Se besan. Y no veas cómo. Dan ganas de saltar del coche y hacerles el corro de la patata. Junto a ellos se detiene también el tiempo y un poco todo lo demás: las calles, el tráfico, un banco de cúmulos que avanza en dirección Gran Vía y amenaza tormenta de febrero. Todo quieto y allí permanecen ensamblados el uno al otro, como piezas de Lego, no tendrán más de quince y ya comprenden que la vida consiste en devorar el tiempo, las bocas, las lenguas, masticarse adheridos por la cintura, cadera, coxis y rabadilla y el chaval que la sujeta como quien sujeta un mundo entero, un planeta, al tiempo que le cuenta al mismo mundo congelado en esa esquina, que esa chica es suya, o quiere que sea suya, una vida entera o esa vida que es la única que conoce y que entiende. Lejos de separarse, se juntan más, juraría que ni respiran y, si lo hacen, tiene a la fuerza que ser de manera invisible y precipitada, dejando pasar pequeñas cantidades de oxígeno entre el inexistente espacio que queda libre entre sus bocas disueltas, devastadas por todo ese mar de arrebato adolescente.
Pienso que nadie en su sano juicio quiere avisarles, avisarles de lo que viene después, con el tiempo, cuando tengan dieciocho o veintitrés o treinta y tantos, y ella conozca las fiestas de fin de curso, los viernes de cosquillas en el ombligo que terminan en domingos de resaca, las pruebas de embarazo en un retrete de escuela, para qué, para qué joderles con lo que viene, si tarde o temprano jugarán al Lego en otras cinturas, en otras caderas, en otras rabadillas, y quien sabe si olvidarán todos estos besos de esquina que ahora ocupan orgullosos una tarde de dos mil nueve. Nadie quiere avisarles, porque eso sería como lanzar piedras a dos perros que fornican en la calle y escapan aullando y desencajados.
Se besan, se mastican, y la vida se detiene en una esquina, junto a un semáforo que parpadea con desgana, también se detiene el tiempo y un poco todo lo demás: las calles, el tráfico y un banco de cúmulos que al alcanzar la vertical de sus cabezas, de sus bocas, de sus lenguas, comienza a descargar un espléndido temporal.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Febrero 2009)
Pienso que nadie en su sano juicio quiere avisarles, avisarles de lo que viene después, con el tiempo, cuando tengan dieciocho o veintitrés o treinta y tantos, y ella conozca las fiestas de fin de curso, los viernes de cosquillas en el ombligo que terminan en domingos de resaca, las pruebas de embarazo en un retrete de escuela, para qué, para qué joderles con lo que viene, si tarde o temprano jugarán al Lego en otras cinturas, en otras caderas, en otras rabadillas, y quien sabe si olvidarán todos estos besos de esquina que ahora ocupan orgullosos una tarde de dos mil nueve. Nadie quiere avisarles, porque eso sería como lanzar piedras a dos perros que fornican en la calle y escapan aullando y desencajados.
Se besan, se mastican, y la vida se detiene en una esquina, junto a un semáforo que parpadea con desgana, también se detiene el tiempo y un poco todo lo demás: las calles, el tráfico y un banco de cúmulos que al alcanzar la vertical de sus cabezas, de sus bocas, de sus lenguas, comienza a descargar un espléndido temporal.
(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Febrero 2009)