Hay un rostro en el espejo que no es el mío. Es el rostro de un hombre que no soy yo. Alguien que no quiere saber nada de mí. Sin embargo, las manos de ese hombre me pertenecen de alguna manera. Lo sé porque soy capaz de sentir el chorro de agua caliente al derramarse sobre ellas. Puedo moverlas con destreza, manejar la maquinilla de afeitar con precisión, quizás porque obedecen alguna orden. El rostro reflejado en el espejo está cubierto de espuma. Me hace pensar en escenas de cine mudo en las que te estampan una tarta de merengue en la cara. Reviso el afeitado del desconocido, me entretengo en los pliegues que se forman bajo su barbilla. El tipo no es muy cuidadoso consigo mismo, se afeita como si tuviera algo en contra de su propia cara. Las cuchillas lastiman su piel que empieza a sangrar con timidez. Su rostro desaparece tras una nube de vapor y reaparece un instante más tarde.
Seco sus manos como si me ajustara a un ritual. Una camisa recién planchada cuelga de la puerta. Marco el número de recepción y pido café, tostadas y algo de fruta. No tengo hambre, oigo que dice, pero le recuerdo que el desayuno viene incluido en el precio. Al final, mordisquea con indiferencia la esquina de una manzana. Decido recostarme en la cama. El tipo se masturba, pensando en su mujer, hasta que eyacula sobre mi ombligo.
A continuación me descerraja la cabeza de un tiro.
Soy un hombre muerto en una habitación de hotel, alguien que una vez tuvo un rostro. Mi cuerpo descansa frente a mí y puedo verlo con claridad, mientras comienza a llegar gente, alarmada por el disparo. Una de las chicas de la limpieza grita y se abraza al ejecutivo que se hospeda en una suite contigua. Dejo mi cuerpo tirado sobre la cama. Me desprendo de él. No tengo miedo. Abandono la habitación sin apenas esfuerzo. Las cosas suceden ahora con otra cadencia, me muevo sin necesidad de pies. Puedo alcanzar sin dificultad la recepción, salir a la avenida, ganar la esquina y divisar el bloque de apartamentos de mi calle; puedo acceder al portal, sin llave, soy capaz de sortear el rellano de mi edificio y visitar a mi mujer que todavía duerme en nuestro dormitorio, ajena a todo.
Estoy sentado en el borde de la cama, observo la respiración pausada de Corina. La escena es una postal, una fotografía tomada bajo una luz dócil que lo baña todo y que atraviesa la estancia pidiendo permiso. Corina se revuelve en medio del sueño, gimotea una frase inconexa, como una niña asustada. Lo hace cada noche, sin faltar una sola, desde el día en que supimos lo de la enfermedad que, como un animal salvaje que enseña las zarpas, se volvió contra nosotros sin darnos tiempo a nada. Me tumbo a su espalda, pero no me atrevo a tocarla, no tienes dedos, me digo. Ni siquiera sé si tengo voz, intento hablarle al oído, susurrarle algo. No acierto a encontrar las palabras adecuadas. Será esto la muerte, pienso, quedarse sin palabras cuando más necesarias son. Le diría tantas cosas: que no se enfade, por ejemplo, que no me lo tenga en cuenta, que no se haga demasiadas preguntas.
El director del hotel aplasta una colilla sobre la mesita de noche de la habitación que todavía ocupo. Ha acudido de inmediato. En cuanto escuchó el disparo supo de qué se trataba. Está acostumbrado a ver de todo. Contempla con desgana el rostro del hombre que yace en la cama con la cabeza abierta. Aún quedan trocitos de papel pegados sobre las heridas del afeitado exprés. Habrá que avisar a la familia, sugiere.
Un teléfono suena inoportuno para arrebatarle el sueño a mi mujer. Un teléfono que arde desde una esquina del dormitorio y que tiene una misión. Corina se incorpora con brusquedad sobre la cama y grita mi nombre. Estoy a su lado pero no puede verme. Una mujer cubre mi cuerpo con una cortina de baño. Corina levanta el auricular. Alguien carraspea al otro lado. Ahora sé que los muertos se atragantan, que se quedan sin palabras en las despedidas.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2008)
Seco sus manos como si me ajustara a un ritual. Una camisa recién planchada cuelga de la puerta. Marco el número de recepción y pido café, tostadas y algo de fruta. No tengo hambre, oigo que dice, pero le recuerdo que el desayuno viene incluido en el precio. Al final, mordisquea con indiferencia la esquina de una manzana. Decido recostarme en la cama. El tipo se masturba, pensando en su mujer, hasta que eyacula sobre mi ombligo.
A continuación me descerraja la cabeza de un tiro.
Soy un hombre muerto en una habitación de hotel, alguien que una vez tuvo un rostro. Mi cuerpo descansa frente a mí y puedo verlo con claridad, mientras comienza a llegar gente, alarmada por el disparo. Una de las chicas de la limpieza grita y se abraza al ejecutivo que se hospeda en una suite contigua. Dejo mi cuerpo tirado sobre la cama. Me desprendo de él. No tengo miedo. Abandono la habitación sin apenas esfuerzo. Las cosas suceden ahora con otra cadencia, me muevo sin necesidad de pies. Puedo alcanzar sin dificultad la recepción, salir a la avenida, ganar la esquina y divisar el bloque de apartamentos de mi calle; puedo acceder al portal, sin llave, soy capaz de sortear el rellano de mi edificio y visitar a mi mujer que todavía duerme en nuestro dormitorio, ajena a todo.
Estoy sentado en el borde de la cama, observo la respiración pausada de Corina. La escena es una postal, una fotografía tomada bajo una luz dócil que lo baña todo y que atraviesa la estancia pidiendo permiso. Corina se revuelve en medio del sueño, gimotea una frase inconexa, como una niña asustada. Lo hace cada noche, sin faltar una sola, desde el día en que supimos lo de la enfermedad que, como un animal salvaje que enseña las zarpas, se volvió contra nosotros sin darnos tiempo a nada. Me tumbo a su espalda, pero no me atrevo a tocarla, no tienes dedos, me digo. Ni siquiera sé si tengo voz, intento hablarle al oído, susurrarle algo. No acierto a encontrar las palabras adecuadas. Será esto la muerte, pienso, quedarse sin palabras cuando más necesarias son. Le diría tantas cosas: que no se enfade, por ejemplo, que no me lo tenga en cuenta, que no se haga demasiadas preguntas.
El director del hotel aplasta una colilla sobre la mesita de noche de la habitación que todavía ocupo. Ha acudido de inmediato. En cuanto escuchó el disparo supo de qué se trataba. Está acostumbrado a ver de todo. Contempla con desgana el rostro del hombre que yace en la cama con la cabeza abierta. Aún quedan trocitos de papel pegados sobre las heridas del afeitado exprés. Habrá que avisar a la familia, sugiere.
Un teléfono suena inoportuno para arrebatarle el sueño a mi mujer. Un teléfono que arde desde una esquina del dormitorio y que tiene una misión. Corina se incorpora con brusquedad sobre la cama y grita mi nombre. Estoy a su lado pero no puede verme. Una mujer cubre mi cuerpo con una cortina de baño. Corina levanta el auricular. Alguien carraspea al otro lado. Ahora sé que los muertos se atragantan, que se quedan sin palabras en las despedidas.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Julio 2008)