lunes, 23 de febrero de 2009


Robster es poco propenso a las etiquetas. En general, le fastidian bastante. Las etiquetas que suelen colgar con mayor frecuencia en la solapa de Robster son enamoradizo y blando. Como si las dos cosas fueran unidas. Enamoradizo, dicen, vamos hombre. La gente qué sabrá. Robster considera que todos los pensamientos relacionados con etiquetas que pueda expulsar de su cabeza, bien expulsados estarán. Si lo único que intenta Robster es rehacerse plácidamente en una terraza de Niza. Considerando que Niza es un buen punto de partida para sobreponerse de lo que sea, podríamos decir que a Robster tampoco le va tan mal. Lo que sucede es que es un poco pejigoso. Es más, para no faltar a la verdad, a Robster no le van nada mal las cosas, pero tiene esa inapropiada tendencia a pensar que sí, que todo le va mal y que nada es lo mismo desde que aquella o esa otra chica ya no están en su vida. Enamoradizo Robster. Quizás por eso tararea qué triste es Venecia en una terraza de Niza. Intenta rehacerse al tiempo que despacha una ensalada Nicosia y un Bellet, ¡oh benditos vinos provenzales!, piensa Robster mientras contempla los prolegómenos de una batalla de langostas dentro del gran acuario que preside la terraza.

Las langostas son muy empecinadas y, sin embargo, nadie se dedica a etiquetarlas. Mira esa langosta, qué tozuda es. Mira esa otra, menudos ademanes de langosta prepotente. Si tuviese que decir algo inamovible de las langostas, algo que no se pueda retirar después, diría que son testarudas y empecinadas. Una langosta se empeña en pelear con otra en el acuario de la terraza. Chocan sus pinzas como corzos en celo. Dos corzos que ladran durante el cortejo. Esa langosta es feroz y enseguida gana terreno sobre su rival. Robster tampoco tiene muy claro qué es lo que sucede en el mundo de las langostas cuando una vence a la otra. Ambas están condenadas aunque eso es algo que ignoran. Las demás langostas contemplan la batalla desde un rincón del acuario. Como si con ellas no fuera la cosa. Configuran un arrecife perfecto. Qué manera de complicarse la vida, piensa Robster. Aparte de testarudas y empecinadas, saben abstraerse de su destino más inminente. Robster es capaz de imaginar el sonido de las pinzas chocando entre sí. Es un sonido de mandíbula rota o de alma a punto de quebrarse contra el pavimento. Enamoradizo, dicen. Serán cabrones. Ellos qué sabrán.

Un camarero muy francés, muy de costa azul, captura las dos langostas luchadoras con un rastrillo metálico. Ahí se acaba la pelea, concluye Robster. Pero las langostas siguen agitando arriba y abajo sus pinzas en el aire, quizás porque consideran que no han dicho la última palabra. Si es lo que dice Robster. Son empecinadas de narices estas langostas francesas. Lo piensa convencido, mientras apura satisfecho un último trago de Bellet. Enamoradizo Robster. Qué manera más tonta de perder el tiempo etiquetando al personal. Él no es de esos. Robster no va diciendo de los provenzales que sólo piensan en jugar a la petanca, por ejemplo, o que sus mujeres han sido, son o serán infieles en algún momento de sus vidas por motivo doble: por francesas y por mujeres. Hay pocas cosas que desesperan de manera especial a Robster y lo de las etiquetas es una de ellas. Enseguida el resto de langostas se apelotonan en un rincón del acuario y comienzan a formar otra reyerta.

Imagen: © Jenene Chesbrouh

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Abril 2009)

Publicado por Puzzle a las 22:03
Etiquetas: ,

4 desvaríos  

domingo, 15 de febrero de 2009



Padre es un tipo con clase. Tiene problemas con el alcohol pero, al menos, se enfrenta al asunto con estilo. Es uno de esos tipos que únicamente beben malta en copa de balón. Sin hielo. El hielo estropea el malta. A Padre le falta un diente, uno de los dientes delanteros, de los de arriba. Imagino perfectamente cómo el malta atraviesa el espacio vacío que deja su diente, cómo siente el sabor en el fondo de la garganta, cómo le quema un poco más tarde la boca del estómago, ahí al lado de los problemas. Padre es un hombre triste que, al menos, bebe con clase. Una vez tuvo un Pontiac del color de las cerezas. Fue su momento de más clase. Conducía un Pontiac y bebía maltas caros. La puesta en escena de Padre cuando bebe malta es, más o menos, la misma. Agita con movimientos circulares su copa de balón, sin hielo, estudia el aroma, hace una pausa (la pausa típica de hombre bala antes de prender la mecha) y toma un trago suave. En ocasiones, para joder, Madre dice: “Eres igual que Padre”. Y claro, me jode, porque yo no sé muy bien a qué se refiere Madre cuando dice eso, pero me jode. Me jode mucho. Y yo no quiero tener nada que ver con eso.

A veces, más de las que se pueden contar, Padre toma maltas en el bar de la esquina, con el resto de los chicos. Suelo contemplarlo desde fuera. Me quedo fuera, al otro lado del ventanal, preguntándome si debería entrar. Y ahí está él con su copa de balón y los chicos. Tantas veces que no entro a saludar. Y quizás debiera.

En los días más extraños, entro en ese bar, sin implicarme mucho, ignoro a los chicos, hablo con Padre, en un tono aséptico le digo que tiene que cuidarse, que tiene que durarnos muchos años. Algún día no estará. Imagino que se irá antes que Madre. Y ese día habrá que preocuparse de los papeles de la mesita de noche y del tipo de entierro. Ese tipo de cosas. Presumiblemente,cuando eso ocurra, desearé haber entrado todos los días del mundo en el bar, haberle hecho compañía y ayudarle a olvidar que es un hombre triste.

Madre dice: “Eres como él”. Ella también es una mujer triste, herida, por eso se revuelve y habla de ese modo. En realidad, creo que los dos tienen motivos para ser lo que son. “Tu Padre se quedará solo”, dice Madre. “Por esto, por lo otro”. Y es cierto, ella también tiene lo suyo, y yo nunca sé que decir en esos momentos. Así que, de tarde en tarde, me repito que la próxima vez que vea a Padre agitando su copa de balón, entraré a ese bar para hacerle compañía un rato. Entonces, casi con toda seguridad, saludaré a los chicos, pediré otro malta como el suyo, en copa de balón, sin hielo, como debe ser y haré algún brindis estúpido, por que se cuide, diré, por los buenos tiempos, cuando teníamos el Pontiac del color de las cerezas, porque nuestras mujeres no se queden viudas o alguna tontería de ese estilo. Porque nos dure muchos años. Sobre todo brindaré por eso. Y en ese momento, sé que, lejos de ayudarle a olvidar, será cierto que estaré siendo un poco como él. Y Madre, sin saberlo, tendrá razón. Toda la razón del mundo.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Marzo 2009)

Publicado por Puzzle a las 23:41
Etiquetas: ,

6 desvaríos  

 
>