Alicia ya lo sabía desde hacía mucho tiempo. Conocía los tesoros y los portentosos milagros de muchos de los autores consagrados. No es que quisiera guardar su secreto, pero cierto resulta que nadie le preguntó y, por tanto, se limitó a mostrar sólo lo que los demás esperaban encontrar.
Después de tres semanas juntos en un curso subvencionado, él se atrevió a intuirla. Quiso imaginarla frágil y larga como sus pasos, y aprendió a mirarla de reojo justo para que ella se diera cuenta y pensara (a pesar de que fingiría desviar su atención a otro lado) que él era algo torpe como espía. Le gustaba su pelo rojizo y sus piernas medio torcidas e infinitas, su rostro pálido -pleno de lunares- y ese aire misterioso de mujer inhabitable por nadie. Le averiguó un amor de hace mucho tiempo, de esos que lo intentan miles de veces, que van y vuelven porque no encuentran espacios mejores (o al menos no tan permisibles) y que duelen un rato y curan al siguiente. Amor de “mi mejor amigo” y de “nadie me conoce como él”.
Como nunca tuvo nada que perder, continuó observándola detrás de un periódico agujereado para la ocasión, haciéndose el encontradizo y reclamando su atención de maneras inverosímiles. Consiguió una especie de venia no-pactada y su dirección de correo electrónico. Le mandó mensajes y poemas, también una colección de indicios dirigidos a que ella pudiera hacer sus propios vaticinios. En menos de dos semanas fueron al teatro y jugaron a seducirse, primero vendría el lado intelectual en el que ambos se sentían cómodos y cercanos, luego vendrían las cervezas y los abrazos. “Estoy nerviosa, no me gusta lo que siento cuando me abrazas, porque luego te echo de menos”. Empezó a verla como una mujer bella y completa capaz de llenarle sus muchas inquietudes. Planearon lo que no se planea y durmieron juntos un día cualquiera entre semana.
Esa noche no hicieron el amor y él se limitó a recorrer la superficie lunar con toda suerte de arrumacos y caricias. Se sorprendieron por lo íntimo de sus encuentros y la extraña facilidad con la que todo ocurría. No pasaron de tres noches hasta que ella le pidió que estuviera dentro. Estuvo un buen rato y formaron una enredadera de piernas y brazos, se navegaron sin prisa. Conforme fueron descubriendo maneras de acariciarse, él reparó en sus estanterías llenas de libros y en el montón que se acumulaba en un par de cajas de cartón. Ella le mostró a Borges y a Cortázar y después se navegaron de nuevo. El aprendió a leerle con acento porteño los fragmentos que ella escogía y se dormían navegando a través de kilómetros de piernas y sueños. Ella le aseguró que él era el chico más dulce, que le encantaba oírle recitar cuentos. Y él la miró como mujer habitable por pocos mientras siguió acariciando la superficie lunar en la que aterrizaba cada tarde. Pintaron las paredes del salón y bebieron vino, compartieron canciones de Marisa Monte y siguieron con el juego de la seducción. Ella le prestó "El Aleph" y le regaló "Rayuela", se lo dedicó (“Azar, búsqueda, locura…) y él los dejó caer sobre el viejo mueble de su habitación. Siguieron navegando, bebiendo y escuchando cuentos en boca del otro.
Una tarde de otoño, su “mejor amigo que mejor le conoce” tuvo un accidente y reapareció en su vida como una pieza de rompecabezas cojo. Como no podía ser de otra forma, ella le cuidó y le visitó para darse cuenta de que su rompecabezas también estaba cojo y fíjate tú qué sería de mi vida si te hubiera pasado algo. Por eso, y porque casi seguro que Alicia ya lo sabía, nunca se despidió del chico que contaba cuentos con acento sureño y que le navegó más dulce que nadie, posiblemente lo olvidó, y su navegante también. Pasaron los veranos y alguien encontró Rayuela y fue que no pudo dejar de leer, y lo mismo con Borges, y Arreola, Monterroso, Quiroga y Gabo, de modo que pasaron más veranos, y más mujeres inhabitables (en realidad Alicia lo era), más lecturas disfrazadas de señuelo entre copa de vino y relatos, agradeciendo el descubrimiento y el verdadero caudal de lo que había descubierto.
Después de tres semanas juntos en un curso subvencionado, él se atrevió a intuirla. Quiso imaginarla frágil y larga como sus pasos, y aprendió a mirarla de reojo justo para que ella se diera cuenta y pensara (a pesar de que fingiría desviar su atención a otro lado) que él era algo torpe como espía. Le gustaba su pelo rojizo y sus piernas medio torcidas e infinitas, su rostro pálido -pleno de lunares- y ese aire misterioso de mujer inhabitable por nadie. Le averiguó un amor de hace mucho tiempo, de esos que lo intentan miles de veces, que van y vuelven porque no encuentran espacios mejores (o al menos no tan permisibles) y que duelen un rato y curan al siguiente. Amor de “mi mejor amigo” y de “nadie me conoce como él”.
