jueves, 23 de diciembre de 2010


He dormido el resto de la noche sin desvelarme. Las pastillas que Clara me dio han cumplido su propósito. Sin embargo, no logro recordar ninguno de mis sueños. Mientras desayuno, busco en el prospecto los efectos secundarios. Clara, todavía con legañas en los ojos, me pregunta si he vuelto a soñar con aquella mujer, si todavía se me aparece desnuda en mitad de la noche. Le digo que no recuerdo nada, que no sé de qué mujer está hablando. Entonces, Clara sirve un poco más de zumo, mordisquea la esquina de una tostada y sonríe complacida.

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domingo, 31 de octubre de 2010


Nunca me muero en viernes. El lunes ya comienzo a ponerme un poco nervioso. Cierro los asuntos más urgentes en la oficina. No querría dejarle a Villuendas la pila de papeles y los clientes más difíciles. Así que me quedo hasta las tantas y adelanto el trabajo de toda la semana. El martes le intento explicar a Carmen que no pienso volver con ella, que quiero a mi mujer y que no sé manejar dos historias a la vez. Me preocupo por Carmen pero no como a ella le gustaría. Carmen parece que no lo entiende, no acepta mi negativa semanal. Le gusta gimotear una disculpa entre sollozo y sollozo, pero luego insiste con lo de volver. El miércoles invito a desayunar a mi padre, él lo considera una buena costumbre, sorbe el chocolate a través del hueco vacío que tiene entre dos dientes. Me pregunta por mamá, si ella está bien, si se está viendo con otro hombre. Papá siempre se come tres churros y deja dos en el plato. Me pide prestado algo de dinero. Nos despedimos con un apretón de manos y una palmada en el hombro. Conforme avanza la semana, no puedo evitarlo, estoy pendiente del teléfono, por si aquella voz desconocida vuelve a llamar para decirme que moriré otro día que no sea viernes. Pero no, lo dijo bien claro, morirás en viernes. Y colgó. El jueves es el día de mamá. Quedamos para comer un menú de esos baratos. Ella siempre llega antes que yo. Me espera en la barra mientras se toma un carajillo. No ha terminado de recuperarse de la operación de rodilla y esta semana le dan los resultados. Para no preocuparla con lo de mi muerte le digo que el domingo iré a comer a casa y que llevaré el postre. El viernes madrugo sin necesidad de despertador. Llamo entre susurros a la oficina y digo que no me encuentro bien, que no me esperen. Marisa duerme, o hace como que duerme, a mi espalda. Me doy una buena ducha y me afeito despacio. Vuelvo a meterme en la cama. A Marisa le encantan los viernes porque dice que hacemos el amor como si fuésemos a desaparecer del planeta. No tomamos precauciones porque a mí me encantaría dejarla embarazada de nuestro primer hijo. Después de remolonear un poco, hago el desayuno y pongo una lavadora. Nos ponemos cómodos en el sofá y miramos las fotos de cuando éramos jóvenes. Observo a Marisa de reojo, mientras hace algún comentario de lo flacos que estábamos y la formidable mata de pelo que sobresalía de mi cabeza. Qué guapo estabas, me dice. Saco a pasear al perro y recojo el correo del buzón. Nunca sé a qué hora se muere los viernes. Imagino que será después de la siesta. Pero no me muero y el sábado y el domingo no puedo evitar sentirme engañado. Noto que me cambia el carácter. Será la próxima semana, pienso. Aquella voz dijo que sería en viernes. Y yo le creí. Nadie te llama para decirte que vas a morir en viernes y miente. El lunes comienzo a ponerme un poco nervioso y adelanto el trabajo de toda la semana en la oficina.

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viernes, 25 de junio de 2010


El hombre que toma capuchinos en un café tranquilo mientras lee relatos de Cortázar o de Carver, y que ya lleva tres capuchinos con sus correspondientes tres aguas minerales, sonríe de vez en cuando ante alguna frase deliciosa que le llama la atención. “Qué cabrones” piensa, “qué cabrones”. También levanta la cabeza y mira a las mujeres del café tranquilo. Se pregunta si alguna de ellas podría ser la m-u-j-e-r —con todas las letras— que pondrá patas arriba su rutinaria vida. Piensa a su vez en lo hermosa que es la palabra mujer. Se recrea en esa palabra. La paladea. Se recrea en eso y en lo cabrones que eran Cortázar y Carver. Piensa en otros cabrones que escriben y que él nunca llegará a ser así de cabrón. Quien haya leído a Cortázar, Carver o Chéjov sabe a lo que se refiere el hombre que toma capuchinos. Sin duda se refiere a algo bueno, superlativo.

