lunes, 30 de julio de 2007


El aviso era claro. El mundo se terminaba dando una última gran pataleta. En su lugar vendría uno nuevo que, por lo pronto, estaba a medio levantar. La fecha de entrega se cumpliría, eso es cierto, aunque nadie podía esperar que el nuevo mundo estuviera concluido sin defecto alguno en el plazo acordado. Desde el exterior, a una altura considerable, se podían observar los continentes desdibujados, todo porque a última hora decidieron rechazar la creación de los nuevos a imagen y semejanza de los que ya existían. Hubo que improvisar. Se impuso en el concurso de ideas la corriente más progresista que apostaba por grandes superficies de agua que, en cualquier caso, no distaran tanto las unas de las otras como las actuales. Hubo consenso en el número: nueve continentes y siete océanos. Un equipo -el más creativo- se encargó de la orografía, otro más multidisciplinar de las razas y las etnias, un tercero de las diferentes lenguas y dialectos y así se sucedió todo lo demás: especies animales, sistemas de creencias y filosofías, una ética y moral únicas a modo de derechos humanos universales. Un comité de sabios tuvo que seleccionar los libros y las obras de arte que se salvarían del peor de los finales pero nadie quedó enteramente satisfecho. Por supuesto, todo el que quisiera tenía un lugar que le correspondía por derecho propio en el nuevo mundo sin coste adicional, era lo acordado por los gobiernos involucrados en la destrucción del anterior. En contra de lo que pudiera parecer lógico, quien así lo deseara podría optar por desaparecer con el viejo. Con las prisas, no se alcanzó un acuerdo con el nombre que le darían al nuevo y así fue que durante años nadie supo en qué mundo vivía, cómo se llamaba, ni cuánto duraría esa vez.

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jueves, 26 de julio de 2007




Ti regalo questo, potrebbe essere una passeggiata nel parco o una canzone senza fine. Una lettera d’amore, un cappuccino nella tua piazza preferita o un trucco di magia senza preparazione.

Ti regalo questo così lo porti con te, piegato nella borsa, o fra le pagine di un libro di Benedetti. Così quando ti arrabbierai con me potrai stropicciarlo o fare una palla e buttarlo dalla finestra e guardare felice come lo schiaccia un bus. Per incartare una mela o per incollarla al muro. O per scriverci sopra il numero della banca.

Qualcosa di arrangiato. Quelle cose che inizi a scrivere senza pensare e che non sai quando finirà. Ti regalo un tango di Piazzolla così lo ascolti mentre ti fai i capelli. Ti regalo un sogno, una camminata sulla riva del lago, magari a Bariloche, una passeggiata per le strade di Buenos Aires o un caffè al Tortoni.

Ti regalo un’idea. Il concetto più bello della complicità, uno scenario vuoto nel quale cercare il miglior modo di trovarsi.

Ti regalo queste righe imprecise, senza capo né coda, senza trama né fine, senza argomenti e senza attori principali. Senza una morale. E se ce l’ha, che solo tu lo sappia.

L’unica cosa che devi fare è spegnere la luce, chiudere gli occhi e la porta della tua stanza, non necessariamente in quest’ordine. Lascia che ti parli piano, dimentica le fatture ed il tg. Amami un po’ di più di cinque minuti fa, e fammelo sapere in qualche modo.

Ti regalo un desiderio. Riempirti di voglia di ridere e di scappare correndo. Che tu abbia bisogno di sentirmi e di trovarti a chiedermi di spegnere la luce, che chiuda la mia porta e allora, iniziare a leggere questo che ora stai leggendo. E magari non riuscissimo a smettere di chiamarci ogni notte, per trovarci nella stessa favola. Tutta la vita.

Lascio aperta la finestra perché tu possa entrarci, per potermi spiare. Per vedermi senza che io ti veda. Perché tu abbia cura di me senza che io lo sappia.

Una favola per portarti in viaggio. Nelle strade e nei parchi.

Ti regalo queste parole senza carta colorata, né uno “spero che ti piaccia”. Parole che parlano di te e di me, che possano leggersi qualsiasi giorno dell’anno, a qualunque ora, sia quale sia il tuo umore.

Ti regalo questa storia.


