jueves, 14 de agosto de 2008




La uña se había enquistado en el dedo gordo de la mano izquierda. Le dolía y le gustaba el dolor. Si es que acaso pueda decirse que existe un tipo de dolor agradable, que conviene padecer porque nos hace más fuertes o nos redime de algo. Pero vete tú a saber. A él le gustaba comparar la hinchazón del dedo con cosas más cotidianas: su relación con Ana, por ejemplo, y cómo se había ido deformando con los días. Las diferencias entre ellos se habían abultado al mismo ritmo que su dedo, que comenzaba a tener un aspecto repulsivo y verduzco en su extremo, como de estar a punto de reventar o de desprenderse de la mano.

Le gustaba llevar las cosas a los extremos, que el vaso rebosara. Esperaba que el desencadenante para cada una de esas situaciones fuera totalmente inesperado. El no cogerle el teléfono a Ana, por decir algo, era el equivalente a dejar que su dedo infectado por una uña que había crecido mal, traspasando los límites que le correspondían, se hinchara cada vez más, germinando en él esa extraña sensación de placer que proporciona el dolor y el control que sobre ese dolor ejercemos a voluntad. Se iban espaciando las llamadas de Ana; los primeros días tras la última discusión fueron los más intensos, Ana insistía a todas horas, pero, con el tiempo, ella parecía entender que Collin quería distancia, espacio o lo que fuera que Collin quería dar a entender con su negativa a comunicarse con ella. Con su silencio sobreentendido, el silencio de algo que infecta y que se extiende entre los dos.

Y ese era el tipo de pensamiento que alumbraba Collin en la media penumbra de su buhardilla, en la cual se refugiaba para leer o escribir, para redactar simulacros de cartas de despedida para Ana o, quizás, cartas definitivas que terminaba arrojando al cesto de los olvidos. La buhardilla con gato incorporado, el rincón a salvo desde el que contemplar la deformidad de su dedo, el terrible aspecto que le proporcionaba el absceso verdoso bajo la uña, visto desde la limitada perspectiva de un tragaluz que vomita, de tarde en tarde, un tímido chorro de luz que se despide al final de la jornada con una estudiada desgana. La misma desgana del gato que acepta la presencia de Collin mientras se deja acariciar el espinazo.

Collin y su vida plagada de carencias, y un dedo a punto de reventar de dolor, imaginando el líquido viscoso y verde que se derrama por su pulgar deforme y desproporcionado. Esto es el dolor, pensaría, únicamente esto, tanto acumular las cosas para llevarlas al extremo, para que en apenas un instante la infección escape por una fisura y el dolor remita y entonces no quede constancia de nada, del dolor, de la hinchazón, de la resistencia que uno pone a la cosas durante tanto tiempo para que, al final, termine cediendo en un instante.

El teléfono sonó rompiendo la quietud de la buhardilla. Collin no podía saber el tiempo que había transcurrido desde que había reventado su dedo con la cabeza de un alfiler. Tampoco necesitaba saberlo. Sabía que quien llamaba era Ana. Sabía que si atendía la llamada sería como reventarse el absceso con la punta de un objeto punzante y volver a caer en lo mismo, regresar a lo de siempre. Ahora sabía que podía mantener el dolor alojado en su interior el tiempo que deseara, que podía postergarlo a su antojo, manejarlo con pericia. Sabía eso y que Ana dejaría de llamar algún día, que se daría por vencida, que simplemente entendería.

Del tragaluz venían los reflejos de algunos automóviles que maniobraban cerca, en mitad de la noche. El teléfono siguió sonando media docena de veces. Ana, al otro lado, se sentiría quizás estúpida o servil, pero tarde o temprano se cansaría, sucedería algo dentro de ella, conocería a alguien que le devolviera las llamadas, pero estaba claro que algo tendría que ocurrir, una señal, algo, el detonante que hiciera que las cosas, definitivamente, apuntaran en otra dirección.

Imagen: © Giulio Volo

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco", Noviembre 2008)

Publicado por Puzzle a las 20:34
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7 desvaríos:

Anónimo dijo...

chico, chico...

escribe algo alegre de vez en cuando, ¿o qué?

Anónimo dijo...

Estoy de acuerdo con anónimo en lo de que hace tiempo que no escribes cosas alegres. A mí me gusta mucho lo que escribes, tus historias, pero es verdad que son tristes de narices.

Echo de menos en tus escritos algo que nos haga sonreir.

Un beso

Anónimo dijo...

Comparar una relación con una infección...sólo indica una cosa, enfermedad!

Anónimo dijo...

Gracias, Jorge, por este relato. A mi no me parece triste. Es toda un inyección de esperanza para Collin y también para Ana. Las heridas hay que cicatrizarlas y hurgar en ellas no es más que posponer eternamente la curación.

Nota para el autor:
Esto lo escribo en el kit kat del desayuno.

Un beso

Anónimo dijo...

Jorge, espero que no te tocara de cerca lo del accidente de Barajas. Me acordé de ti y de toda la gente que tienes allá. Espero que estés/estéis bien.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

No te imaginas como me gusta este relato. Ya lo he leido varias veces.
El amor es, ciertamente, una enfermedad. En ocasiones te mantiene en un dulce y deseado letargo. Pero otras, te provoca una desafortunada infección con la que te pasas media vida peleando.
Desgraciadamente, no es tan fácil de curar como pinchar un dedo infectado ¿o si?

Quién? dijo...

Soy Ana. El otro lado. Siempre reventando bolitas de aire. Gracias por dibujar del otro lado del teléfono esa buhardilla. Así, el espacio interminable de los llamados sin atender, puede ser habitado por dedos, tragaluces y Collins muy estoicos. Al menos hay algo.

 
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