Una rubia de mirada lánguida —y que se muerde las uñas— cruza el café de una punta a otra como un buen presagio. Sabe que está siendo contemplada por el hombre del capuchino que lee. Se siente incluso deseada aunque esto último es una apreciación muy particular y que no se fundamenta en nada. A veces, nuestro hombre (establezcamos por convenio llamarlo X) imagina cómo sería hacer el amor con las mujeres desconocidas con las que se cruza a diario. Lo imagina con detalle y de manera intensa. Luego olvida a esas mujeres. En general tiene una clara tendencia a olvidar las cosas.

Pese a todo, recuerda con agrado a Laura. Una de las lecciones más importantes que aprendió de ella es la de cómo echar el azúcar al capuchino sin que se derrame por los bordes: haciendo primero un huequito con la cucharilla. Ese es el secreto. Después le viene a la cabeza Natalia, la camarera que dibujaba corazones de chocolate sobre la superficie cremosa del capuchino. Un día se intercambiaron el número de teléfono. Aunque él no quería nada con ella, reconocía sentirse halagado puesto que en cierta manera, nunca o casi nunca le ocurrían cosas de ese tipo. Le ocurrían a los demás, pero a él no. Con Natalia nunca imaginó cómo sería el asunto en la cama. Eso, según X, significaba algo, aunque no sabía muy bien el qué.

X siente en ese momento que no necesita nada más para estar bien. Así está todo bien, con un capuchino, un agua mineral y algunos libros de Cortázar o de Carver. Le gustan las tardes en cafés tranquilos, a ratos lee, a ratos mira a otras mujeres y anota algunas ideas en servilletas de papel. En ese momento piensa que son ideas estupendas pero poco después cambiará de idea. Satisfecho con su tarde y consigo mismo, se levanta, paga y sale del café tranquilo. La rubia de mirada lánguida que se muerde las uñas, cruza de nuevo el café de punta a punta, pero haciendo el recorrido de vuelta, como si buscara algo o a alguien. Sea lo que sea aquello que busca ya no está. Entonces su mirada se vuelve mucho más lánguida. Tanto que se le quitan las ganas de todo y se enciende un cigarro, justo ahora que se había prometido dejar de fumar y de comerse las uñas.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2010)

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miércoles, 26 de mayo de 2010




Como quien descubre de pronto en la boca del estómago el regusto agrio de una ración extra de cuernos, aparece ante él la visión espectral de una certeza: es un perdedor. Una mala racha, que diría alguien, pero que él interpreta como el más absoluto de los fracasos. Un perdedor en toda la extensión de la palabra. Desde la “pe” hasta la “erre”. Las certezas conllevan ese tipo de argumentos inapelables: se le aparecen a uno de repente y ya no hay quien te quite la idea de la cabeza. Está convencido de eso y de la existencia de un método japonés para cada cosa —bien es sabido que los japoneses desarrollan métodos insospechados para todo: para pelar un huevo, por ejemplo, o masajear los testículos, que es casi lo mismo—. Precisamente ahora, en medio de esa gran explanada abandonada que es su certeza, contempla sin perder detalle el vidrio helado de la televisión por cable, mientras un oriental enjuto y sonriente explica el método japonés para doblar camisetas en un anuncio que se repite una y otra vez. Analiza bien los movimientos. Le sorprende la aparente facilidad con la que sucede todo, el japonés extiende la camiseta sobre la mesa, la acaricia un poco, como si quisiera prepararla para lo que viene a continuación, pinza con los dedos dos puntos invisibles de tela, cruza las manos en el aire y con un movimiento de prestidigitador, ¡zas!, la coloca de nuevo ante los espectadores, perfectamente doblada, como si acabara de sacarla de su precinto original. No hay fisuras ni pliegues que rompan la estética del conjunto. Toda la maniobra sucede en menos de cuatro segundos. El anuncio se repite esta vez a cámara lenta, desafiando la inteligencia de quien contempla el prodigio. Los subtítulos garantizan que cualquiera puede hacerlo en sus casas si le pone empeño al asunto. Pero él no. Él es un fracasado. Por eso lleva toda la tarde intentando doblar sus camisetas mientras sigue, al pie de la letra, las directrices del método japonés. En todas las ocasiones ha tenido que retocar algún pliegue o rehacerlo por completo. Ha perdido la cuenta. Considera que si no es capaz de doblar una camiseta según lo establecido por un método existente, es posible que no sea capaz de dar pie con bolo en nada. No en estos días rancios. No ahora, cuando hace justo una semana que ella se marchó con su monitor de fitness. Así que permanece sentado frente al canal de televisión por cable, mientras la desidia de los últimos días, le pellizca en el codo, le anima —insidiosa— a cambiar de emisora, no vaya a ser que en el siguiente bloque de anuncios, aparezca un tipo amarillo e igual de enjuto, que haya inventado el método japonés para dejar de estar jodido.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Octubre 2007)

