Lo de Silvia escapaba a toda lógica. Se fijaba en el chico más guapo de clase y terminaba enamorándose del tipo con menos posibilidades del turno de noche. Lo cierto es que Silvia en sí misma escapaba a toda lógica. Cómo comenzaron a entenderse y más tarde a desentenderse no puede ser explicado con facilidad.
En todo caso, el mayor delito que cometieron fue el de soñar en voz alta (él) y el de escuchar todos sus desvaríos como si fueran certezas (ella). El resto se conoce de manera difusa. Él soñaba con ser miles de cosas, arquitecto o ingeniero, y contaba que vivirían en una casa con las paredes de cristal. Ella cruzaba el paso de peatones y le creía. Casi siempre le creía.
Llegaron las noches de concierto, las escapadas de clase de álgebra lineal y los ensayos. Las visitas clandestinas -estoy sola, mis padres se fueron al pueblo- y las servilletas de papel dibujadas en un bar de Delicias. Él no tenía mucho más que ofrecer excepto aquel montón de delirios y de edificios transparentes. A ella no parecía importarle y siempre se despedían puntuales los domingos en la parada del autobús. En realidad, Silvia simplemente escapaba y aquella tarde de domingo el padre de ella (que nunca vio con buenos ojos las paredes de cristal) fulminaría casi de disparo certero todo lo que habían levantado a escondidas en los pasillos del instituto. Cada uno por su lado escapó como pudo. Él hacia su barrio, ella en el asiento de atrás del coche de papá. Luego me dijeron que en un semáforo del centro se bajó y echó a correr, en busca del arquitecto o del ingeniero, en busca del tipo que le sacara un sueño de los bolsillos que le devolviera la sonrisa. El chico siguió corriendo , vaciando los bolsillos de monedas y billetes de autobús gastados, pero ni un solo sueño. Silvia simplemente escapó y aquella noche terminó rodeada de borrachos en la cafetería de una estación de tren , un soldado con destino Barcelona con el que estuvo a punto de coger el Talgo la rescató y, finalmente, perdió el tren y un papel protagonista.
El Miércoles llegó una carta que lo explicaba todo, Silvia no volvió a clase y su padre la puso a trabajar en una asesoría laboral . Dicen que ella escribió un diario durante los cien días que pasaron juntos. Se volvieron a encontrar y no funcionó. Ella aprobó unas oposiciones y él nunca pisó la escuela de arquitectura, aunque de vez en cuando se le puede ver lanzando piedras contra todos los cristales que encuentra a su paso. Creo que Silvia es feliz, se casó y trabaja en la universidad, detesta a los tipos soñadores con los bolsillos llenos de billetes de autobús gastados y además, hace tiempo que ya no escapa.
En todo caso, el mayor delito que cometieron fue el de soñar en voz alta (él) y el de escuchar todos sus desvaríos como si fueran certezas (ella). El resto se conoce de manera difusa. Él soñaba con ser miles de cosas, arquitecto o ingeniero, y contaba que vivirían en una casa con las paredes de cristal. Ella cruzaba el paso de peatones y le creía. Casi siempre le creía.
Llegaron las noches de concierto, las escapadas de clase de álgebra lineal y los ensayos. Las visitas clandestinas -estoy sola, mis padres se fueron al pueblo- y las servilletas de papel dibujadas en un bar de Delicias. Él no tenía mucho más que ofrecer excepto aquel montón de delirios y de edificios transparentes. A ella no parecía importarle y siempre se despedían puntuales los domingos en la parada del autobús. En realidad, Silvia simplemente escapaba y aquella tarde de domingo el padre de ella (que nunca vio con buenos ojos las paredes de cristal) fulminaría casi de disparo certero todo lo que habían levantado a escondidas en los pasillos del instituto. Cada uno por su lado escapó como pudo. Él hacia su barrio, ella en el asiento de atrás del coche de papá. Luego me dijeron que en un semáforo del centro se bajó y echó a correr, en busca del arquitecto o del ingeniero, en busca del tipo que le sacara un sueño de los bolsillos que le devolviera la sonrisa. El chico siguió corriendo , vaciando los bolsillos de monedas y billetes de autobús gastados, pero ni un solo sueño. Silvia simplemente escapó y aquella noche terminó rodeada de borrachos en la cafetería de una estación de tren , un soldado con destino Barcelona con el que estuvo a punto de coger el Talgo la rescató y, finalmente, perdió el tren y un papel protagonista.
El Miércoles llegó una carta que lo explicaba todo, Silvia no volvió a clase y su padre la puso a trabajar en una asesoría laboral . Dicen que ella escribió un diario durante los cien días que pasaron juntos. Se volvieron a encontrar y no funcionó. Ella aprobó unas oposiciones y él nunca pisó la escuela de arquitectura, aunque de vez en cuando se le puede ver lanzando piedras contra todos los cristales que encuentra a su paso. Creo que Silvia es feliz, se casó y trabaja en la universidad, detesta a los tipos soñadores con los bolsillos llenos de billetes de autobús gastados y además, hace tiempo que ya no escapa.
3 desvaríos:
Casi todo el mundo escapa en un momento determinado de la vida. Me gusta la historia de Silvia y me alegra saber que luego le fue bien.
Enhorabuena por tus historias.
Casi nunca acabamos siendo lo que esperábamos de crios. Será que no anhelamos con demasiada puntería.
El sigue tirando piedras... seran 101 dias encerrado en la negrura de esta vida...
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