jueves, 29 de diciembre de 2005


Apareció en lo alto del viejo armario la caja de zapatos, y dentro de la caja, las cartas, cartas con remites de personas de las que ya no recordaba nada, únicamente notas sueltas de alguna delicada melodía que a veces acostumbraba a sonar y de la que nunca fui capaz de recordar el título, tan sólo la tonada. Dentro de las cartas, las letras desprendidas, como aquellas sopas de letras que tomábamos ardiendo de pequeños y que jugábamos a juntarlas para conformar nombres y palabras que aprendíamos en clase de la señorita Amparo. Nombres propios de montañas y de ríos, nombres de chicas que me gustaban y que nunca me miraron porque preferían al capitán del equipo de futbito. Luego, claro, la sopa se quedaba fría.

Volví a cerrar la caja de zapatos para agitarla, como queriendo verificar su contenido. Sonaba como un reloj de arena o una bolsa de canicas, a veces suave a veces duro. Luego acerté a entender el sonido aquel, la caja murmuraba como un palo de lluvia, el sonido exacto de las letras deslizándose como en un tobogán. Era innegable entonces que en aquel continente de cartón quedaban sueltos pedacitos de personas y de vidas que no alcanzaba a recordar pero que una vez fueron (o para las que una vez fui) lo suficientemente importantes o importante como para mandar o recibir cartas, cartas que a veces contenían fotografías de azafatas holandesas, de algunos besos perdidos en la puerta de un Corte Inglés cualquiera con aquella novia asturiana, pañuelos de seda verde que llegaban de Toledo con olor a flores, ¿recuerdas? y la pequeña cajita de música y la pulserita de la suerte para el año que todavía estaba por llegar.

Intenté hacer un análisis grafológico del asunto, algo más metódico y eficaz: averiguar cualquier dato que me ayudara a recordar algo de alguna de todas aquellas personas, un trazo, una manera de concluir la lazada final, algún puntito negro o azul de los que tampoco llegaría a saber si pertenecieron a una "i" o a una "j". Tomé una lupa, la más grande de mi colección, y no conté con que las letras -asustadas- al ver desde el fondo de la caja aquel ojo de cíclope inquisidor, echarían a correr despavoridas, siendo enteramente conscientes del límite carcelario de la caja, se agolparían en una esquina y empezarían a organizarse en lo que al principio fue un pequeño tumulto de letras alborotadas. Las mayúsculas tomaron el control y establecieron el criterio: las minúsculas y las vocales primero, que cada una llevara consigo cualquier signo de puntuación, cualquier acento, cualquier falta de ortografía (por muy aberrante que pudiera llegar a ser) y abandonaran calmadamente la caja. Aunque se escucharon algunas protestas, todas y cada una de las letras obedecieron finalmente. Las mayúsculas establecieron la base -una sólida plataforma de letras entrelazadas, más bien abrazadas y esperando el peor de los finales- de lo que sería una gran montaña de letras, aguantarían el peso de las demás, que intentarían alcanzar una altura superior y a su vez, ayudar al resto de las letras a salir de aquel continente en peligro. Ya asomaba por la caja el pico de la montaña y saltaban al exterior algunas letras, las más valientes o las más atléticas, o simplemente, las mejor posicionadas. El sonido ya no era el de un palo de lluvia, sino el de un rumor épico e incontenible.

Reptaba por la mesa una “s”, rodaba una “o” cuando un golpe de cierzo abrió con una furia desmedida la ventana y se llevó para siempre la montaña de letras, los suaves trazos redondeados, los puntitos y las comas, los acentos y los manchurrones de tinta, los recuerdos de media vida y la posibilidad de averiguar algo, lo que fuera, de aquellas personas para las que alguna vez fui importante o querido. Mario Picazo dio en las noticias que en Zaragoza llovían letras -seguía lloviendo y la gente las guardaba en los bolsillos-, lo sé porque me quedé abrazado a la caja de zapatos, ahora vacía, con la mirada perdida en alguna de las 625 líneas, balanceando mi cuerpo en la vieja mecedora y jugando con el mando a distancia, cambiando con desgana de un canal a otro, hasta que se desprendieron los botones de goma y unas cuantas letras que se habían quedado enganchadas en las mangas del jersey que me regalaste cuando volviste de Madrid.

(Publicado en la revista cultural "El Desembarco" , Marzo 2006)

Publicado por Puzzle a las 10:19
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4 desvaríos:

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho este relato, y el resto, que todavía no me ha dado tiempo a leer, seguro que también. Este me ha recordado a lo que siento cuando una vez al año abro la caja en la que guardo todas mis cartas, textos, diarios y todo lo que me haya parecido digno de ser conservado. Y me concentro hasta que recuerdo el sentido de cada frase que leo. Es una práctica positiva para reconciliarse con el pasado y comprobar que la vida evoluciona debidamente, que todo sigue su curso y que lo que somos ahora es el resultado de todo lo que hemos vivido, incluso de lo que hubiéramos preferido no haber vivido. Tu estilo y el punto surrealista me ha recordado a Quim Monzó, si no lo conoces te lo recomiendo, especialmente "Ochenta y seis cuentos" y "El porqué de las cosas". Su web es http://www.monzo.info/. Por cierto, me ha sorprendido que LOst in Translation sea una de tus películas preferidas. Al verla lo único que me quedó es la sensación de pasarme toda la peli esperando que pase algo y ¡no pasa! Y lo que me sorprendió más aún fue enterarme de que ha estado nominada al mejor guión original. En fin, puede que el problema es que soy demasiado simple. Siento haberme enrollado tanto. Besos

Anónimo dijo...

es verdad, recuerdo cuando te mandaba las fotos desde la cabina de vuelo y otras tantas cosas. quién me iba a decir, el mes que viene me caso y me traes tantos recuerdos, como cuando escribiste aquella historia de mi novio no puede volar y mira, dentro de nada será mi marido. cuidate mucho jorge, mucho.

Anónimo dijo...

Precioso, como casi siempre. No trabajes mucho, que es malo, y no te olvides de esos pintxos que hay que probar a medias...
Un abrazo

P.D. June, me encanta verte por aqui, como veras, es mucho mejor leer los relatos en la propia pagina del autor que oir o leer lo que yo cuento de ellos.

gonzalvo dijo...

Gracias por los comentarios.

June: precisamente estos días ando leyendo "El por qué de las cosas" de Quim Monzó, en realidad siempre leo varios libros a la vez y es la segunda vez en una semana que me dicen que hay algo en lo que escribo que recuerda a Monzó. Ya te contaré cuando termine el libro, pero hasta estos mismos días, nunca había leído nada de él (tengo tantos libros apilados y esperando ser leídos).

Lost in Translation, precisamente me gusta que, como tú dices, no pase nada. Sin embargo pasan muchas cosas porque, en mi opinión, esa película habla de las relaciones, de sentirse extraño en un lugar que no te corresponde, de estar solo, de la complicidad, de mil cosas. Además, adoro a Bill Murray y opino lo mismo acerca de Broken Flowers. Ese tipo de papeles le van al pelo al viejo Murray. Si has visto Flores Rotas, con el final la gente se queda sentada y con cara de asombro. Es como leer un relato de Raymond Carver. No es tanto que ocurra algo, o que se cuenta una historia con principio , desenlace y final, sino a veces es la manera de contarlo, o de acercarse a los personajes.

Perdón también por la respuesta, un poco larga para lo poco que me prodigo por aquí.

Un saludo.

 
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