Robster es poco propenso a las etiquetas. En general, le fastidian bastante. Las etiquetas que suelen colgar con mayor frecuencia en la solapa de Robster son enamoradizo y blando. Como si las dos cosas fueran unidas. Enamoradizo, dicen, vamos hombre. La gente qué sabrá. Robster considera que todos los pensamientos relacionados con etiquetas que pueda expulsar de su cabeza, bien expulsados estarán. Si lo único que intenta Robster es rehacerse plácidamente en una terraza de Niza. Considerando que Niza es un buen punto de partida para sobreponerse de lo que sea, podríamos decir que a Robster tampoco le va tan mal. Lo que sucede es que es un poco pejigoso. Es más, para no faltar a la verdad, a Robster no le van nada mal las cosas, pero tiene esa inapropiada tendencia a pensar que sí, que todo le va mal y que nada es lo mismo desde que aquella o esa otra chica ya no están en su vida. Enamoradizo Robster. Quizás por eso tararea qué triste es Venecia en una terraza de Niza. Intenta rehacerse al tiempo que despacha una ensalada Nicosia y un Bellet, ¡oh benditos vinos provenzales!, piensa Robster mientras contempla los prolegómenos de una batalla de langostas dentro del gran acuario que preside la terraza.
Las langostas son muy empecinadas y, sin embargo, nadie se dedica a etiquetarlas. Mira esa langosta, qué tozuda es. Mira esa otra, menudos ademanes de langosta prepotente. Si tuviese que decir algo inamovible de las langostas, algo que no se pueda retirar después, diría que son testarudas y empecinadas. Una langosta se empeña en pelear con otra en el acuario de la terraza. Chocan sus pinzas como corzos en celo. Dos corzos que ladran durante el cortejo. Esa langosta es feroz y enseguida gana terreno sobre su rival. Robster tampoco tiene muy claro qué es lo que sucede en el mundo de las langostas cuando una vence a la otra. Ambas están condenadas aunque eso es algo que ignoran. Las demás langostas contemplan la batalla desde un rincón del acuario. Como si con ellas no fuera la cosa. Configuran un arrecife perfecto. Qué manera de complicarse la vida, piensa Robster. Aparte de testarudas y empecinadas, saben abstraerse de su destino más inminente. Robster es capaz de imaginar el sonido de las pinzas chocando entre sí. Es un sonido de mandíbula rota o de alma a punto de quebrarse contra el pavimento. Enamoradizo, dicen. Serán cabrones. Ellos qué sabrán.
Un camarero muy francés, muy de costa azul, captura las dos langostas luchadoras con un rastrillo metálico. Ahí se acaba la pelea, concluye Robster. Pero las langostas siguen agitando arriba y abajo sus pinzas en el aire, quizás porque consideran que no han dicho la última palabra. Si es lo que dice Robster. Son empecinadas de narices estas langostas francesas. Lo piensa convencido, mientras apura satisfecho un último trago de Bellet. Enamoradizo Robster. Qué manera más tonta de perder el tiempo etiquetando al personal. Él no es de esos. Robster no va diciendo de los provenzales que sólo piensan en jugar a la petanca, por ejemplo, o que sus mujeres han sido, son o serán infieles en algún momento de sus vidas por motivo doble: por francesas y por mujeres. Hay pocas cosas que desesperan de manera especial a Robster y lo de las etiquetas es una de ellas. Enseguida el resto de langostas se apelotonan en un rincón del acuario y comienzan a formar otra reyerta.
Imagen: © Jenene Chesbrouh
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Abril 2009)
Las langostas son muy empecinadas y, sin embargo, nadie se dedica a etiquetarlas. Mira esa langosta, qué tozuda es. Mira esa otra, menudos ademanes de langosta prepotente. Si tuviese que decir algo inamovible de las langostas, algo que no se pueda retirar después, diría que son testarudas y empecinadas. Una langosta se empeña en pelear con otra en el acuario de la terraza. Chocan sus pinzas como corzos en celo. Dos corzos que ladran durante el cortejo. Esa langosta es feroz y enseguida gana terreno sobre su rival. Robster tampoco tiene muy claro qué es lo que sucede en el mundo de las langostas cuando una vence a la otra. Ambas están condenadas aunque eso es algo que ignoran. Las demás langostas contemplan la batalla desde un rincón del acuario. Como si con ellas no fuera la cosa. Configuran un arrecife perfecto. Qué manera de complicarse la vida, piensa Robster. Aparte de testarudas y empecinadas, saben abstraerse de su destino más inminente. Robster es capaz de imaginar el sonido de las pinzas chocando entre sí. Es un sonido de mandíbula rota o de alma a punto de quebrarse contra el pavimento. Enamoradizo, dicen. Serán cabrones. Ellos qué sabrán.
Un camarero muy francés, muy de costa azul, captura las dos langostas luchadoras con un rastrillo metálico. Ahí se acaba la pelea, concluye Robster. Pero las langostas siguen agitando arriba y abajo sus pinzas en el aire, quizás porque consideran que no han dicho la última palabra. Si es lo que dice Robster. Son empecinadas de narices estas langostas francesas. Lo piensa convencido, mientras apura satisfecho un último trago de Bellet. Enamoradizo Robster. Qué manera más tonta de perder el tiempo etiquetando al personal. Él no es de esos. Robster no va diciendo de los provenzales que sólo piensan en jugar a la petanca, por ejemplo, o que sus mujeres han sido, son o serán infieles en algún momento de sus vidas por motivo doble: por francesas y por mujeres. Hay pocas cosas que desesperan de manera especial a Robster y lo de las etiquetas es una de ellas. Enseguida el resto de langostas se apelotonan en un rincón del acuario y comienzan a formar otra reyerta.
Imagen: © Jenene Chesbrouh
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Abril 2009)