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jueves, 25 de febrero de 2010





Pero claro que sí. Claro que supe ver enseguida la ausencia de mirada en Laura justo a vuestro regreso de Santander. La no-mirada de Laura en cuanto bajó del tren. Cómo no verlo, aquel enorme vacío de agujero negro instalado en el fondo turbio de sus pupilas. Y de las tuyas, Nacho, que nos conocemos desde hace tiempo y sé que no mirar es tu manera de ensayar la estrategia del avestruz. Me pregunto si tampoco miras a Sandra cuando llegas a casa, posiblemente agotado, si ahora Laura y tú habéis conformado un extraño clan de los que sólo se miran entre sí pero a nadie más.

El clan de los que se miran.

Yo sé cómo mira Laura, o mejor debería decir, cómo acostumbraba a mirar. Te sostiene la mirada como si fuera un florete en un lance de esgrima, la dócil contemplación de Laura, siempre con interrogantes de constelación antigua. Pero eso era antes, antes del congreso de Astronomía. Antes de Santander. En cualquier caso y para que no se me malinterprete, creo que lo justo aquí es agradecerte el cambio que se ha operado en ella. Veníamos de atravesar la peor de nuestras crisis, uno de esos pasadizos estelares que lo fagocitan todo en una relación y te dejan muerto de frío. Nos habíamos convertido en dos personajes anodinos que se reconocen por los pasillos pero que duermen gravitando en el extremo opuesto de la cama. En galaxias diferentes. Y que a veces, sólo a veces, hablan de cosas triviales o hacen el amor con acostumbrada desgana. Pero entonces Laura todavía me miraba, intentaba mandarme señales luminosas con su mirada terminada en punta, casi diría que me retaba, pero no pude ni supe descifrar su llamada de auxilio.

Y ahora, ahora ella se esmera tanto; es cierto que no mira, pero se esmera tanto, Nacho. Ahí fue cuando comencé a saber. En el cuidado que Laura pone para que no me percate de nada y, por encima de todo, en la ausencia de mirada. La sonrisa de Laura permanece, ha desarrollado incluso un modelo nuevo, una resplandeciente expresión de entusiasmo adolescente, esa sonrisa blanda que dibujamos cuando estamos a punto de ser descubiertos robando un paquete de chicles en el estanco o pasando un papelito arrugado por debajo de la mesa. Quizás sea la deliciosa manera de Laura de enfrentarse al remordimiento que significa descubrir que ahora nos necesita indefectiblemente a los dos. El efecto Macbeth en Laura, para quien entregarse ferozmente, es como lavarse las manos de culpa tras cometer un crimen, que si lo piensa mucho, le parece imperdonable.

Intenté ofenderme, te aseguro que lo intenté. Contigo primero, por haber dejado de mirarme antes que nadie, sincronizado con Laura en vuestra ausencia de muñequitos autómatas de factura suiza. No sabía qué era lo que habrías hecho esta vez para que tus ojos me dieran la espalda y enterraras la cabeza en la arena. Avestruz, más que avestruz. Cierto que lo intenté con ella después, pero cuando topé con la no-mirada de Laura fue que lo supe y, como una enorme carpa de circo desinflada, me sobrevino de inmediato la certeza de lo vuestro. Decía que intenté ofenderme, patalear, rebelarme contra algo de lo que, en cierta manera, yo también era responsable. Pero me gustaba esa sonrisa esquiva de universitaria recién salida del lavabo de chicos mientras se alisa la falda. Y quiero creer que ahora Laura vuelve a ser feliz. Se pone guapa para los dos, y mira Nacho, hacía tanto que Laura no se ponía guapa para mí, que tengo que reconocer que echaba en falta las cosquillas en el fondo del estómago, la electricidad de Laura, su mirada enfrentada a su mirada en el espejo mientras repasa el perfil de sus labios y prueba mil maneras de recogerse el pelo. Desde Santander no ha vuelto a mirarme. Tú tampoco Nacho. Y es raro, porque Laura ahora se esmera más en todo. Vuelve a ser cariñosa, a entregarse con la dulzura de siempre, no vayas a pensar que se ha alejado, al contrario, comenzó a acercarse después de Santander, quizás siguiendo unas instrucciones pactadas contigo, para que no me diera cuenta -imagino que le dirías- y eso también fue indicativo de algo, porque de la noche a la mañana Laura comenzó a oler distinto, más fresca, a perfume nuevo de jabón de jacinto, a abrazarme la espalda por sorpresa en el vestíbulo, a preguntarme qué tal había ido el día y buscarme a hurtadillas bajo la cúpula celeste de nuestras sábanas, aunque todo eso sin mirarme. Es inaudito estar dentro de Laura y que no me mire. Es como quien ama a un ciego.

