Te avistaron en la octava isla, tan inaccesible a todos nosotros como podías serlo tú. Se nos denegó el ingreso por todos los procedimientos posibles, a mí y a los demás, en reiteradas ocasiones, aunque a veces hiciéramos maniobras de aproximación más o menos desesperadas, escondiendo nuestro vuelo en lo oscuro de la noche, procurando alcanzar alguna cala que quedara al abrigo de la vegetación tosca, inadecuada para tomar tierra pero que nos protegería.
Sucedía de ese modo, una y otra vez. Lo único que codiciábamos es que el recuerdo tuyo o de la isla dejara de mordernos la garganta, es la más sencilla de las verdades, así que continuamos sobrevolando el lugar donde solían producirse los avistamientos. Sobrecogidos con cada expedición infructuosa, y por si fuera poco, de tarde en tarde la octava isla aparecería cuando sabíamos que su presencia no podía ser por una acumulación de nubes (lo mismo se divisaba los días de horizonte más claro) o de cansancio y se difuminaba al rato sin avisar. Otras veces nos empujaba alguna tempestad hacia su misma orilla, hacia tu misma orilla, que casi nos depositaba en la arena sobre la que se divisaban algunas veces unas pisadas mayores que las de un hombre normal, una cruz de madera y tres piedras conformando un triángulo.
En la última noche del mes más extraño, se desató un huracán, de modo que perdimos de vista la isla dejando algunos hombres abandonados en la espesura de la selva. La costa era errante, viajera, todo el tiempo misteriosa. Deseábamos conocer el sabor de una mujer hecha de barro y sal y hubiéramos dado la vida por nuestros sueños. Finalmente descubrimos que habías estado navegando sobre el lomo de una gran ballena y que desapareciste con ella para siempre.
Sucedía de ese modo, una y otra vez. Lo único que codiciábamos es que el recuerdo tuyo o de la isla dejara de mordernos la garganta, es la más sencilla de las verdades, así que continuamos sobrevolando el lugar donde solían producirse los avistamientos. Sobrecogidos con cada expedición infructuosa, y por si fuera poco, de tarde en tarde la octava isla aparecería cuando sabíamos que su presencia no podía ser por una acumulación de nubes (lo mismo se divisaba los días de horizonte más claro) o de cansancio y se difuminaba al rato sin avisar. Otras veces nos empujaba alguna tempestad hacia su misma orilla, hacia tu misma orilla, que casi nos depositaba en la arena sobre la que se divisaban algunas veces unas pisadas mayores que las de un hombre normal, una cruz de madera y tres piedras conformando un triángulo.
En la última noche del mes más extraño, se desató un huracán, de modo que perdimos de vista la isla dejando algunos hombres abandonados en la espesura de la selva. La costa era errante, viajera, todo el tiempo misteriosa. Deseábamos conocer el sabor de una mujer hecha de barro y sal y hubiéramos dado la vida por nuestros sueños. Finalmente descubrimos que habías estado navegando sobre el lomo de una gran ballena y que desapareciste con ella para siempre.