miércoles, 11 de agosto de 2004


La playa reclamaba atención. Como si algo quisiera recalcar ese momento, la costa se veía mas hermosa que nunca. Su perfil era perfecto, algo desdibujado al amanecer, pero perfecto.

Todo tipo de exilio deja huellas. Como las que quedaban en la arena de aquella playa en la que jugaba cuando era niño, 40 años atrás. Lo único que diferencia a unas huellas de otras, es que unas son imborrables. Y él hubiera querido que las suyas lo fueran , y quizás así, hubiera dejado de tener tantas y tantas pesadillas, tantos pesares y tanta nostalgia.

Ese era el único equipaje que traía consigo. Cuando tuvo que dejarlo todo, no pudo , ni quiso llevarse nada en aquel barco. Nada que no fuera su amor imperecedero por su hogar, por sus días de niño pescando con el abuelo, y por su playa. La playa que le vio crecer, levantar miradas al horizonte, y soñar con mañanas mejores. Mañanas que no tuvo. Mañanas que se fueron en aquel barco hace 40 años.

Regresaba para morir en su casa, en su hogar, en su playa. La enfermedad le consumía por dentro, y los médicos le daban (como si fuera un regalo) apenas unos meses de vida. Quizás fueron esos años de trabajo duro en la cadena de montaje, las altas temperaturas y el amianto, los que empezaron a matarle. Quizás su afición al tabaco y a la vida sedentaria. Quizás simplemente, empezó a morir el mismo día que tuvo que dejar su pueblo, su mar y su vida. Una muerte lenta, de esas que te consumen poco a poco en vida.

Las luces de cabina se atenuaron, y la tripulación siguió el procedimiento de aproximación a pista. Miró por la ventanilla y pensó en que nadie le iría a buscar, ni a recibirle y que ese, sería por fin, su último viaje.

Publicado por Puzzle a las 6:15
Etiquetas:

 

 
>