Conforme ha ido pasando el tiempo, el amor de Laura crece con respecto a ti y disminuye con respecto a mí. Eso también es una evidencia que acepto mansamente. Yo sé que ella lo sobrelleva redoblando sus esfuerzos conmigo. De esa manera se siente menos culpable, pero lo cierto es que lo nuestro se está transformando en un amor microscópico que continua latiendo como un guisante mustio y cansado.

Envidio vuestra historia Nacho, que en el fondo es un poco mía. Vuestra historia de hotel céntrico, los encuentros de palacio de congresos, vuestra historia de amor francés o italiano o vienés vivido en la reserva. Vuestra historia de señales convenidas y besos clandestinos y la triste complicidad de unos ojos que sólo sirven para mirarse entre sí pero a nadie más. Lo demás son cabezas gachas y sonrisas destartaladas. Vuestra historia de montaña rusa o carrusel, y lo mío con Laura un simple amor desgastado de noria triste y velocidad inalterable, de pareja que se queda colgada en lo alto de la rueda, mirando el paisaje a lo lejos para no tener que hablar de lo que pasará allá abajo, cuando regresen a la rutina. La resignación puede ser a veces esta extraña felicidad compartida. La dicha de admirar los tobillos de Laura cuando se desliza fuera de la cama. Laura poniéndose guapa para los dos, regresando al hogar después de entregarse a ti para entregarse a mí y combatir su culpa de máscara de carnaval. Y vuestra historia detrás, como telón de fondo, en un continuo gesto de adiós proscrito.

Imagino que celebraréis algún aniversario cuando lo de Santander y tampoco tengo nada que objetar.

Mientras tanto, y si te sirve de algo, seguiré inventando reuniones de trabajo para que Laura pueda encontrarse contigo bajo el aire de una justificación nueva, continuaré persiguiendo discusiones tontas y sin sentido para arrojarla a tus brazos, en un viaje sin escalas. A veces creo que ella se da cuenta de eso, y percibo que está a punto de agradecérmelo con una mirada de estrella fugaz. Pero me equivoco. Ella no ha vuelto a mirarme desde Santander, así que no me hagas mucho caso, serán cosas mías.

No te vayas a preocupar ahora por nada. Yo no podría cansarme de Laura, no te haría esa putada, si eso sucediera, sería la caricatura de Laura recortada al trasluz la que ocuparía sin remedio tu lado de la almohada y ella lloraría –lo sé- más temprano que tarde, una fina lluvia de Perseidas por todos nosotros y nuestra extraña carambola a tres bandas.

Eso sí Nacho, una cosa te digo, no vayas a cansarte de Laura, de lo contrario -y la conozco bien- Laura ya no sería Laura después de la siesta sino su sombra instalada en algún recoveco. Así que sobre todo, no te canses de Laura. No la dejes. No soy quién para decirte cómo tienes que manejar esto Nacho, pero no te canses de Laura. Persiste. Claro que yo recuperaría esa mirada suya que tanto me gusta y añoro, la de antes del congreso de Astronomía, la de los días repetidos e insulsos. Y entonces seríamos nosotros los que se miran. Y tú serías el tipo que sigue practicando la estrategia del avestruz, más que avestruz. Aunque estoy convencido que echaría de menos otras cosas. Quién sabe. Como la entrega de Laura y la abnegada dedicación cada vez que regresa de estar contigo. Si tú te cansas Nacho, Laura se abandonaría de nuevo y con ella a todos, y todos somos los tres, o los cuatro si contamos a la bendita de Sandra, que no se entera de nada, caeríamos de nuevo en los días tristes. Regresaríamos a la calma, a esa apatía laxa de tantos años de convivencia. Volveríamos a no reconocernos en los pasillos, a instalarnos en el otro extremo de la cama, cada uno en nuestra galaxia, y ya sólo sería posible localizar la posición de Laura vagando errática por la casa con ayuda de un astrolabio o un sextante.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2010)

