martes, 24 de abril de 2007


Claro, claro que yo quería haber sido un magnífico velero Nimbus de 22 metros de envergadura. Cómo no iba a querer, si la envergadura era lo primero que tenían en cuenta el resto de artefactos voladores, sobre todo las cometas, aquellas elegantes cometas a las que recuerdo flotando en el aire de espaldas como bañistas de perfil indolente justo antes de iniciar el cortejo aéreo. En aquel tiempo, si dabas la medida adecuada, podías volar junto a ellas, olisquear la estela que dejaban tras de sí y acariciar la esperanza de poder ser considerado uno más en el cuerpo de baile. Yo, pobre de mí, que vine antes de tiempo y del revés -por la cola- hecho un casi nada. Yo, que nunca pude saborear ciertas glorias a pesar de ser aerodinámico por naturaleza y terco como un bailarín irlandés. Me esforzaba, eso sí, con verdadero entusiasmo en mejorar la técnica de vuelo, día tras día se me podía divisar planeando hasta la extenuación por más que intuyera que al final de cada trayectoria ascendente sobrevendría aquel agónico instante en que, rodeado de cirros burlones, dudaría de mis posibilidades, de mi equilibrio, dibujando una enorme “O” desalentada en el aire, una suerte de bucle en espiral antes de terminar estrellándome en la maleza del jardín o entre los brazos flacos de algún niño abúlico que me estampaba contra el suelo poco después, en el vuelo más humillantemente corto que nadie pudiera figurarse. Un vuelo pesadilla igual de amargo que los tortazos que los curas del colegio propinan en las narices a los niños bobos.

En honor a la verdad y por mucho que esta duela, yo era tipo de vuelos rasos. Las pocas veces que lograba alzarme a una altura digna de mención mi odisea terminaba, indefectiblemente, en un fenomenal constipado de vías altas, las palitas de mi hélice enrojecidas, protestando con un aleteo nasal que le hubiera partido el alma al ingeniero aeronáutico más implacable. Así transcurría mi vida de avión fracasado, saliendo trasquilado de parkings de aeropuertos y campos de vuelo, entre la indiferencia del resto de la flota y algunas acrobacias ridículas con las que intentaba llamar la atención de los grandes, aquellos que eran capaces de dibujar arañazos infinitos en la espalda del cielo. Y eso contando con que todo saliera bien y no me topara en el viaje con algún terrible ingenio teledirigido, como aquella vez que fui arrollado por un flamante B52 y casi no salgo del taller de reparaciones.

(Ahora tengo unas alitas nuevas a las que no termino de acostumbrarme)

Esa es mi historia, mejor dicho, esa era mi historia, la penosa cadena de acontecimientos a la que estaba condenado si no hubiera sido por Nora que me rescató de ocupar un rincón en la sección de aeromodelismo de alguna tienda de juguetes. Todo hay que decirlo, ahora sé que mi destino había sido escrito para algo grande y ese, sin duda, es el motivo por el que nunca fui un velero o un zeppelín. Pero tuve que entender después: era necesario comprender que mi rumbo era otro, era necesaria Nora, cada dos semanas en un hotel de extrarradio y la fachada de ladrillo cárdeno contra la que me estrellé por azar o más bien a causa de una trayectoria inverosímil, hace cosa de un año, en las cercanías de la Terminal de salidas internacionales. Ese batacazo afortunado me permitió avistar un segundo la silueta de Nora, fatigada en uniforme azul, ante el espejo, desabrochando un botón, soltando un pañuelo que le ceñía el cuello. Nora, mi vigorosa azafata escandinava, hecha de pequeños retazos al principio, fotogramas de unos ojos cobalto hinchados por el sueño y la ropa interior blanca que me daba tiempo a coleccionar en mi memoria antes de perder el conocimiento, estrellado en la parte de atrás del hotel, junto a las sobras de la cocina y a un gato rojo que me veía caer muy serio, preguntándose quizás, qué clase de estúpido palomo era yo.

En todo ese tiempo vi a Nora marcando el teléfono de aquel piloto casado que ya no acudía a sus citas. La vi soltar con desaliento la cola de caballo que ceñía su pelo de princesa vikinga, la vi desnuda de cintura para arriba como un espléndido mascarón de proa, colocándose un par de tapones en los oídos 22 veces, puesto que 22 fueron, si las cuentas no me engañan, los lanzamientos fallidos que tuve que efectuar hasta que conseguí rebasar la fachada y pude contemplarla del todo, tendida sobre la cama, dejando pasar las tardes con la falda recogida bajo los muslos, acariciándose para sí misma. De ese modo se sucedían los días de manera cíclica: volaba hasta su ventana en cada una de las escalas transoceánicas, lograba impulsarme lo suficiente como para remontar el patio exterior y el jardincito, cruzar el alféizar y divisar a Nora palpándose, como si quisiera comprobar que ella misma era real. Toda mi existencia, de repente, se dibujaba con forma de un arco perfecto trazado milimétricamente hasta sus muslos, un cielo nórdico y mejor. La primera vez que caí sobre la cama, Nora se asustó y me dio una patada que me hizo perder el sentido. Pero entonces se apiadó de mí, me recogió del suelo y me dejó descansar en la mitad izquierda de su cama de hotel, hasta que me recuperé un poco. Después se acostumbró a verme aparecer al otro lado del cristal y con el tiempo llegarían las propulsiones programadas, los suspiros cada vez que aterrizaba en su pista y las palitas de mi hélice comenzaban a rotar felices dentro de Nora. Por encima de todo y de todas las cosas, encajarme en Nora sería el destino.