Nota: De todas las versiones que pueden encontrarse en internet de "Te regalo un cuento", hoy he descubierto que también existe una traducción al italiano. La ilustración es de Cecilia Varela y forma parte de las imágenes que queremos incluír en el libro del cuento.

Publicado por Puzzle a las 18:22
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martes, 17 de julio de 2007




Estaba a punto de ganar la costa, cuando escuché los gritos de una mujer, que pedía auxilio. Con gran dificultad había conseguido acercarme a la playa, y no tenía intención de retroceder. Fue cierto sentimiento de vanidad, de suficiencia, más que la generosidad, lo que me llevó a cambiar de parecer. Oscurecía, el cielo amenazaba tormenta, y hubiera sido más fácil nadar unos metros más hacia la orilla. Pero yo ya estaba salvado, y nada hay más peligroso en este mundo que un hombre que ha vuelto a nacer: en su interior, está convencido de que ya nada grave le ocurrirá y especialmente sospecha que su salvación se debe a ciertos méritos personales —la astucia, la inteligencia o la imaginación—, a partir de los cuales es invencible. Pronto olvidé que era un sobreviviente y las fatigas que eso me había causado: retrocedí con arrojo, con el excedente de vida que me sobraba.

El mar estaba picado, y una luz confusa, amarillenta, presagiaba vientos y relámpagos. Las olas, cada vez más altas, comenzaban a precipitarse con mayor rapidez. El mar era azul, profundo, pero a lo lejos se ennegrecía como un tumor. No había visto nunca antes a aquella mujer, y no me pregunté nada acerca de su naufragio: procediera de donde procediera, se estaba ahogando, y aunque gritaba, no hacía gran cosa por evitarlo. Viéndola sumergirse y reaparecer, con los cabellos sueltos y los ojos desorbitados, llegué a pensar que esa mujer, por algún raro fenómeno, no flotaba. De modo que procuré ayudarla con mis gritos:

¡Flexione las piernas! ¡Muévalas! ¡Agite los brazos en círculo! ¡Cierre la boca!

No sabía si oía mis instrucciones, pero pensé que de todos modos, si el eco de mi voz le llegaba, iba a tranquilizarse un poco: comprendería que no estaba sola, que otro náufrago —recién salvado— se precipitaba en su ayuda. Creo que no me equivoqué, porque a poco de escuchar mi voz, súbitamente su cuerpo se aflojó, adquirió una consistencia de medusa, y comenzó a flotar. Esto me tranquilizó. Sin embargo, no flotaba todo el tiempo. Como sacudida por bruscos impulsos, difíciles de contener, de pronto se sumergía otra vez, repleta de agua, y volvía a reaparecer, extenuada y convulsa. Entonces yo insistía con mis gritos.

La distancia que nos separaba ya no era tan grande, pero yo estaba cansado y muchas veces las olas, aprovechando mi extenuación, me hacían retroceder. Tenía los ojos enrojecidos, la mandíbula inferior me dolía y respiraba con mucha dificultad. Pero me concentré en dos brazadas largas y los metros que nos separaban los superé con un supremo esfuerzo: cuando el agua estaba a punto de arrebatarla conseguí sostenerla por el cuello.

—Tranquilícese —conseguí balbucear.

Aflojó tan súbitamente todo el peso de su cuerpo, que sentí como si un enorme globo, lleno de gas, se precipitara sobre mí. El impacto fue tan inesperado que me impelió otra vez al fondo, y la solté: esa nueva incursión a las entrañas del mar, con su sucio lodo verde y los residuos calcáreos me llenó de horror y por un instante me dejé arrastrar en la corriente, como un pez envenenado que ha perdido el sentido de la orientación. Pero me recuperé en seguida, y recordando a la náufraga, estiré los brazos y la atrapé otra vez. Ella bufaba y lanzaba agua como el hocico de una ballena; en realidad, parecía pesar lo mismo. Cuando conseguí asirla por el cuello, dio patadas al aire, gruñó y yo tuve que aconsejarla.

—Tranquilícese. No tenga miedo. Pronto habremos ganado la orilla y ya habrá pasado todo.

