Sobre la mesa un mantel de hule a cuadros, un par de calcetines y junto a ellos unas braguitas de pack de tres (del Carrefour) y unas medias con carrera formando una pequeña montaña de prendas inútiles. Huele a suavizante y a café. Se siente la casa vacía, se sabe porque un grifo gotea al fondo del pasillo de manera continua, insistente, como si se lamentara de algo, de un abandono prematuro o una huída a la desesperada. Luego en el dormitorio, la cama deshecha y en la mesita de noche a medio abrir, platos de loza amarilla con restos de bizcocho apilados descuidadamente y un rastro de miguitas que conducen hasta la terraza en la que suele tomar el sol, desnuda y abierta como una flor empapada en rocío.
La empezaron a echar en falta el lunes en la oficina y el jueves en la clase de preparación al parto, ahora que las cosas empezaban a ir bien y el jefe prometía una subida de sueldo sin esperar nada a cambio, ahora que él había dado señales de vida siete (¿o eran ocho?) meses después y le ayudaría con los ejercicios de respiración. Ahora. Ahora que no necesitaba nada excepto que la criatura viniera bien.
En el congelador una foto de cuando eran niños en el pueblo y pensaban que eso -y no otra cosa- era la felicidad, antes de las navidades en las que mamá anunció su enfermedad, las últimas todos juntos. En el horno un guante chamuscado que una vez fue de lana azul, luego papá se volvería una sombra y después un guiñapo y por último nada. La pena lo calcinó.
En el lavaplatos naufraga un payaso de peluche bizco, con ojo de botón y mirada triste. Quien pudo se marchó del pueblo en busca de algo mejor. Fuera, en la ventana, unos cubiertos puestos a secar al sol, cuchara , tenedor y cucharilla, colgados boca abajo en un silencio difícil. Tal día como hoy hace diez años y todavía escucha la voz de mamá tarareando boleros en la cocina. Como si quisiera decirle algo nuevo. Algo que no supiera.
La empezaron a echar en falta el lunes en la oficina y el jueves en la clase de preparación al parto, ahora que las cosas empezaban a ir bien y el jefe prometía una subida de sueldo sin esperar nada a cambio, ahora que él había dado señales de vida siete (¿o eran ocho?) meses después y le ayudaría con los ejercicios de respiración. Ahora. Ahora que no necesitaba nada excepto que la criatura viniera bien.
En el congelador una foto de cuando eran niños en el pueblo y pensaban que eso -y no otra cosa- era la felicidad, antes de las navidades en las que mamá anunció su enfermedad, las últimas todos juntos. En el horno un guante chamuscado que una vez fue de lana azul, luego papá se volvería una sombra y después un guiñapo y por último nada. La pena lo calcinó.
En el lavaplatos naufraga un payaso de peluche bizco, con ojo de botón y mirada triste. Quien pudo se marchó del pueblo en busca de algo mejor. Fuera, en la ventana, unos cubiertos puestos a secar al sol, cuchara , tenedor y cucharilla, colgados boca abajo en un silencio difícil. Tal día como hoy hace diez años y todavía escucha la voz de mamá tarareando boleros en la cocina. Como si quisiera decirle algo nuevo. Algo que no supiera.
4 desvaríos:
Te juro que he llorado al leerlo. No va de coña.
Un saludo.
Te he intentado dejar mensajes otras veces pero no he podido (o no he sabido). Sólo quería decirte que es hermoso como escribes y que gracias por tus historias.
Sabes llegar a la gente.
Vaya, qué historia más triste, preciosa pero triste. Espero que no tenga nada que ver con la vida real.
Un abrazo desde el Atlántico
Acojonante el texto. Well done.
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