusta pensar cosas así- pero en cierta manera todos sabemos cuándo es bueno hacerse invisible detrás de la cortina que divide la habitación en dos. Una mujer se ha dejado un paraguas en el cuarto de baño. Después, una enfermera nos pide con delicadeza que salgamos de la habitación.

La abuela nos contaba siempre la misma historia: que conoció al abuelo en un entierro, el padre del abuelo era el “tío forastero” y el abuelo enseguida fue bautizado en Torrero como “el forasterico”. Al abuelo todo le parecía bien, la abuela tenía más mala leche. El abuelo era flaco como un hilo, la abuela estaba tremenda y hermosa. Los dos últimos años se quedó en nada, pequeña y gastada por la vida. Decía todo el tiempo que se quería morir, que para estar así mejor se iba con el abuelo. El abuelo se jubiló siendo acomodador en los cines de la empresa Parra. La abuela sacó adelante la casa. Ella tenía más carácter que él, pero los dos eran un trozo de pan. Guardo las gafas de la yaya que aún conservan la marca de sus dedos temblorosos -son las últimas que tuvo- y quizás pueda aprender a mirar la vida a través de los cristales de Pilar. Estoy seguro de que el abuelo Lorenzo ha salido a recibirla con una de sus camisas remangadas hasta el codo, con su delgadez infinita y su cara de buena persona, la llamará “Chatica” y ella se las arreglará para echarle la bronca por cualquier tontería, “soso”, le dirá, "mas que soso" y finalmente se alejarán por los pinares de Venecia, Lorenzo con un cucurucho de helado de limón en una mano (el favorito de Pilar) y la mujer más guapa del mundo en la otra.

(En recuerdo de Pilar y Lorenzo)

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Diciembre 2006)

Publicado por Puzzle a las 9:30
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lunes, 9 de octubre de 2006




A ella le gusta ponerme pruebas. Digamos que es una afición que mantiene desde que estamos juntos y que se encarga de cuidar de manera diligente. Normalmente descubro que alguna de las pruebas ha sido establecida una vez que estalla la tormenta entre los dos, justo cuando es claro que no ha sido superada. La tormenta tiene forma de ausencia, de silencio o de llanto amargo, a veces de un aislamiento absoluto. Entonces ella se refugia en su acuario durante largos periodos de alejamiento hasta que decide perdonar mi ineficacia.

Es necesario prestar atención a la hora de reconocer cada uno de sus experimentos: son delicados y silenciosos. De nada sirve mantener la mirada fija en la suya e intentar averiguar si lo que vendrá a continuación es un ensayo o el experimento definitivo. Lo hace cuando se arroja en brazos de algún desconocido en las fiestas que organiza el decano todos los segundos viernes de cada mes, lo hace incluso arrojándose en brazos del decano. Utiliza como excusa su torpeza o los tacones de aguja, flexiona las rodillas y alza las caderas como dándose a mostrar, revelando toda su feminidad y su mejor sonrisa postiza. Ese es el señuelo. Ella acostumbra a definirlo como “el difícil arte de la pesca del pez Bobo” y es automático porque enseguida se ve rodeada de un grupo deseoso de nuevas capturas. Me busca con su mirada-flecha que clava en el centro exacto de mi manzana-pecho, es su manera de elevar la apuesta. Luego me presenta ante los demás como un simple amigo o un familiar (esa es la primera de las variantes) de modo que algunos peces se atreven a ser más lúbricos y resbaladizos. Algunos señuelos parecen simples mecanismos, otros la concepción de una auténtica artista o la pesadilla de un inventor.

La prueba ha comenzado, no sabría decir el momento exacto, pero ya está en marcha y las consecuencias son inesperadas: quizás sea castigado por comportarme como un pez payaso, por no acudir atento y protector, criticará mi aparente desgana y con una languidez sólo propia de ella, insinuará que no me entrego con la pasión que demanda. Si, por el contrario, me acerco al grupo como un escualo tintorera convencido de mis posibilidades -seguro de haber sabido detectar a tiempo el experimento- me hunde con su indiferencia y se dedicará a provocar al pez tropical más vistoso, tonteará con él, hará comentarios de lo encantador o interesante que resulta y reprochará (normalmente en público) mi inseguridad infantil. Es casi seguro que después de esa escena pedirá un taxi y abandonará la fiesta.