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viernes, 25 de diciembre de 2009




Habíamos hecho una porra a ver quién se moría antes de las uvas. Un año sin otro, alguien exhalaba el último suspiro por Navidad en alguna de las celebraciones familiares y aunque nadie parecía darse cuenta de las funestas estadísticas se mantenía la tradición pese a todo. Esta vez, el deceso se rifaba entre la tía Lala, el abuelo Anselmo y el nuevo novio de mamá, Germán, un cincuentón con tres infartos en su curriculum y no sé cuántas operaciones a corazón abierto. Cada uno de los hermanos hicimos nuestras apuestas en función de la manía que le teníamos a los candidatos y, todo hay que decirlo, si había o no herencia de por medio.

Con la cabeza gacha, sorbíamos la sopa de pescado, mientras simulábamos que nos interesaba lo que daban en la tele. En realidad, no hacíamos otra cosa que mirar a la tía, al abuelo y al novio de mamá. Nos comunicábamos con gestos clandestinos bajo la mesa y un sofisticado sistema de guiños que habíamos depurado para la ocasión a lo largo todos estos años. La noche pintaba bien: tía Lala no tardó en atragantarse con un pedazo de solomillo. Enseguida hicimos un reparto mental de lo que nos tocaría a cada uno en caso de que se quedara seca sobre la guarnición. No es que nos cruzásemos de brazos mientras la tía se daba puñetazos contra el pecho (como si eso fuera a servir de algo) pero justo en el instante en el que nos disponíamos a intervenir, el abuelo, no sabemos si de la impresión, tuvo uno de sus ataques epilépticos y comenzó a temblar como un flan sobre el asiento. Las gemelas se miraron como si acabaran de resolver una ecuación muy complicada y se volvieron de inmediato hacia el novio de mamá. Estaban a la expectativa. Al fin y al cabo, esa noche, él era la tercera incógnita por despejar. En principio, Germán guardó la compostura e intentó infundir la calma entre los asistentes, dividiendo sus atenciones a partes iguales entre la tía Lala (cada vez más colorada) y el abuelo, que a esas alturas empezaba a echar espuma por la boca.

Fue en uno de esos anuncios de cava, lo recuerdo bien, cuando Germán se detuvo en seco en mitad de la maniobra de Heimlich, soltó a la tía Lala (más bien la dejó caer), se llevó la mano al bolsillo de la camisa y juró por todas las vírgenes conocidas. Nos pareció que Germán tenía que ser un tipo con mucha clase si le daba por echarse un pitillo mientras gestionaba la crisis múltiple que se había desencadenado en el salón. Cuando nos quisimos dar cuenta, dijo algo de un marcapasos de fabricación defectuosa y se desplomó sobre mamá. En ese momento supimos que la noche iba a ser gloriosa. Al día siguiente, nuestra familia sería la protagonista de todos los titulares en los medios de comunicación y superaríamos, con creces, otras celebraciones pasadas.

Los del 112, no me lo explico, llegaron de inmediato. Tres ambulancias, tres, para cada una de las emergencias. Quise fotografiar mentalmente la escena antes de salir de casa: la última imagen que recuerdo son los platos de cartón púrpura con las uvas preparadas de antemano sobre la mesita auxiliar. Pedimos taxis para toda la familia y cruzamos la ciudad con el entusiasmo de los que van a presenciar un lanzamiento espacial. Algo extraño sucedió aquella noche: era fin de año y el servicio de urgencias no estaba colapsado. Llegué a pensar que estábamos en otra ciudad de otro planeta, o que todo aquello era un sueño del que íbamos a despertar de inmediato. Nos repartimos entre los diferentes boxes y nos preparamos para responder con disciplina y buenas maneras las preguntas de los doctores. Contaríamos al detalle los antecedentes médicos de la tía Lala, relataríamos el arsenal de achaques del abuelo Anselmo, lo del marcapasos achacoso y tan amigo de las interferencias de Germán. Seríamos minuciosos en cada detalle de la narración. Nos despediríamos de nuestros seres queridos y recordaríamos para siempre la luz verdosa de la sala de espera, el sabor rancio del café de máquina, sus últimos aspavientos antes de entrar en cada una de las tres ambulancias. Reviviríamos esa fecha un año más tarde apesadumbrados pero enteros.