Nora ya no me dejó marchar. Ahora viajamos juntos en cada uno de sus vuelos internacionales y me protege de las miradas curiosas ocultándome dentro de su maletín azul. Nora, dispuesta a arrojarme en cualquier momento como un boomerang leal contra su cuerpo de acorazado ruso, Nora experta en el cálculo órbitas satisfactorias, Nora autosuficiente, tripulando mi existencia con rigurosidad soviética. Nora, mi discreta azafata escandinava, cerrando tras de sí la puerta de alguna habitación de hotel, dispuesta a recibirme complaciente, satisfecha como nadie de formar parte de una de las dos mitades que conforman esta extraña tripulación.

Publicado por Puzzle a las 21:45
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jueves, 19 de abril de 2007


La situación es la siguiente: él se mira la entrepierna por debajo de las sábanas y descubre que ha perdido su habitual y formidable erección. Lo de formidable es un calificativo que acostumbran a usar algunas de las mujeres con las que mantiene la nada desagradable costumbre de compartir confidencias y algo más que complicidad, en realidad algo mucho más cercano a la lujuria que a la ternura. Conviene aclararlo. Se palpa un poco, primero en un movimiento suave y delicado, como si estuviera pidiendo permiso a su propio pito, después emprende un movimiento más mecánico y carente de toda sutileza. Conoce bien los principios hidráulicos de la erección y le sorprende aquella ausencia. No está acostumbrado a echar de menos una erección, es más, en ocasiones suele pensar que padece del mismísimo mal de Priapo y le gusta imaginarse obscenamente fálico, en una erección perpetua, despertándose en medio de la noche y erecto, colocando las manos protectoras sobre su dureza como el niño que quiere conciliar el sueño mientras coquetea con el lóbulo de su oreja, habituado a la misma firmeza de siempre cuando amanece, a hacer cualquier cosa cotidiana en permanente estado de erección, a tener que disimular en el autobús o en el metro, en la fila del banco y en la oficina, supeditado a hacer lo imposible para ocultar su inoportuna manifestación eréctil y permanecer alejado de las miradas sorprendidas y morbosas que parecen darse cuenta de todo lo que ocurre bajo su bragueta.

Intenta recordar la última vez que vio su erección, hace un esfuerzo considerable, visualiza imágenes poco definidas de las últimas horas, intentando encontrar el momento y el lugar exacto donde la extravió, todo ello al tiempo que inicia una oscilación pélvica que le permita encontrar el estímulo adecuado para recuperarla. Se acaricia, busca una postura más cómoda y piensa en calzoncillos y en lo poco que le gusta la palabra calzoncillo, piensa en eso porque le resulta familiar -por reciente y continuada- la imagen cada vez más cercana de su presunta última erección bajo la ropa interior hace una o dos noches, en esa misma habitación, esperando visita y notablemente excitado.

Salta de la cama y busca en el cajón de los calcetines. Tampoco le gusta cómo suena la palabra “calcetines”. Revuelve en todos los cajones , quizás con las prisas dejó olvidada su erección entre las prendas que tienen los nombres más feos de la casa. Enseguida le asalta una duda: es posible que su última erección no fuera solitaria sino compartida, lo peor del asunto es que no le gustaría tener que llamar a la última mujer con la que se acostó, puesto que no quedaron nada bien. Como si no quisiera aceptar esa posibilidad, busca también en el sitio de las toallas y bajo el somier. Chasquea la lengua contrariado. Se arma de coraje y marca el número de la chica con la que no desea hablar, ¿qué pensará ella de una llamada así?, seguro que la imagen que ella tiene de él no mejora en absoluto, posiblemente empeore. Escucha la voz desencantada de la mujer, intenta ser breve y conciso,-¿te suena si me dejé la otra noche mi erección en algún lugar?, en la mesita quizás, o en el baño, o en el sofá, la echo en falta y no sé dónde la he dejado-. No le da tiempo a terminar la frase porque ella le insulta y termina la llamada con un golpe seco de auricular, como quien deja caer una guillotina sobre la garganta de alguien. Después el tono de ocupado y después de eso, nada.

