lunes, 21 de enero de 2008




Quien me conoce sabe que soy un desastre para los recuerdos, no importa que sean selectivos o traumáticos, olvido por igual unos y otros. Fechas, aniversarios y efemérides, que de normal y en mi caso solo sirven para sacarme los colores. Esa es una de mis ocupaciones raras: olvidar los recuerdos. Disculpa, me olvidé otra vez. Y suelo comentar que me lo estoy mirando, el neurólogo dice que es habitual y Violeta que no presto atención y que se sube por las paredes cada vez que le pregunto cuántos años tiene ahora. Yo creo que los dos tienen razón, pero me lo están mirando, es cierto y me da mucho coraje porque me vienen hoy en desbandada imágenes de Las Palmas, de cuando acariciaba con los dedos la idea de ser ingeniero y levantaba por igual castillos de arena o de sueños en Playa del Inglés.

Hubo tiempo para todo, pasaba la vida tomando la guagua a Tafira, la 327 creo, de las azules, cuando aún las guaguas que podías tomar en el Hoyo eran azules o verdes, unas te llevaban al norte y las otras al sur, como todos los viernes de todos los meses. Recuerdo aquella verbena de San Andrés, yo quería quedarme en casa y la pandilla me convenció y menos mal. Subir o bajar de Tafira era serpentear en aquella guagua enorme con acordeón en medio. Me gusta de las guaguas en Canarias que el conductor se llama chofer y tenía por aquel entonces potestad para dejarte en tierra hubiera o no hubiera parada, sólo con que tú le dijeras, chofer, ¿me abre la puerta? y el chofer paraba y te dejaba donde tú querías. Gracias chofer. De nada mi hijo. La 327, dime que era la 327.

Recuerdo el Guincho, mi garito preferido para tomar Tropical y tirarte los tejos. Allí hicimos mi despedida, después (o antes) de aquella excursión a Guayedra. De Guayedra recuerdo que estábamos solos en aquella cala, recuerdo el ferry que llegaba de madrugada, tan cerca de la orilla que casi podías subirte a él en marcha, tan cerca de Agaete que veías las luces del puerto allí donde doblaban y se acababan las rocas con el gran dedo apuntando al cielo abierto. Todo tan cerca. El ferry tan cerca. El cielo tan cerca. ¿Cómo se llamaba aquel lugar cerca de Las Canteras dónde íbamos a tomar botellines de tres cuartos? ¿Y el de aquellas escaleras estrechas que era una calle?. Sí, una calle y hacían conciertos. Recuerdo los conciertos en la playa, en el sur, en Alcaravaneras, recuerdo el local de ensayo de Los Coquillos y a Pedro Guerra cantando “mujer que no tendré”. Recuerdo carnavales y aquellos disfraces improvisados cada noche en el piso de Santa Catalina. Recuerdo las putas y los yonquis en el portal. Recuerdo las bibliotecas, Magisterio abajo en el obelisco o la de informática las noches de sábado, explicando las corrientes eléctricas como si fueran enanitos que montan en guagua, cuando en realidad la corriente eléctrica era ver a Bibiana reír o entrar por la puerta con su calculadora científica que nadie entendía. Pero sobre todo recuerdo la biblioteca del obelisco, lo dije antes, sentados en el patio después del desayuno en la cafetería (un leche y leche y un bocadillo de pata) mirando pasar a las chicas y aplaudiendo o silbando o, lo que es peor, haciendo la ola y devolviendo los rechazos con nuestro mejor revés. O el día que olvidaron cerrar la máquina de las chocolatinas y la vaciamos en un suspiro. Recuerdo a Sting sonando a través de los auriculares en los pupitres, tan feliz –Sting- que no podía dejar de llorar, el día que te regalé un libro de cuentos para colorear con la idea de que se te pasara (o no se te pasara) la mala leche. Tan cerca tu mala leche. Recuerdo las tardes de cine, las meriendas en La Ballena y las noches de tacones y carmín, cuando las chicas de la pandilla se ponían tan bonitas y hablaban más dulce que nunca. Como si hablar más o menos dulce fuera algo que se pudiera hacer a propósito. Creo que era la 327. Y el garito que era una calle se llamaba así, La Calle, donde siempre imaginaba que un día, tarde o temprano interrumpiríamos el tráfico para tocar con el grupo. Recuerdo cuando Elena dijo que en la foto de aquel disco parecíamos surferos retirados. Y así quedó la cosa: surferos retirados. Hoy todavía lo cuento. También recuerdo el olor a cuero del taller de Miguel, el ruido de la casa por las noches, la casa que tenía vida propia y nos contaba cosas, esquivar las chopas cuando llevábamos sandalias, te paso a buscar y estudiamos un rato. Y muchas veces estudiábamos. Y muchas discutíamos y me daba la risa y tú te enfadabas más y más, y te ibas, y volvías pero otra vez risa y te marchabas de nuevo. Luego te echaba de menos y eso ya no hacía tanta gracia.

La gente de la universidad se esfumó, no hicieron falta grandes alardes técnicos, cada uno por su lado, a Barcelona, a La Palma, donde fuera, con su vida hecha, algunos en la península, la mayoría de ellos emparejados y llenando la casa de anhelos y muebles de Ikea y jódete que en Zaragoza aún no tenéis, pero ya tenemos y sí, yo creo que era la 327, o la 317, cuando tú cogías el Utinsa o el Salcai y después las cosas cambiaron y ahora no sé de qué color son las guaguas, ni recuerdo el nombre de la compañía de transporte ni en qué momento levantaron aquella otra estación cerca de Santa Catalina. A mí me gusta el Hoyo de toda la vida, cruzar San Telmo o venir de Triana, comprar tarta de chocolate en Guirlache y elegir verde o azul y dejarme llevar por la guagua, hasta que se acabe la isla o hasta que me dé por gritarle al chofer que me bajo allí mismo, que justo acabo de recordar que el garito de las botellas de tres cuartos es el Pachichi y que si me apuro, tengo tiempo a pasar por casa y coger la guitarra. Algo me dice que la pandilla me espera, acaba de anochecer y la playa y las chicas están más guapas que nunca, con sus tacones y su carmín.

Fotografía: © Pablo Montesdeoca

Publicado por Puzzle a las 13:43
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4 desvaríos:

Anónimo dijo...

Y que verdad...los tiempos de la facultad, de la falta de responsabilidades y de conocimiento, el disfrutar estrujando cada minuto como si fueran los últimos...bueno, de todas maneras supongo que cada momento de la vida tiene su encanto... o no??

Anónimo dijo...

327 en el hoyo. Yo soy de Humanidades y no he vivido la rutina de la 327. Pero has hecho un buen recorrido por las palmas. Qué añoranza! Ahora las cosas han cambiado un poco, pero el guincho sigue en su sitio para los incondicionales.

Preciosa imagen, preciosa playa y, al fondo, la barra, una parada antes del horizonte...

327 besitos de carmín desde tu playa...

Anónimo dijo...

Mi niño, se nota que echas de menos las islas, ¿eh?. Da gusto leer ese repaso tan bien plasmado de lo que es la vida de universitario en la isla, aunque ahora ha cambiado un poco la subida a Tafira y la pista. Está que no lo conocerías.

Besos y una tropi.

Amalia dijo...

La nostalgia es potente... se transmite en cada parrafo... excelente... me hizo recordar mis tiempos de universidad... ah! ¡Gracias por tan gratos recuerdos!

Besos...

 
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