viernes, 25 de diciembre de 2009




Habíamos hecho una porra a ver quién se moría antes de las uvas. Un año sin otro, alguien exhalaba el último suspiro por Navidad en alguna de las celebraciones familiares y aunque nadie parecía darse cuenta de las funestas estadísticas se mantenía la tradición pese a todo. Esta vez, el deceso se rifaba entre la tía Lala, el abuelo Anselmo y el nuevo novio de mamá, Germán, un cincuentón con tres infartos en su curriculum y no sé cuántas operaciones a corazón abierto. Cada uno de los hermanos hicimos nuestras apuestas en función de la manía que le teníamos a los candidatos y, todo hay que decirlo, si había o no herencia de por medio.

Con la cabeza gacha, sorbíamos la sopa de pescado, mientras simulábamos que nos interesaba lo que daban en la tele. En realidad, no hacíamos otra cosa que mirar a la tía, al abuelo y al novio de mamá. Nos comunicábamos con gestos clandestinos bajo la mesa y un sofisticado sistema de guiños que habíamos depurado para la ocasión a lo largo todos estos años. La noche pintaba bien: tía Lala no tardó en atragantarse con un pedazo de solomillo. Enseguida hicimos un reparto mental de lo que nos tocaría a cada uno en caso de que se quedara seca sobre la guarnición. No es que nos cruzásemos de brazos mientras la tía se daba puñetazos contra el pecho (como si eso fuera a servir de algo) pero justo en el instante en el que nos disponíamos a intervenir, el abuelo, no sabemos si de la impresión, tuvo uno de sus ataques epilépticos y comenzó a temblar como un flan sobre el asiento. Las gemelas se miraron como si acabaran de resolver una ecuación muy complicada y se volvieron de inmediato hacia el novio de mamá. Estaban a la expectativa. Al fin y al cabo, esa noche, él era la tercera incógnita por despejar. En principio, Germán guardó la compostura e intentó infundir la calma entre los asistentes, dividiendo sus atenciones a partes iguales entre la tía Lala (cada vez más colorada) y el abuelo, que a esas alturas empezaba a echar espuma por la boca.

Fue en uno de esos anuncios de cava, lo recuerdo bien, cuando Germán se detuvo en seco en mitad de la maniobra de Heimlich, soltó a la tía Lala (más bien la dejó caer), se llevó la mano al bolsillo de la camisa y juró por todas las vírgenes conocidas. Nos pareció que Germán tenía que ser un tipo con mucha clase si le daba por echarse un pitillo mientras gestionaba la crisis múltiple que se había desencadenado en el salón. Cuando nos quisimos dar cuenta, dijo algo de un marcapasos de fabricación defectuosa y se desplomó sobre mamá. En ese momento supimos que la noche iba a ser gloriosa. Al día siguiente, nuestra familia sería la protagonista de todos los titulares en los medios de comunicación y superaríamos, con creces, otras celebraciones pasadas.

Los del 112, no me lo explico, llegaron de inmediato. Tres ambulancias, tres, para cada una de las emergencias. Quise fotografiar mentalmente la escena antes de salir de casa: la última imagen que recuerdo son los platos de cartón púrpura con las uvas preparadas de antemano sobre la mesita auxiliar. Pedimos taxis para toda la familia y cruzamos la ciudad con el entusiasmo de los que van a presenciar un lanzamiento espacial. Algo extraño sucedió aquella noche: era fin de año y el servicio de urgencias no estaba colapsado. Llegué a pensar que estábamos en otra ciudad de otro planeta, o que todo aquello era un sueño del que íbamos a despertar de inmediato. Nos repartimos entre los diferentes boxes y nos preparamos para responder con disciplina y buenas maneras las preguntas de los doctores. Contaríamos al detalle los antecedentes médicos de la tía Lala, relataríamos el arsenal de achaques del abuelo Anselmo, lo del marcapasos achacoso y tan amigo de las interferencias de Germán. Seríamos minuciosos en cada detalle de la narración. Nos despediríamos de nuestros seres queridos y recordaríamos para siempre la luz verdosa de la sala de espera, el sabor rancio del café de máquina, sus últimos aspavientos antes de entrar en cada una de las tres ambulancias. Reviviríamos esa fecha un año más tarde apesadumbrados pero enteros.

Regresamos a casa al mediodía con la decepción dibujada en nuestros rostros y la familia al completo. Sin ninguna baja. Los médicos nos habían atendido enseguida y resolvieron la situación (las tres situaciones) en cuestión de horas. A nuestro regreso, los platos de cartón púrpura nos esperaban sobre la mesita auxiliar. La comida de año nuevo fue extraña. Contemplábamos el informativo en silencio mientras despachábamos las sobras recalentadas de la noche anterior. Nos tomamos las uvas mientras veíamos la repetición de las campanadas en la televisión. Nadie se atragantó. Tía Lala, el abuelo Anselmo y Germán parecían disfrutar de la situación, yo diría incluso que se hacían gestos clandestinos bajo la mesa, como si entre ellos se estuvieran diciendo: que se jodan, que este año no se ha muerto nadie. Decidimos guardar el dinero acumulado en la porra para elevar la apuesta en el siguiente encuentro navideño. Tan sólo faltaría añadir nuevos nombres en la lista cuando llegara el momento.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", enero 2010)

Publicado por Puzzle a las 16:24
Etiquetas: ,

 

6 desvaríos:

Anónimo dijo...

rabiosamente bello...

Anónimo dijo...

Tortuosamente risible.

Pilar dijo...

Hola, Jorge !!!
Feliz año nuevo !
Pues como siempre, sorprendente ....
Me da un poco de vergüenza decirlo, pero me he reido muchísimo... será nuestra vena macabra ?
Un abrazo
Pilar

Miguel Angel Rodrigo Alonso dijo...

Enorme!! Veo que sigues escribiendo de lujo. Un fuerte abrazo de Miguel Angel (promovisa)

María W. dijo...

Quinto desvarío: Muy agradable negrura tiene "su" humor. Disfrutado!

María W. dijo...

Agrego un desvarío que no lo es tan Llegué acá atraída por un bello zorro con globo azul, que mucho después descubrí que había salido de las manos de la maga Varela! Dole gusto.

 
>