Decidí remolcarla asiéndola por la nuca, pero ella se revolvía como ciertos peces cuando han mordido el anzuelo: conducirlos hasta la costa es una tarea lenta, pesada, que exige enorme habilidad. Igual que el hombre que ha conseguido enganchar un pez espada, para atraerlo, debe soltar línea y dejarlo sacudirse y alejarse, yo debía, por momentos, permitir que el agua se la llevara un poco y aprovechar los momentos en que su resistencia disminuía —o era menor la presión de las olas— para arrastrarla.
Entre tanto, el cielo había oscurecido por completo y algunos relámpagos brillantes lo cortaban en dos, con trazo desigual. Yo aprovechaba esas fugaces iluminaciones para orientarme. Cuando conseguí colocar una de mis manos bajo su axila, pensé que iba a ser más fácil transportarla, pero una violenta sacudida de su cuerpo volvió a separarnos, y no tuve más remedio que reconvenirla.

—¡Un poco de cordura, por favor! —le grité, mientras un relámpago nos iluminó con su amarillento fulgor. Había comenzado a llover, y el agua que me golpeaba la cara, en medio de la oscuridad, me parecía salida de un pozo. Tuve miedo de perderla, en el forcejeo con el agua, pero de pronto me di cuenta de que ella se había aferrado muy hábilmente a mí: sentí el ardor de dos heridas abiertas, en mis costados, allí donde sin duda hubiera sido conveniente que yo tuviera dos asas, como las vasijas, para que pudiera agarrarse mejor.

—¡No apriete tanto, señora! —le grité en medio de un borbotón de espuma que me cubrió la boca.

Fuera como fuera, ella había encontrado una posición bastante cómoda para deslizarse, y no creí oportuno rectificar: debía nadar un buen trecho, todavía, para llegar a la costa; luego me haría curar las heridas.
Nadé unos cuantos metros en esa posición, con ella a mis costados. Pero un golpe muy fuerte de agua debió separarla, porque de pronto sentí que su presión aflojaba, y cuando me volví para ayudarla a mantenerse a flote, un feroz puntapié en el vientre me impelió lejos. Sentí que las aguas me desplazaban hacia adentro, sin resistencia, como un barco desarbolado. Yo iba conducido, mecido por ellas, en un sueño lleno de reflejos, de náusea y de gruñidos. Estaba tan agotado que no tuve deseos de oponerme a esa corriente.

Cuando conseguí abrir los ojos y volver a flotar, en la penumbra alcancé a divisar a la náufraga. Ahora se deslizaba sobre un madero. Había conseguido asirlo con ambas manos y navegaba en la corriente, esta vez en dirección correcta, hacia la costa. De vez en cuando, sin embargo, lanzaba gritos de terror, como si tuviera miedo de soltarse o de no llegar. En cambio a mí las olas me empujaban hacia adentro, aprovechando mi languidez. Tenía los ojos turbios y las piernas, heladas, ya no me respondían. Pero era un hombre salvado, de modo que le grité:

—¡No se suelte! ¡Déjese llevar!

Estaba a punto de desmayarme, pero tuve miedo de que el cansancio la venciera, de modo que conseguí elevar la voz:

—¡No se duerma! ¡Pronto hará pie! ¡Conserve su valor!

Aunque las olas me impulsaban hacia adentro, yo era un hombre salvado y los sobrevivientes suelen ser generosos, por lo menos, durante un rato. Esa pobre mujer podía ahogarse, de modo que gasté mis últimas energías en proporcionarle apoyo moral para llegar a la costa. El cielo había aclarado, con la misma rapidez con que oscureció, y aunque yo tenía los ojos entrecerrados, pude ver la oscura figura de la mujercita, a caballo del madero, muy próxima a la orilla. Seguramente mi voz ya no alcanzaba, para decirle que podía soltar ya su salvavidas y .ganar la costa a pie. Pero era posible que se diera cuenta por sí sola; en cuanto a mí, no había ningún peligro: aunque las olas me conducían hasta el fondo y sentía los pulmones llenos de agua, nada podía ocurrirme: era un hombre salvado, al que ya nada más puede sucederle.