Cierra los ojos. Intenta pensar en cosas agradables: por ejemplo en mujeres dándole placer, en él dando placer a mujeres, a una sola, a varias, en diferentes lugares y posturas, con diferentes grados de perversión, mujeres jóvenes y aún medio hechas, mujeres maduras y vueltas de todo, mujeres pistacho con el sexo cerrado, mujeres sandía, redondas y jugosas. Recuerda como en una moviola todos los encuentros posibles, imagina situaciones extremas, relaciones prohibidas (casi incestuosas), encuentros en locales oscuros donde todo el mundo termina follando con todo el mundo, también utiliza la ternura y evoca a todas las mujeres que fueron sensibles y dulces con él. Nada de todo aquello es suficiente para encontrar de nuevo su erección. Decide distraerse, no darle más importancia por el momento, decide leer algún libro o escuchar la radio: eso le calmará y le ayudará a pensar en otras cosas. Quizás al día siguiente recupere su erección. Piensa, o quiere pensar, que las cosas mejoran siempre mañana.

El informativo de las nueve informa del asunto de su erección. Parece ser que la noticia a estas horas se está extendiendo por toda la ciudad como un río que se desborda. Al principio no acierta a comprender el fondo grave de la situación. Tampoco es capaz de reaccionar. Sin duda es lo peor que le puede suceder: pronto las mujeres con las que mantiene la nada desagradable costumbre de compartir confidencias y algo más que complicidad, querrán averiguar (más bien comprobar) por sí mismas lo que en estos momentos se anuncia como una tragedia infame. Sus sospechas se materializan cuando comienza a escuchar el susurro apagado, cada vez más creciente, de alguien o algo que araña la estancia desde fuera. El susurro pronto se transformará en un murmullo molesto y el murmullo en un clamor inextinguible. Ellas están preparando el asalto al otro lado, se aproximan por la calle de aceras húmedas y mal alumbradas, toman el zaguán, la escalera principal, reptan, rascan la pared con la espalda, golpean la puerta. Él sabe que no se detendrán hasta tirarla abajo.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Abril 2007)

Publicado por Puzzle a las 22:12
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lunes, 9 de abril de 2007




Se introduce en el tambor una sola bala de dolor. Previamente verificas que el tambor está vacío. Vacío como una mañana de resaca, como un verano que se arroja desde la última planta. ¿Tuviste alguna vez la certeza de un dolor apuntando directo a la sien? Apuntando y acertando de pleno, porque la sola idea de un proyectil girando en la recámara, aguardando una sien que reventar, duele. A veces nos espantan las ideas, mucho antes de que sean otra cosa: certezas por ejemplo. Luego sabes que vendrá tarde o temprano el dolor, propagándose de manera absoluta dentro de tu cabeza. No intentes desviar la atención de ninguna otra manera, no trates de sujetar los párpados con pinzas de tender la ropa, nada de eso, tampoco sirve clavar un manojo de alfileres en el pecho. Nada vale. El tambor gira, con una bala de dolor preparada para ti, no importa que no sea hoy, ni mañana, no importa que te salves, siempre cualquier salvación es efímera y el dolor terminará en tu sien pese a todo, junto con las pinzas y los alfileres, de modo que verás tu vida entera desparramada en forma de un dolor punzante salpicando las cortinas o las sábanas. En todo caso te queda la oscuridad y el silencio, la oscuridad y esperar -desear- en postura horizontal a que remita, a que decida instalarse en otra sien, en otro tambor con otro proyectil de dolor dispuesto a reventar una cabeza, que por una vez, no sea la tuya.

Publicado por Puzzle a las 9:00
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domingo, 1 de abril de 2007


Nadia mira al mar y sonríe. Piensa que un marinero o un representante de joyas vendrá a buscarla, lo cierto es que también aceptaría con agrado a un vendedor de enciclopedias a domicilio, pero no quiere volver a saber nada de domadores de circo o de poetas con pantalones caídos y barba de tres días. Una vez tuvo un amor que leía tanto a Hemingway que quiso engordar como él, hablar como él y ahogar los sueños en alcohol como él. En realidad Nadia no quiere a ningún escritor, son todos excepcionalmente raros. Su madre se casó con un cuentista que desapareció dos días después de que Nadia viniera al mundo, posiblemente buscando lo que todos los escritores: vivir del cuento.

Nadia sabe que a ella no le puede ocurrir nada malo. Mira al mar y sonríe. Aprendió que cuando una mujer sonríe y viste de blanco nada malo puede ocurrirle y que si ocurre, seguramente será porque tiene que suceder. Cuando una mujer sonríe y viste de blanco en la adversidad, la adversidad se deslumbra y se marcha en busca de alguna mujer que llore vestida de oscuro.

Lo de las palomas es pura logística. Nadia sospecha (y sospecha bien), que los marineros o los representantes de joyas viajan mucho, mucho más que los vendedores a domicilio y desde luego mucho más que los escritores, así que Nadia escribe notas y cartas de amor que guarda bajo la almohada y que algún día, seguramente un sábado, enviará prendidas en el pico de una paloma o de un gavilán. Para ir ganando tiempo y no hacer esperar a sus amores viajeros, tampoco está de más aguardar vestida de novia, con un ramillete en la mano y una sonrisa en la otra. Como si conociera de antemano la respuesta.

Publicado por Puzzle a las 17:23
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