Como nunca tuvo nada que perder, continuó observándola detrás de un periódico agujereado para la ocasión, haciéndose el encontradizo y reclamando su atención de maneras inverosímiles. Consiguió una especie de venia no-pactada y su dirección de correo electrónico. Le mandó mensajes y poemas, también una colección de indicios dirigidos a que ella pudiera hacer sus propios vaticinios. En menos de dos semanas fueron al teatro y jugaron a seducirse, primero vendría el lado intelectual en el que ambos se sentían cómodos y cercanos, luego vendrían las cervezas y los abrazos. “Estoy nerviosa, no me gusta lo que siento cuando me abrazas, porque luego te echo de menos”. Empezó a verla como una mujer bella y completa capaz de llenarle sus muchas inquietudes. Planearon lo que no se planea y durmieron juntos un día cualquiera entre semana.
Esa noche no hicieron el amor y él se limitó a recorrer la superficie lunar con toda suerte de arrumacos y caricias. Se sorprendieron por lo íntimo de sus encuentros y la extraña facilidad con la que todo ocurría. No pasaron de tres noches hasta que ella le pidió que estuviera dentro. Estuvo un buen rato y formaron una enredadera de piernas y brazos, se navegaron sin prisa. Conforme fueron descubriendo maneras de acariciarse, él reparó en sus estanterías llenas de libros y en el montón que se acumulaba en un par de cajas de cartón. Ella le mostró a Borges y a Cortázar y después se navegaron de nuevo. El aprendió a leerle con acento porteño los fragmentos que ella escogía y se dormían navegando a través de kilómetros de piernas y sueños. Ella le aseguró que él era el chico más dulce, que le encantaba oírle recitar cuentos. Y él la miró como mujer habitable por pocos mientras siguió acariciando la superficie lunar en la que aterrizaba cada tarde. Pintaron las paredes del salón y bebieron vino, compartieron canciones de Marisa Monte y siguieron con el juego de la seducción. Ella le prestó "El Aleph" y le regaló "Rayuela", se lo dedicó (“Azar, búsqueda, locura…) y él los dejó caer sobre el viejo mueble de su habitación. Siguieron navegando, bebiendo y escuchando cuentos en boca del otro.
Una tarde de otoño, su “mejor amigo que mejor le conoce” tuvo un accidente y reapareció en su vida como una pieza de rompecabezas cojo. Como no podía ser de otra forma, ella le cuidó y le visitó para darse cuenta de que su rompecabezas también estaba cojo y fíjate tú qué sería de mi vida si te hubiera pasado algo. Por eso, y porque casi seguro que Alicia ya lo sabía, nunca se despidió del chico que contaba cuentos con acento sureño y que le navegó más dulce que nadie, posiblemente lo olvidó, y su navegante también. Pasaron los veranos y alguien encontró Rayuela y fue que no pudo dejar de leer, y lo mismo con Borges, y Arreola, Monterroso, Quiroga y Gabo, de modo que pasaron más veranos, y más mujeres inhabitables (en realidad Alicia lo era), más lecturas disfrazadas de señuelo entre copa de vino y relatos, agradeciendo el descubrimiento y el verdadero caudal de lo que había descubierto.
3 desvaríos:
Me encanta la historia, tienes cuentos o retazos realmente preciosos, y siempre me preguntaré si son parte de ti, de la ficción hermosa que inventas, o una mezcla de las dos cosas.
Me sigues sorprendiendo desde tu morada...
"...una mujer bella y completa capaz de llenarle sus muchas inquietudes" la historia es bonita, lástima de este comentario. Desde luego parece que el amor no existe, sólo se trata de llenar el vacío del otro. Puede que sea así. En todo caso, me alegro de que Alicia se olvidase de él.
es cierto que Alicia se olvidó de él, pero también es cierto que el protagonista de la historia aprendió muchas cosas que de no haberla conocido a ella, ahora ni siquiera intuiría. A veces las historias terminan y nunca más se sabe de sus protagonistas, pero dejan cierto tipo de huella que merece la pena conservar...
El comentario que tanto te molestó es una manera de expresar muchas cosas, yo no sé cual es tu definición de amor, pero llenar (o complementar, si lo prefieres) a alguien, no significa para nada que se parta de una situación de vacío. Se puede estar lleno y aun así, ser completado por alguien. A mí no me parece una mala forma de amar.
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