Lo que no saben el príncipe y la princesa es que, antes de darse el primer beso (aquel que rubricará definitivamente su amor), han sido condenados de por vida a un maleficio que —básicamente— se resume en que sus labios quedarán pegados para siempre una vez que se toquen. La autora intelectual del hechizo es el hada madrina, despechada ella porque tiene un "affair" con el Rey que a su vez le ha prometido abandonar a la Reina, aunque para algo así necesita tiempo y poder hacer las cosas del modo menos traumático, es decir: una vez que concluyan los festejos por el casamiento de los chicos. El hada, por otra parte, padece algún tipo de complejo de Medea —pero sin llegar exactamente a serlo— aunque bien es cierto que detesta la felicidad amorosa ajena. No hay nada que le joda más. En su currículo figura que posee un MBA en hechizos que quiere rentabilizar antes de cumplir los cincuenta y poder demostrar así sus habilidades gerenciales adquiridas. Cuando se plantea el posible maleficio, maneja todo tipo de alternativas: desde un vaporoso vestido envenenado a una corona ardiente que chamusque los delicados bucles dorados de la princesa, algo que sea un poco más imaginativo que lo de la transformación en rana. Finalmente decide que, de todos los embrujos, el más cruel sin duda es el de los hocicos sellados.
Tras el “puedes besar a la novia”, los labios de los príncipes se unen como deliciosos gajos de mandarina. Todos los presentes se dan codazos mientras comentan emocionados que nunca se ha visto un amor tan grande: mira tú cuánto se quieren que no quieren separarse. En un principio, la anécdota resulta encantadora y, por qué no decirlo, romántica e inesperada. Después, el asunto se complica en el momento en el que los belfos reales se van transformando poco a poco en dos ventosas adheridas que no quieren despegarse. El hada madrina le sostiene la mirada al Rey que se piensa lo peor, cosas del tipo “esta me quiere joder” o “ten cuidado Arturito que las hadas de este reino son todas unas retorcidas”.
La primera noche después del casamiento es digna de recordarse como una de las más arrebatadas de todas las historias de amor que se conocen. La segunda ya empieza a ser penitencia y la tercera un suplicio. La princesa descubre que su amado padece de halitosis, algo que el futuro Rey había mantenido en secreto pensando que tal vez hallaría un remedio mágico para su aliento. El príncipe descubre una virulenta picazón en sus morros que se va extendiendo desde el nacimiento de la boca de la princesa hasta la comisura de sus propios labios. A ella no le queda más remedio que confesar que su vida antes del príncipe no era tan incólume y virginal como había dado a entender y que la picazón no es otra cosa que un herpes que adquirió no se sabe muy bien con quién porque fueron unos cuantos los que probaron la miel de sus labios.
Así es como se van sucediendo los acontecimientos en el reino. El Rey es despachado por la Reina que le pone los arcones en la calle porque alguien filtra la noticia de la doble vida del monarca. Los príncipes se pasan la vida adheridos, babeando reproches e insultos que derraman como una sopa amarga por las estancias de palacio. Reciben en audiencia pegados, duermen pegados intentando cerrar bien sus bocas para no contagiarse del hedor mutuo que desprenden. El príncipe no puede acudir a las batallas importantes porque lleva una princesa pegada a los morros y le viene un poco mal para matar a los insurrectos. Tampoco pueden darse festines pantagruélicos porque se atragantan. Y para qué decir nada de sexo oral o de la disolución del matrimonio. ¿Cómo romper algo que Dios ha unido para siempre a la altura de los morros?. El hada madrina presenta el maleficio como proyecto de tesis y se doctora en perversidad. La leyenda cuenta que viajó de reino en reino dando conferencias acerca de cómo ser mala malísima y cosechó innumerables éxitos y emolumentos allá donde fuera que estuvo.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2007)
Tras el “puedes besar a la novia”, los labios de los príncipes se unen como deliciosos gajos de mandarina. Todos los presentes se dan codazos mientras comentan emocionados que nunca se ha visto un amor tan grande: mira tú cuánto se quieren que no quieren separarse. En un principio, la anécdota resulta encantadora y, por qué no decirlo, romántica e inesperada. Después, el asunto se complica en el momento en el que los belfos reales se van transformando poco a poco en dos ventosas adheridas que no quieren despegarse. El hada madrina le sostiene la mirada al Rey que se piensa lo peor, cosas del tipo “esta me quiere joder” o “ten cuidado Arturito que las hadas de este reino son todas unas retorcidas”.
La primera noche después del casamiento es digna de recordarse como una de las más arrebatadas de todas las historias de amor que se conocen. La segunda ya empieza a ser penitencia y la tercera un suplicio. La princesa descubre que su amado padece de halitosis, algo que el futuro Rey había mantenido en secreto pensando que tal vez hallaría un remedio mágico para su aliento. El príncipe descubre una virulenta picazón en sus morros que se va extendiendo desde el nacimiento de la boca de la princesa hasta la comisura de sus propios labios. A ella no le queda más remedio que confesar que su vida antes del príncipe no era tan incólume y virginal como había dado a entender y que la picazón no es otra cosa que un herpes que adquirió no se sabe muy bien con quién porque fueron unos cuantos los que probaron la miel de sus labios.
Así es como se van sucediendo los acontecimientos en el reino. El Rey es despachado por la Reina que le pone los arcones en la calle porque alguien filtra la noticia de la doble vida del monarca. Los príncipes se pasan la vida adheridos, babeando reproches e insultos que derraman como una sopa amarga por las estancias de palacio. Reciben en audiencia pegados, duermen pegados intentando cerrar bien sus bocas para no contagiarse del hedor mutuo que desprenden. El príncipe no puede acudir a las batallas importantes porque lleva una princesa pegada a los morros y le viene un poco mal para matar a los insurrectos. Tampoco pueden darse festines pantagruélicos porque se atragantan. Y para qué decir nada de sexo oral o de la disolución del matrimonio. ¿Cómo romper algo que Dios ha unido para siempre a la altura de los morros?. El hada madrina presenta el maleficio como proyecto de tesis y se doctora en perversidad. La leyenda cuenta que viajó de reino en reino dando conferencias acerca de cómo ser mala malísima y cosechó innumerables éxitos y emolumentos allá donde fuera que estuvo.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2007)