Regresamos a casa al mediodía con la decepción dibujada en nuestros rostros y la familia al completo. Sin ninguna baja. Los médicos nos habían atendido enseguida y resolvieron la situación (las tres situaciones) en cuestión de horas. A nuestro regreso, los platos de cartón púrpura nos esperaban sobre la mesita auxiliar. La comida de año nuevo fue extraña. Contemplábamos el informativo en silencio mientras despachábamos las sobras recalentadas de la noche anterior. Nos tomamos las uvas mientras veíamos la repetición de las campanadas en la televisión. Nadie se atragantó. Tía Lala, el abuelo Anselmo y Germán parecían disfrutar de la situación, yo diría incluso que se hacían gestos clandestinos bajo la mesa, como si entre ellos se estuvieran diciendo: que se jodan, que este año no se ha muerto nadie. Decidimos guardar el dinero acumulado en la porra para elevar la apuesta en el siguiente encuentro navideño. Tan sólo faltaría añadir nuevos nombres en la lista cuando llegara el momento.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", enero 2010)

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lunes, 5 de octubre de 2009




El chico que no sabe escribir historias, no sabe escribir historias. Escribe otras cosas, pero nada que ver con las historias. Escribe, por ejemplo, escenas, y a lo mejor ni eso. Escribe (si es que algo así se puede escribir) acerca de estados de ánimo, de visiones muy concretas de las cosas o de personajes que, de vez en cuando, dejan algún tipo de poso. Escribe, pero nada que tenga que ver con historias. Cuando sale a la calle en busca de esas historias, los demás escritores le señalan con el dedo y se burlan de él: no sabes escribir historias, le dicen, no tienes ni idea. Y el chico que no sabe escribir historias baja la cabeza como dando a entender que sí, que lo sabe, que es consciente de ello y que no puede hacer otra cosa. Se lo hace mirar por un doctor especialista en patologías de escritores, que son unas cuantas, pero de momento a él sólo le han detectado la de no saber escribir historias. El doctor le dice que quizás, y sólo quizás, lo que tiene que hacer es asumir que lo suyo no son las historias, que posiblemente pueda dedicarse a otras empresas literarias menos ambiciosas, a escribir poesía en prosa o ensayo, por decir algo, pero nada que tenga que ver con las historias. A la larga podría ser algo contraproducente que deja secuelas. Pero el chico que no sabe escribir historias quiere escribir historias, y el caso es que tiene ideas, ideas que le gustan y le parecen adecuadas para una historia, pero luego se queda mustio y no avanza en la trama. Los demás escritores se jactan de manejar con destreza el conflicto, el cambio (el puto conflicto, el puto cambio, piensa el chico que no sabe escribir historias), y además escriben historias realmente estupendas. El chico que no sabe escribir historias le pide al doctor que se lo explique con manzanas, quizás así sea capaz de entender algo que ve lejano como una nebulosa. Pero los doctores no explican las cosas con manzanas, se ayudan de radiografías o electrocardiogramas, pero no de manzanas. Además, a todo esto hay que añadir que al chico que no sabe escribir historias, le dicen con cierta frecuencia que escribe bien, que una mujer por ejemplo, podría enamorarse de las cosas que él escribe porque si bien nunca nada de lo que mostramos a los demás es enteramente cierto, una mujer puede intuir el tipo de persona que escribe ciertas cosas y decidir, como una posibilidad más, enamorarse del chico aunque no sepa escribir historias. Eso, al chico que no sabe escribir historias, le toca un poco las narices, porque piensa que todo en este mundo es mentira y que los halagos son interesados o vacíos. Que nunca se puede conocer a nadie por lo que escribe. Y quizás ese es su conflicto, su puto conflicto, porque ahora se plantea dejar de escribir, o escribir de vez en cuando sólo cuando tenga alguna historia que lo sea, y no que parezca que lo sea. Piensa en abandonar las historias, en dejarlas atrás, huérfanas de alguien que las escriba, o mejor aún, libres para que alguien realmente preparado pueda darles forma. Pero él no, el no sabe escribir historias. Quizás todo pasa por comenzar de cero y rebajar sus pretensiones. El chico que no sabe escribir historias escucha con atención los consejos de la gente que aprecia sinceramente, le dicen cosas realmente coherentes, que tienen sentido, pero son palabras que no sirven, porque él tan solo espera quieto con esa sensación suya de barca a la deriva. Quiere creer que es cuestión de tiempo. Tampoco las tiene todas consigo si nadie se lo puede explicar de manera fácil, con manzanas, por ejemplo. Antes, los problemas complicados se resolvían con manzanas y todos tan contentos. Pero ahora, y mientras no se diga lo contrario, el chico que no sabe escribir historias, no encuentra la manera de aprender a escribir historias: ni siquiera la suya propia, y como no se le ocurre nada mejor, las deja abiertas o sin final o algo a medio camino entre lo uno y lo otro. Algo que es cualquier cosa, menos una historia.

