No corren buenos tiempos y entonces decidimos cuidar más las cosas que valen la pena. La amistad es una de ellas. Por eso una opción como cualquier otra es encaramarse al cielo para mirar la vida desde las alturas, mirarla en tonos ocre y cobrizos, cuando el cielo está bajo y el sol se oculta cada vez más temprano. Es cierto que desde arriba el mundo se ve distinto. A mi me pasa, me pasa que me estoy vaciando, que estoy empezando de cero, que ando zigzagueando como un torrente revuelto que quiere desembocar y diluirse en algo más grande que uno mismo. Me pasa que la cartografía anda de capa caída. Por eso uno no puede rechazar volar nunca. Sobre todo si quien pilota es Miguel. Me cuesta hablar de las cosas que uno siente desde el aire, a mil pies de altura, con tu mejor amigo extendiendo los alerones y recogiendo el timón. “Coge tú los mandos” , me dice. Y me resulta imposible no meter morro y caer un poco en picado, quizás el reflejo de mi propio vuelo, de lo que ando viviendo estos días. Enseguida me enseña a enderezar el horizonte artificial, el rumbo. Joder, ojalá fuera tan fácil pilotar la vida. Girar 180 grados en el aire y dirigirte hacia otros lugares.
Desde el cielo , si piensas en los daños, siguen doliendo pero pesan menos. Son los daños a mil pies y subiendo. Luego pasa que aterrizas y pisas el mundo ocre y cobrizo, el de los días que zigzaguean rompiendo la vida en mitades distintas. Ahora que la meteorología no acompaña para el vuelo en tierra, queda confiar en otros vientos, en otros cielos y en otros mapas. Los daños pesan otra vez tal y como los recuerdo antes de despegar. Desde el cielo un puzzle de piezas ocres y cobrizas. Desde el suelo un jarrón roto en mil pedazos. Tiempo, tiritas, Loctite y un cazador de serpientes de lágrimas que reptan buscando unas alas.
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