Los tanteos son aleatorios e infinitos: enferma repentinamente, por ejemplo. Si la colmo de cuidados me critica no haber acudido a un buen doctor, ataca mis métodos poco acertados de dispensar atenciones, el orden en que le suministro las píldoras o le coloco el termómetro. Si llamo a un especialista en enfermedades imposibles, tengo que escuchar que ella es un estorbo del que no me quiero hacer cargo. En ocasiones sugiere que todos sus males desaparecerían si recibiera más cariño de mi parte. En cualquier caso, si decido con carácter juicioso adelantarme a sus reacciones y prever cualquier inconveniente, ella deseará estar sola porque quizás no actué con el apremio necesario.

El peor de los experimentos se realiza en el dormitorio cuando baila para mí y se quita la ropa a cámara lenta hasta que, desnuda por completo, se despliega a mi lado en la cama. Suele suceder cuando llevamos semanas sin hacer el amor. En cuanto me abalanzo sobre ella se da la vuelta ofendida porque asegura que sólo anhelo su cuerpo y que además, mi deseo no es limpio sino lujurioso. Lo dice desde el otro lado de la galaxia mientras observo su espalda desnuda y su constelación de lunares, en el instante en el que se abre un agujero negro desde el plisado oscuro de las sábanas y nos engulle a mí y a mi erección como a dos estrellas enanas blancas.

Dejo que pasen los días sin atreverme a ponerle la mano encima, temo su reacción y por nada del mundo querría incomodarla. A continuación ella se aleja y se enfría, señala que he perdido el interés o que no me muestro tan apasionado como antes. Suele doblar la apuesta nombrando a otros peces que seguro darían lo que hiciera falta para ocupar el lugar que yo ocupo en su vida, en su confortable pecera llena de anzuelos.

-Hoy saldré con un amigo- me dice – No me esperes despierto. Lo comenta levemente mientras chapotea en la piscina y se va alejando hacia la parte profunda, esperando mis preguntas inquisidoras. Sería peor, lo sé y guardo silencio. Le gusta aumentar la distancia que nos separa impulsándose con un dócil aleteo de pez manta, viendo cómo pasan los aviones que sobrevuelan la urbanización, agarrándose a veces los pechos, como si le preocupara que también en el agua fueran a perder su verticalidad. Los dos sabemos que ella no tiene amigos, que todos los peces de su vida son antiguos amantes y que, indefectiblemente, yo perteneceré algún día a ese mismo grupo. Hombres bobos fáciles de pescar que aún la desean y a los que pondrá a prueba en lo que será otro nuevo experimento contra mí.

Nunca nos damos cuenta de las cosas importantes cuando ocurren, quizás ese es el motivo por el que no sabría decir en qué momento el chapoteo de sus pies se ha vuelto desordenado y torpe, como si no siguiera un patrón concreto. Ella está en la parte profunda y no puedo escuchar bien su murmullo. Agita los brazos, parece asustada pero su actuación es del todo incomprensible. Desde mi posición no termino de entender sus gritos cada vez más ahogados, alzo mi copa de vermú y sonrío, hago un gesto de brindis, como si quisiera decirle que está bien, que entiendo la situación y acepto el farol. A pesar de ser una experta nadadora, pretende simular una indisposición o un desvanecimiento: si actúo pronto, tendré que soportar su burla de más tarde, si me entretengo, me acusará de ser lento y despreocupado. Ha dejado de gritar, no es lo habitual en ella pero tampoco me sorprende, apenas puedo distinguir una de sus manos luchando (o que parece que está luchando) por mantenerse fuera de la superficie, como una tarántula del revés y sobrecogida que acaba de desprenderse del fino y delicado hilo que nos separa y nos aleja una y otra vez. Tomo otro trago de vermú. El pez manta se detiene y se instala suavemente sobre el fondo. Me empiezo a sentir cómodo en mi papel de eterno examinado, quizás ése sea el secreto de nuestra relación: nunca sabes lo que puede pasar, cuál será la prueba ese día y si, en realidad, el verdadero éxito depende de lo lejos que deseemos

(Publicado en su primera versión en la revista cultural "El Desembarco" , Noviembre 2006)

Publicado por Puzzle a las 12:33
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