Imagen: © Snailbooty

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Octubre 2009)

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miércoles, 16 de septiembre de 2009




El domador de besos es conocido a este y al otro lado del mundo. Le dicen el Richard Faggioni de los besos. Bien es cierto que comenzó como domador de pulgas en algún circo olvidado. Las pulgas le hacían más bien poco o ningún caso. Luego se pasó a los peces, por su pasividad, no por otra cosa. Pero tampoco se hacía con ellos. Así que cuando estaba a punto de abandonarlo todo y dedicarse a la venta de enciclopedias, se hizo domador de besos y fue entonces que alcanzó fama mundial. Cuando le preguntan en las entrevistas cómo fue que llegó a hacerse domador de besos, siempre contesta lo mismo: un beso es algo a mitad de camino entre una pulga y un pez.

El domador de besos se gana bien la vida con su trabajo y comparte piso con un pez muy besucón que sobrevivió a la época de domador de peces. Envía los besos a cualquier lugar del mundo por mensajería postal, normalmente UPS o FedEx. Pongamos un ejemplo práctico: una mujer solicita un ramillete de besos en la página web del domador de besos y puede disfrutar de innumerables ventajas como un blister de sonrojos de regalo, entrega inmediata y portes incluidos en el precio. A la hora de recibir el paquete de besos, lo único que tiene que hacer la destinataria es abrirlo como quien acude a una guateque. El resto se conoce, los besos del domador de besos le saltarán de inmediato a la frente, a las mejillas, al cuello, a los hombros, a la innegable excusa de unos omoplatos desnudos y perfectos, es posible que algún beso se cuele en lugares indebidos, hay besos con propensión a los escotes y la ropa interior, pero si una cosa tienen estos besos es que son obedientes y están garantizados por el domador de besos. Si los coge con las yemas de los dedos y los deposita suavemente en alguna zona más decorosa, por mucho que pataleen, los besos se comportarán como Dios manda, sin alzamientos. En caso -poco probable- de que el producto no sea de su agrado, el domador de besos le reembolsará el importe sin pedir explicación alguna.

Imagen: © Karto y yo

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Septiembre 2009)

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jueves, 2 de julio de 2009


Pascual es un pelma. Hasta aquí todos de acuerdo, el mundo está lleno de pelmas, y qué le vamos a hacer si resulta que Pascual es el único pelma del mundo que está casado con mi madre. Así que, oficialmente, yo soy la hijastra de un pelma. Carla es mi mejor amiga, nos contamos todo, no tenemos secretos. Ella sabe que no me gusta Pascual, creo que a mamá tampoco, pero así se siente menos sola, aunque a veces pone cara de estar en otro lado, como de seguir esperando que papá aparezca por la puerta con su sonrisa de sábado en una tarde de lunes, con mortadela de olivas para la cena.

Desde ayer tengo un año más, dieciséis, y mamá dice que los días pasan empujándose unos a otros tan rápido que apenas te das cuenta. Pascual siempre está enfadado, no me gusta y no le gusto. Dice que cómo puede ser que lleve esa faldita tan corta, que las chicas estamos más guapas con la cara lavada (quizás por eso mamá tampoco se pinta para él) y que caramba con los tacones, que no son maneras esas de ir por la calle enseñando el ombligo, todo porque no entiende que un piercing que no se enseña con un poquito de descaro no sirve de nada. Él no sabe lo que es que no te miren los chicos. Ahora me miran y eso me gusta. Carla me regaló un tatuaje y Pascual dos semanas de castigo. Ella se hizo un diablito rojo en la cadera, yo un código de barras en el tobillo que a veces disimulo con pulseritas de nácar. Nos gusta ponernos guapas las noches de concierto en el parque, ahora que viene el buen tiempo se nos alegra la sangre y parece que la piel y la mirada nos brilla de otra manera. Al menos eso dice Carla. A Pascual le desespera mi ropa interior, dice que es demasiado pequeña y que un día de estos tendremos un disgusto. Qué sabrá él de disgustos si nunca está con nosotras. Pone la excusa del trabajo y cuando aparece por casa, se convierte en un periódico que gruñe desde el sofá. Pascual es el disgusto.