(Cristina Peri Rossi)

Ilustración: © Lorenzo Mattotti

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domingo, 8 de julio de 2007




Lo peor de todo es la sonrisa. A continuación me desarma y pierdo el mapa de la galaxia. Lo hace siempre, como quien no quiere la cosa, partiendo de una mirada de factura grave, como de estar a punto de perder el contacto con la nave nodriza y precipitarse después en algún agujero negro sin tiempo para volver al primer segundo de la cuenta atrás, al lugar de no retorno. Y claro, luego llega sin avisar la sonrisa, su sonrisa, rompiendo la escena en la trama de un tapiz hermoso, quedándose tan tranquila, tan en calma, inmune a su propia verdad, echando a volar lejos como si acabara de sobrevivir a una catástrofe aérea, sin darle ninguna importancia, sin saber -sin tener ni idea- que por una sonrisa así, los gobiernos insurgentes desarmarían todas las cabezas nucleares del planeta y levantarían en su lugar nuevas escuelas, nuevas formas de entregarse a la causa, nuevas maneras de morir de amor.

Fotografía: © Virginia Gálvez

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domingo, 1 de julio de 2007


A veces el chico piensa en tomar un tren o un avión o un autobús de línea y visitar por sorpresa a aquella novia que tuvo y a la que tanto quería. Otras, sencillamente se conforma con el hecho de verse acosado por esa determinación y pensar que un día de estos tomará por fin ese tren o ese avión o ese autobús de línea. En los días peores, simplemente piensa en tomar sin más, y no hay tren, ni avión ni autobús de línea, tan solo una botella de cerveza caliente o de vodka del malo comprada de regreso a casa en los chinos de la esquina. Bebe de un trago, empinando la botella y cerrando los ojos, y le reconforta pensar en una inocencia que ya no tiene, en su nariz pegada contra el cristal mientras hace dibujitos con los dedos y se imagina la cara de ella cuando él se plante en el portal de una calle cualquiera que se figura cuesta arriba o empedrada o las dos cosas.

Quizás, se dice, le lleve un regalo; una pulserita, un collar o una tortuguita en una tartera de plástico, porque ya siendo novios descubrió que a ella le encantaban las tortuguitas y las salamandras, aunque ahora no recuerda si era a ella o a aquella otra, y desecha la opción de la tortuguita pero no la de la pulserita de cuentas. Después de todo, no ha pasado tanto tiempo y seguramente ella le recuerda como no recuerda a nadie y poco importa si anda con alguien medio en broma o medio en serio porque nada más se lo encuentre parado como una estatua triste en esa calle empinada de adoquines azules, un pulsador gastado dará la orden o la contraorden de recordar las cartas antiguas y las que no fueron escritas o enviadas.

La chica a veces piensa en tomar un tren o un avión o un autobús de línea y visitar por sorpresa a aquel novio que tuvo y tanto quería. Otras, simplemente se conforma con tomar una determinación con respecto a ciertos asuntos menores que puede posponer o retrasar sin perjuicio alguno. Qué hacer, comprar ya el vestido de topos negros que la espera en aquella vitrina del centro o esperar a las próximas rebajas. En los días peores, simplemente piensa en que los días peores pasan y se diluyen en el tiempo como un mal viento. Mira la botella de whisky dorado que compró un día de bajón en el súper pero nunca llega a beber. La cajera de mediana edad y pelo teñido de rojo le miró enarcando las cejas, como pidiéndole una explicación, y ella, un poco avergonzada, hubiera querido decirle que no es de esa clase de chicas que beben a solas. Le reconforta pensar en su nariz pegada contra otra nariz mientras hace deditos con dibujos y se imagina a ella misma plantando cara a la vida que se presenta cuesta arriba o empedrada o las dos cosas.

Quizás, quién sabe, se haga un regalo, algo que no sea tan caro y maravilloso como el vestido de topos negros que siente deseos de robar cada vez que pasa ante el escaparate de esa boutique. Tal vez bastará con una pulserita de plástico o un collar, cualquier cosa menos una de esas tortuguitas con su islote y su palmera de mentira, o una salamandra con ojos de vieja que ya no son de su agrado, desde que el chico del que aprendió a olvidar hasta su nombre (en realidad no lo hizo pero se atrevería a jurar que sí) desapareció con la promesa de volver un día en un tren o un avión o un autobús de línea y con el que querría encontrarse para preguntarle por qué o a santo de qué vino tanto olvido.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio-Agosto 2007)

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