Carla, como dije, es mi mejor amiga y nos contamos todo. Ella sabe que no me gusta Pascual y que no le gustan mis faldas, mi piercing y mi tatuaje, que no le agrada mi manera de andar —caramba con los tacones—, ni mi diminuta ropa interior. Lo cierto es que a Carla le extraña un poco la conducta de Pascual, porque según ella —y ella no miente nunca— Pascual es muy simpático y no deja de decirle lo guapa que está con esa falda tan pequeña y que tan bien le queda. El caso es que ahora le deben estar empezando a gustar los tatuajes porque se interesa mucho por el diablito rojo. Carla insiste en que Pascual es cariñoso y atento, pero a ella no le gusta Pascual, aunque le hace gracia ver cómo respira más fuerte si ella cruza las piernas. En ocasiones, Pascual le manosea las piernas y se pone como nervioso, es un poco raro, porque nunca acaricia a mamá, pero creo que a ella tampoco le hace mucha gracia la idea.
Un día de estos, de la manera más tonta, le digo a Pascual que Carla le manda recuerdos y que muy amable por su parte, pero que ya no hace falta que la recoja por las tardes, a la salida de clase, que ahora tiene un novio motorista y forzudo que se encarga de acercarla a casa y acariciarle los muslos.

Publicado por Puzzle a las 11:52
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martes, 26 de mayo de 2009


Yo era muchas cosas diferentes, vendía cosas a domicilio, representaba algunos papeles en un grupo de teatro local, aparcaba los coches del club social y acompañaba a mujeres desdentadas a las fiestas más decadentes de la ciudad. En una ocasión fui catapultado como hombre-bala en un circo de tres pistas. A ella la conocí haciendo malabares en Gran vía, se acercó y como susurrando mariposas me confesó tímidamente que era tropecista. Recuerdo perfectamente la cara de pez que dibujé en los escaparates, resultaba delicioso el detalle de cambiar una vocal por otra. Ella insistía en lo de tropecista y, decididamente, era lo que decía ser: tropezaba todo el tiempo. Salía a la calle y tropezaba con octogenarias despistadas, tomaba el ascensor y tropezaba con la puerta, se movía por la casa y tropezaba con las paredes y el somier, lo mismo tropezaba con antiguos amores poco procedentes y volvía a tropezar cuando cogía el autobús. Era un tropezar continuo.

Me enamoré de Tropecista en cuanto dio el primer traspié con un bordillo y tuve que sujetarla fuerte para que no le pasara por encima un tranvía azul. Fuimos a parar a un charco y así sucedió que nos miramos de esa manera que tienen de mirarse los que acaban de dar juntos una pirueta imposible.

Salíamos a todas partes bien abrazados, tropezábamos juntos pero ella siempre con más gracia, había aprendido a caer como si fuera una patinadora olímpica y si lográbamos sortear un tropiezo, el siguiente era aún mayor. Caíamos juntos y eso nos hacía gracia. A veces me ayudaba en mi espectáculo callejero, me gustaba dejar caer al suelo mis mazas de malabarista para que ella las recogiera en un nuevo tropezón. Los aplausos aún eran mayores, no por burla sino por que nunca nadie ha tropezado con más dulzura que ella.

Con el tiempo afianzamos una relación que fuimos levantando delicadamente a base de tropiezos, ella caía y yo después, hacíamos el amor y caíamos, veíamos películas francesas y caíamos también, tropezábamos con la mesita de estar y con el vendedor de enciclopedias. Igualmente caíamos. Tuvimos que hacer algunas modificaciones en la casa para evitar accidentes mayores: colgamos los muebles del techo y reforzamos las paredes con algodón de azúcar. Aún no hemos terminado de acostumbrarnos, así que de tarde en tarde, cuando añoramos los tropiezos de antaño y nos viene el ataque de nostalgia, le pido desde abajo que suelte sus bracitos y que se deje caer desde la araña de cristal.

(Ilustración: © Isol)

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Junio 2009)

Publicado por Puzzle a las 11:44
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